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Licantropus mexicanus: El sudor del sol (5 de 6)

EL SUDOR DEL SOL



Para prontas providencias, don Nacho lo envía con don Dionisio Munguía Kanul, Capitán de la Mesa de Danzantes del Santo Sepulcro, al pueblo de Tlalnepantla, Estado de México y localizado en la periferia de la capital. Ahí, José realiza un nuevo acuerdo irrenunciable (en esencia, el mismo que rompió). Esta vez, el acuerdo es con don Nicho, como lo conocen sus vecinos, al norte del Valle de México. Así, todos los sábados, sin falta, él debe regresar a bailar en su mesa y don Nicho se compromete a ayudarlo, hasta donde se pueda, a manejar su trasformación, que ya es incontenible. Lo tuyo ya no tiene remedio... debes aprender a gobernarte o estarás solo con tu desmadre, lo sentencia.

José siente que recupera la vida. En uno de esos viajes a Tlane, aprovecha y va por sus papeles hasta CU, a donde se trasladó su escuela. A todos con los que se encuentra y preguntan sobre su repentina desaparición, les hace un cuento (y todos le creen), sobre su vieja dolencia en la columna vertebral (que ha desaparecido). Más tarde, pasa al departamento de Paseo de la Reforma, recoge sus artículos personales y regresa a la capital queretana. Mientras lleva su internado, gracias a las influencias de su padre, en el Hospital Civil de Querétaro, recupera su fuerza y, con renovados bríos, retoma la vida social, en la que protagoniza el papel de doctor. Profesión muy apreciada en la ciudad (pues, no se cuenta con una escuela de medicina) y, en un dos por tres, gana fama con el bisturí.

En realidad, aunque “el miedo no anda en burro”, el joven médico puede controlar las visiones que lo asaltan en episodios oníricos (una ocasión, ve a Admira, quien le dice, Si no me matas tú, te hubiera matado yo. Eres un tonto, tonto... ya no puedes tocarme más y no se le vuelve a aparecer). También, en las noches de luna llena, está consciente de su metamorfosis y, poco a poco, es capaz de asumirla como propia. En esas noches, sigue las vías del ferrocarril y encamina sus pasos al Cerro de Pathé. En su escarpada ladera, tiene un escondite, una cueva, en donde se desnuda y guarda la ropa. Su presencia no pasa desapercibida, los inconfundibles aullidos de lobo, que rebotan en las paredes de la cañada, atemorizan a los pobladores del barrio obrero, que crece junto a la centenaria Fábrica Textil El Hércules, en Villa Cayetano Rubio y más allá. Si bien, evita atacar a los humanos con los que se atraviesa (le parece una brutalidad), en ocasiones atrapa algún animal pequeño y lo devora.

A fuerza de convivir con los danzantes de Tlalnepantla, conoce a muchos de los aprendices de don Nicho. De entre ellos, hace amistad con Genaro Luján, hombre garrudo y con ojos rasgados, quien viene de Oaxaca y con Estela Chávez, una varita de nardo, piel broceada y unos hermosos ojos verdes, quien es una pocha, nacida en San Francisco, California. En un descanso del grupo, ella se acerca y le dice, ¡Qué bonito animal tienes¡ José no entiende la exclamación y pregunta, ¿Cuál animal? Genaro interviene, ¿A poco no te han dicho? ¡Qué culeros¡ José se encuentra confundido. Sin embargo, inquiere, dirigiéndose a la mujer, ¿Qué me quieres decir? Estela le contesta, con el mayor desenfado, No te quiero decir, te digo que me gusta el animal que tienes. Qué gran lobo dejas ver, cuando bailas. Genaro se acerca al desconcertado José y le pregunta, en corto, ¿No te han dicho nada de El sudor del sol? Por supuesto que nadie le habló sobre ese punto. Con un movimiento de cabeza, de derecha a izquierda, expresa que no. Estela le pregunta, ¿Quieres conocer el poder de padre sol? Esta vez, confirma con un si apenas audible. Genaro le manifiesta sin ocultar su orgullo, Nosotros te podemos enseñar a ser capitán sin tener una mesa y regresan a bailar.

Al terminar el ensayo, José se pone al volante del Ford Fairlane, que ahora maneja y en medio de una terrible tolvanera, sigue al Plymouth Belvedere, conducido por Estela, hasta que llegan al barrio de Tepito, donde vive la parejita. Dejan los autos en un estacionamiento, indicado por ellos, Aquí estarán seguros. En realidad, tienen un palacio en el último patio de una vieja vecindad, a la que ingresan, al caer la noche, por un viejo portón abierto de par en par. Cruzan patio tras patio, escuchando música y voces, provenientes de las múltiples viviendas habilitadas para renta y de las que apenas se escapa un poco de luz, por las rendijas. Al fondo de la antigua casona, donde parece terminar la construcción y sólo hay una pileta, rodeada de varios lavaderos, Genaro abre una pequeña puerta, que da a un pasillo oscuro, hasta que enciende una bombilla incandescente y medio lo ilumina. En el otro extremo del pasillo está otra puerta, la que ahora abre Estela y por ella ingresan a un patio enorme, con buena iluminación, al centro tiene una pila de cantera verde y está rodeado por arcos que, en la planta superior, son de medio punto y como todo el conjunto, están hechos con la misma cantera. No se nota ningún deterioro, las paredes están pintadas de blanco, el piso como si lo acabaran de poner y recién lavado, las puertas y ventanas de madera se ven barnizadas, nuevas.

Tres mastines españoles los vienen a recibir, ladran y agitan la cola. Dos de ellos ni voltean a verlo, pero el más grande le toma la mano derecha, entre sus fauces. No aprieta, pero no la suelta, hasta que Genaro se lo ordena y a José lo tranquiliza, Yo se que no te asusta. Por favor, no le hagas daño... no te puede morder... a Nerón lo criaron unos mandriles, en Singapur, pero, ya he hablado con él. Varias personas los esperan y los auxilian con las cosas que traen en las manos, los penachos y todo el ajuar. Después, desparecen y los mastines van tras ellos. Ven, pásale, Genaro lo invita y le señala la escalera que los lleva a la planta alta. Ingresan a un amplio salón, en donde las luces de un candil dejan ver unos cómodos sillones, tapizados con piel, una mesa de centro y los hermosos gobelinos que adornan las paredes. Sobre el piso está un tapete, que a José le parece persa y no hay nada más. Los varones se acomodan en la confortable sala y Elena sale hacia la habitación contigua, de la que regresa con una botella de vino tinto español y cuatro vasos de cristal cortado. Tras de ella, entra una mujer guapa, rubia y de edad indeterminada. En sus manos sostiene una charola de madera laqueada, con rebanadas de jamón serrano y aceitunas, que deposita en la mesa. La mujer se presenta sola, Me llamo Marita Wilgein, pero todos me dicen Mary. Yo soy como tú, aprendiz de la antigua casa del linaje azul y me toca enseñarte lo poco que se. En un español sin acento, le informa que nació en Berlín, viajó a México de vacaciones y conoció a Elena, en el atrio del Templo de la Profesa. Ese mismo día, las dos fueron al Cerro de la Estrella, en donde se encontraron con Genaro, dentro de una cueva. Ahí, charlaron un buen rato, hasta quedar de acuerdo y, desde entonces (hace tres años), sin ningún pendiente, sigue aquí. Los anaranjados son pendejos. Todo quieren saber de todos, le dice de improviso y continua con, En nuestro linaje no hay grupo, cada quien se salva solo. Todos los celestes somos capitanes. Todos somos jefes. Aquella noche, José pregunta y repregunta, hasta que sale el sol y se retiran a dormir. Al día siguiente, nada le queda claro. Mas, desde entonces, no regresa a Tlalnepantla.

Sin embargo, todos los sábados repite el viaje a la capital y fraterniza con sus nuevos amigos. Sólo que ahora, ingresa a la casona por el gran portón principal, que da a la conocida calle de Granaditas y está enterado que son fayuqueros. Mary se convierte en su maestra y, de entrada, lo pone a practicar unos nuevos y complicados pasos, del baile ancestral de los nibelungos, le dice. Además, le enseña los rudimentos de la lengua maya y a cantar alabanzas que honran a Kukul-Kan. También, lo sorprende con una mandolina, armada con la concha de un armadillo, que le compró en La lagunilla y lo apremia para que la pulse, Inténtalo, la música es un principio básico para el deber ser. Estela, por su parte, en sesiones extenuantes, le muestra la velocidad del tiempo y cómo lo puede detener. Pero, le advierte que esta maniobra sólo la debe usar en casos extremos, en peligro de encontrarse de frente, con las luces de la muerte, que no se pueden apagar. Por otra parte, José, como si estuviera destinado para ello, conoce el valor del oro y su poder tirano. Genaro lo enseña, con un solo paso, a ver la insospechada claridad con la que el sol nos ilumina y a comandar la fuerza implacable de su metálico sudor.

Un sábado de mayo, regresa a buscar a sus maestros, al viejo barrio que, entre ellos, llaman Tepito-Texas y no da con el estacionamiento en donde guardan los carros. Tras dejar el suyo, en uno que se encuentra al paso, busca la casa y, aunque recorre Granaditas de pe a pa, no puede dar con ella. Más tarde, busca la vieja vecindad por donde llegaron la primera vez y ocurre lo mismo. Por más que indaga, nadie le sabe dar razón, no recuerdan la fachada que describe ni conocen a nadie con las señas que da. José no comprende lo que ocurre y sin encontrar una explicación lógica, va por su carro y decide dormir en el departamento de Reforma, del que conserva una llave y que, para su fortuna, don Eugenio (por si un día hace falta) no quiere rentar. Unas calles después de salir del estacionamiento, en medio de un aguacero inopinado, se da cuenta que le han vaciado el tanque de la gasolina. Resuelve el pobre caso, en la gasolinera de Insurgentes y Reforma, a la que logra llegar. Después, mojado sin cenar y aun sin entender nada de lo ocurrido, entra al depto. Ahí, toma un baño, se pone ropa seca y se mete en la cama. Entonces, da vueltas y vueltas, se enreda en las cobijas y mal puede descansar. Al despuntar la mañana siguiente, maneja sin parar hasta Acapulco, en donde, por poco, se ahoga, entre las poderosas olas, de la larga playa del Revolcadero.

Días más tarde, al revisar el apartado postal que mantiene en Querétaro, encuentra una carta con matasellos de Mazatlán, Sinaloa y sin remitente. Escrita con letra chiquita, pero legible, la carta está firmada por Estela y en ella lo informa que sus amigos y ella, debieron abandonar el DF (y no da ninguna explicación). Sólo le dice que cada uno busca su camino personal, por distintos rumbos y que él deberá hacer lo mismo, porque ya no necesitas a nadie y, de aquí en adelante, sólo tú puede ser quien eres. También, lee que no los verá nunca más ni puede comunicarse con ellos. Al calce, una posdata escrita en mayúsculas, Cuídate de las lagrimas de la luna y de la mano que viene de lejos. Ahora, el medico visita la capital, sólo por negocios.

En Querétaro, sus padres han envejecido y casi no salen a ningún lado, salvo a misa, todos los domingos (José ya no los acompaña). Pasan las tardes viendo la televisión, en un aparato marca Zenit, recién comprado por don Eugenio y que está empotrado en un gran mueble de caoba. También, el mueble tiene integrado un tocadiscos de tres revoluciones (78, 33 y 45), en donde escuchan recitar La chacha Micaila, El brindis del bohemio o Por qué me quité del vicio, en la voz de Manuel Bernal, El declamador de América. Este domingo, terminan de ver el programa Combate y esperan a que inicie el Teatro Fantástico, con Cachirulo, la bruja Escaldufa y el villano Fanfarrón. Todavía rezan el rosario y, en silencio, se retiran a dormir. Así están las cosas.

En un mismo invierno, mueren uno tras otro. Don Eugenio se va primero, después de navidad (está en todas las posadas y el 24, todavía camina hasta la calle Corregidora, para ver los Carros Alegóricos con representaciones bíblicas, que recorren las calles, arrastrados por mulas, entre la multitud que los acompaña). Doña Emma lo sigue (al cielo, con toda seguridad) (según ella) justo un día antes de iniciar la primavera (se quedó dormida en el sillón de la sala y ya no despertó). Ambos tienen un funeral muy concurrido, en el Templo de San Francisco, con todo y el coro de la Tercera Orden. Ma Tola muere un día después que enterraron a su patrona y se hace el funeral, también muy concurrido, en el Templo de San Francisquito. José queda como heredero único, de las propiedades y del dineros de los tres (pues, Ma Tola tenía su guardadito, cuatros cubetas llenas con pesos de plata, bajo la cama). Pasados los rosarios y un mes de riguroso luto (aprovecha la construcción de la casa familiar, donde hace adaptaciones y ampliaciones), el doctorcito funda un sanatorio, en el que se brindan servicios médicos especializados, a cualquiera que los pueda pagar. Con su prestigio, crece el número de pacientes, que ahora lo buscan de todo el país. Al fondo del segundo patio (manda tirar los árboles y matar a las gallinas) se hace construir un moderno chalet. El hombre se siente listo para grandes cosas.

El dinero que obtiene de las rentas y del sanatorio, lo presta a rédito, con un alto interés (El jefe de la judicial, con quien tiene un acuerdo porcentual, le presta a los agentes a su cargo, para apurar los pagos. No está de más decir que, en forma inmisericorde, con los morosos se cobra a lo chino). Con las ganancias que obtiene del negocio, compra casas y casas, hasta sumar más de ochocientas, en el centro de la ciudad (sin contar los terrenos de La Cañada y El Pueblito). El doctor acumula una riqueza de respetable caudal. Como siempre ocurre en estos casos, algunos chismosos (que no faltan), en La Flor de Querétaro, en La Mariposa, en el Salón del Valle, en la cafetería del Gran Hotel y en el restaurante de la Güera, en el Portal Bueno, donde se hace la jugada a media noche, afirman que el doctor tiene muchas amantes. Pero él permanece soltero y sin compromiso, aunque Josefina lo visita con frecuencia. De hecho, la hermosa mujer asume, en forma eficiente, múltiples tareas de la administración de la casa, como del sanatorio y de los bienes inmuebles que integran la pequeña fortuna del doctor, hasta que se queda a vivir en el chalet.

Un buen día, pasada la Semana Santa, el Doctor José Villaseñor González-Pliego (como se lee su nombre, bordado en la infaltable bata) deposita una abultada cantidad de billetes de mil pesos, en la cuenta de cheques que tiene en el Banco de Londres y México. Está decidido a realizar el viaje que no hizo en su juventud y que tanto ha postergado; va a recorrer el mundo (que para él es Europa). Por supuesto y primero que a cualquier otra ciudad, viaja a Paris en un vuelo de Air France y de ahí, a todas las metrópolis del viejo continente, al que encuentra en avanzada reconstrucción (aún cuando existe pobreza y rencores). Berlín, le impresiona, pues no acaba de curar sus heridas y, a demás, a él le atrae la figura de Adolfo Hitler (atracción que niega siempre). Sólo al principio de su estancia europea, visita museos, monumentos emblemáticos, acude al teatro, a la ópera y arrastra una ajada versión de La guerra y la paz, de Fedor Dostoievski (un cuaderno de notas, para llevar un diario y uno de dibujo, en el que intenta algunos trazos al carbón). Después, dedica su tiempo a la vagancia. Cambia el traje por pantalón de mezclilla, playera, chamarra de cuero negra, calza tenis y peina un copete como el de un tal Elvis Presley. Un popular cantante gringo, quien tiene locos a los jóvenes ingleses, con su música de Rock and Roll y que se escucha en todos los lugares, a los que llega. La vida licenciosa que lleva, tanto como la ostentación y derroche de dinero, en cualquier parte a donde va (como en sus mejores días), llaman la atención. Varios diarios europeos reseñan sus aventuras y algunos de los muchos desatinos que comete. Mexicano se baña desnudo en la Fuente de Trevi. Espontaneo mexicano se tira al ruedo de la Plaza de las Ventas. Acaudalado Pley Boy organiza una gran borrachera con tequila, en el tren transiberiano (lo bajan en la frontera con Checoeslovaquia y no llega a Moscú, como presumirá más tarde). Bestia negra asusta en Haid Park. En Valencia, un semanario cabecea así, Excéntrico sudaca, quiere comprar la Giralda. En Paris, afirman testigos, Un lobo negro orinó la lámpara votiva del fuego de la Victoria, bajo el Arco del Triunfo y así por el estilo, se las gasta el señorito. Una mañana, despierta en el puerto de Ibiza, compartiendo cama con un joven mesero marroquí. Ya estuvo, este güey me hace dudar de mis preferencias, piensa y sin más ni más, sin hacer maletas ni despedirse de nadie, se va a Madrid. Ahí, le da frío, compra ropa propia para el invierno, unos zapatos que lo dejan bajar de los tacones y, de inmediato, toma un avión a su país. Vuela en Aéreo México, vía Nueva York. El avión aterriza en la urbe de acero, un día después de que mataron al presidente gringo (católico), John F. Kennedy y en una televisión del Aeropuerto Internacional Benito Juárez, de la Ciudad de México, ve como asesina a Lee Harry Oswald, el mafioso Jack Ruby, en tiempo real.




Se recibe cascajo: profedela007@hotmail.com

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