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Cuando mis padres abrieron la puerta aquella mañana, se encontraron con unas pieles de conejo que envolvían, para proteger de la brutal ventisca, a un osesno. Su pelaje, blanco como la Luna, era muy corto aún y evidenciaba sus pocos días de vida. A lo lejos, doblando la esquina, dicen mis padres que alcanzaron a ver la silueta de la madre de aquella criatura. Así comenzó mi letraje humano. Para los cuatro años, empecé a perder mi pelaje. Plastas y plastas de pelo blanco que tapaban las coladeras, cubrían los muebles, y salían flotando de las páginas cada vez que alguien abría mi libro de Kharms. Desde antes de perder la cola, ya hablaba un ruso bastante decente, y mis gruñidos de oso puberto perdían lentamente lo animal para convertirse en mi voz de ahora. En cuanto mis oídos lograron sostener un par de audífonos, comenzó mi entrenamiento musical. Los guitarrazos de Viktor Tsoy, la cítara de Grebenshikov, las voces aguardientosas de Vysotskiy y Shevchuk, a la par de Rammstein y Slipknot. Me volví un adolescente peligroso por unos años. El carácter de oso lo conservé aún después de ser fisionómicamente humano. Solía golpear la pared y fumar a escondidas, contestar a todo con ladridos y, en general, ser un tipo detestable. Eso ha cambiado, sin embargo, con los últimos años. La lectura de los hermanos Strugatski, Bolaño y Tolstoy moldearon mi cosmovisión de manera brutal. También lo hizo Hunter Thompson. Imitándolo a él comenzó mi camino literario. Escribo cuentos que quieren ser novelas y novelas que piden a gritos ser relatos corto. Como el de todo oso, en el corazón, mi destino está en Marte.

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