Licantropus mexicanus: El linaje azul (4 de 6)
EL LINAJE AZUL
La Ciudad de México es una gran metrópoli, con más de tres millones de habitantes, donde José descubre el mundo y se olvida de todo lo demás. En el globo terráqueo, los horrores de la gran guerra terminaron con la rendición del imperio japonés, que fue atacado por los gringos, mediante un par de bombas atómicas e impusieron la paz, con el miedo nuclear (aún cuando, ahora se combate en Corea). Aquí, en el Distrito Federal, los últimos balazos que se escucharon fue hace diez años (rescoldos de la Revolución de 1910) y fueron los de las ametralladoras Thompson, disparadas por las Brigadas en defensa del voto, cuando el fraude al millonario Juan Andreu Almazán, candidato de los verdes del PRUM y del que ya nadie se acuerda. En las recientes elecciones para presidente de México, resultó ganador el candidato del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), el Lic. Miguel Alemán Valdés (al que nombran: El cachorro de la revolución) y quien propone (e impone) un plan modernizador para el país, cuyo eje principal es la integración con los Estados Unidos de Norteamérica, a los que sigue en las directrices marcadas desde Washington y en su rabioso anticomunismo (avalado por el Vaticano) (también quiere cerrar las pulquerías). Por los cuatro puntos cardinales, la ciudad fundada por Tenoch extiende sus fronteras sobre los antiguos pueblos que la rodean. Con una urbanización sin precedentes, en la mayoría de las demarcaciones que la integran se respira progreso. Los empresarios nacionales y extranjeros realizan nuevas inversiones y se anticipan proyectos espectaculares. Una especie de auge inunda la capital del país y el resplandor de los salarios atrae al la creciente población, que necesita de empleo para subsistir.
José no es un provinciano cualquiera, conoce las principales ciudades del país, Guadalajara, Monterrey (en un viaje a Houston), León (en una reunión de banderas sinarquistas) y Puebla (incluidos en la lista, los puertos de Acapulco, Manzanillo y Veracruz), por ejemplo. También, está bien informado, lee el periódico y, de manera literal, todo lo que cae en sus manos (a poetas decadentes como Verlaine y Rimbaud, y a un nicaragüense, Rubén Darío). Además, escucha la radio y se mantiene actualizado. Sin embargo, la urbe viva más antigua del continente americano, lo atrapa sin remedio. Ni él ni nadie pueden ignorar la intensidad de la vida de la capital. Su mezcla confusa de barrios pobres y marginados con zonas residenciales, industrias y comercios, como en ninguna otra del país, la hace inenarrable (se puede decir) y sólo por el apetito inmoderado de conocimiento, que lo trajo hasta aquí, la ciudad no lo hace cachitos y lo devora en crudo.
El joven llega a vivir en uno de los muchos cuartos para estudiantes, habilitados en los edificios que conforman el Portal de los Evangelistas y enmarcan, hacia el Poniente, la imponente Plaza de Santo Domingo. En todos lados a donde va, su presencia no pasa desapercibida. El portero del edificio lo saluda todas las mañanas, deferencia que no tiene con nadie más, pues vio entre sus manos, Los escritos religiosos de Voltaire. Apenas amanece, antes de que los evangelistas acomoden sus máquinas de escribir y se pongan a teclear las Remington, él sale del portal, con impecable bata blanca, cruza la plaza hasta la esquina Chata, donde se encuentra la Escuela de Medicina de la UNAM y siempre llega puntual, a su salón de clases. Atento y respetuoso, los maestros le ponderan bien y lo ponen de ejemplo. Tampoco falta a la hora de la botana en el bar Madrid, la renombrada “policlínica”.
El joven, no sólo es aplicado y talentoso para el estudio, sino un deportista que juega con garra, al futbol americano. Aunque espigado, es fuerte, veloz y bueno para lanzar el ovoide. El coach, Roberto Tapatío Méndez, reconoce sus aptitudes y lo hacen mariscal de campo, titular indiscutible de la selección universitaria. No queda mal y lleva a los pumas a un apretado triunfo, sobre los burros blancos del Politécnico, en el partido inaugural del estadio, de la imponente Ciudad Universitaria, cuya construcción está por concluirse, al sur de la ciudad. Sus compañeros, muchos de ellos verdaderas lumbreras, lo admiran y procuran su amistad. Ni hablar de las mujeres (compañeras o no), que lo asedian y no lo dejan ni a sol ni a sobra. Al mismo tiempo que, desde el primer año, obtiene las mejores calificaciones de su generación y se convierte en ídolo del deporte, no se pierde ninguna de las fiestas de la escuela. A menudo, se le ve con sus amigotes, en los cabarets más frecuentados. Lo mismo en el Barba Azul o en el Balaikas, como en tantos otros que funcionan sobre la populosa calle de Niño Perdido. Si bien, José conocía los cabarets de Querétaro, El Ciros, El Tropical, El moroco, en la calle chueca, atrás del Templo de la Merced, nada como el Waikiki. A veces, recala en El Tenampa, de la Plaza Garibaldi o en las Veladoras, junto a las Vizcaínas. Pronto se relaciona con la bohemia citadina, que pulula en todas partes: escritores, músicos, pintores, artistas de toda laya y condición, que crean maravillas por doquier y, muchos de ellos, alcanzan fama mundial. Los intelectuales lo admiten en sus cerrados grupos, como si fuera uno más.
A él nada parece hacerle mella. Cada mañana, aparece a tiempo, en la puerta del salón de clases. Siempre llega bañado, rasurado, limpio y dispuesto a responder cualquier pregunta o practicar una delicada auscultación. Tanto es así, que en los círculos académicos le apodan El queretanito de oro. Mientras sus estudios avanzan sin contratiempo y como inevitable consecuencia de todo este ajetreo, le llega la fama y lo llaman para filmar una película, cuyo tema es el deporte de las tacleadas. Un tipazo, por donde se le quiera ver.
En la vida agitada que lleva, aún se da tiempo para recorrer la ciudad, por todos lados y todo atrae su atención. En el primer cuadro, visita la Catedral Metropolitana y los múltiples templos que se encuentra a su paso. Con un admirable poder de persuasión, entra a los palacios, casonas, vecindades y edificios públicos que despiertan su interés, incluido el Palacio Nacional. Viaja en tranvía hasta el pueblo de Tlalpan y por el mismo medio, a la Villa de Guadalupe. Aunque conoce la basílica (desde cuando venía a píe, de Querétaro, en la peregrinación), le gusta mirar cómo crece la mancha urbana, parado en lo más alto del cerrito del Tepeyac. Lo mismo va a las colonias residenciales, en donde habitan los ricos, que a los barios marginados, donde viven los desheredados del sistema, levantados con casas de cartón. En grandes camiones urbanos, a los que llaman Ballenas, por la Avenida de los Insurgentes, llega al lejano pueblo de San Ángel. En ocasiones, se baja en la colonia Roma, otras lo hace frente a la Monumental Plaza de Toros México, donde confirma su afición por la fiesta brava (que le entusiasma desde que su padre lo llevó a ver torear a Juan Silveti, El resucitado, en la Plaza de Toros Colón, en su tierra natal. Un gusto que recobra, al ver torear a Carlos Arruza) o lo hace en la hermosa Colonia Guadalupe Inn, donde le gustaría vivir. Por la misma avenida, llega hasta la Ciudad Universitaria, cuya edificación la inició el general Manuel Ávila Camacho (el espurio, hermano del extravagante y sanguinario Maximino) y, ahora, el Primer licenciado del país (El cachorro... ya citado) acelera los trabajos, para terminar la magna obra durante su sexenio.
Por su actividad deportiva, José sólo conocía el estadio de CU, mas ahora la recorre escuela por escuela. Sin duda, admira el diseño arquitectónico del conjunto, pero son los murales los que atrapan su atención, pues (gracias a la orientación de don Germán Patiño) puede aprecia las obras con que la embellecen y conoce a varios de sus autores. El primero, a Diego Rivera, de quien sabe que puso su pincel, en unos murales de la capilla del Palacio Mota y que ahora es propiedad de su tío Pascualito, allá en Querétaro. A este admirado artista, una vez lo vio de lejos, inaugurando un mural de su autoría, El agua, origen de la vida, en el Cárcamo de Dolores. Hoy, lo encuentra subido a un andamio (quebrantado de salud, tras la muerte de Frida, su mujer), mientras trabaja en el altorrelieve de la fachada principal del estadio y sube hasta él. Entre ellos, la charla versa sobre el poeta José Dolores Frías y el maestro Germán, a quien hace tres años, le cuenta el pintor, hizo un viaje a Querétaro y lo fue a visitar. Encuentra a Juan O´gorman, sentado sobre un montón de mosaicos de múltiples colores, frente a la que será la Biblioteca Central y a José Chávez Morado, con quien entabla amistad, mientras pinta El retorno de Quetzalcóatl, en lo que será el edificio de Ciencias. También, conoce a Francisco Eppens Helguera, cuando realiza los luminosos murales de la Escuela de Medicina. A quien no conoce es a David Alfaro Siqueiros, pero tiene noticia que los muros de la Torre de Rectoría, están reservados para él.
A todas partes va y por distintos medios. Aunque, lo que más le agrada es caminar y lo hace por varios rumbos de la gran ciudad. Lo mismo anda los arrabales de la Bondojito, que la temible Candelaria de los Patos o, más allá del río de la Piedad, la peligrosa Colonia Portales. Pero, también recorre las calles principales, no menos peligrosas. A contra pelo de los ríos de gente, siempre presurosa, él se regodea mirando los aparadores, de los innumerables comercios del centro. Camina por San Juan de Letrán, la Av. Juárez y, de cabo a rabo, el Paseo de la Reforma. Está admirado de la cantidad de automóviles que circula por la amplia avenida y de los innumerables cocodrilos y cotorras, que prestan el servicio de taxi. Se emociona cuando descubre, en un camellón lateral, la estatua de su paisano, Epigmenio Gonzales, junto a la de otros insignes mexicanos. Muy cerca, por cierto, de la estatua ecuestre de Carlos IV, fundida por Manuel Tolsá y a la que el pueblo llama El caballito. De entre todos los monumentos que adornan las glorietas, a él le gustan, en especial, el emblemático Ángel de la Independencia y la fuente de la hermosa Diana Cazadora. En tanto José camina y camina, piensa que algún día visitará Roma, Paris, Moscú y el mundo entero, hasta que pasa junto el recién inaugurado Monumento a los Niños Héroes y llega a la entrada del Bosque de Chapultepec, flanqueada por dos grandes leones verdes, mismo color que tienen las rejas que lo circundan.
Es la mañana calurosa de un sábado de mayo, José avanza sobre el camino, marcado por centenarios ahuehuetes, que lo lleva a la orilla del lago, en donde alquilan lanchas a los paseantes (en general, parvadas de muchachos, gritones y exultantes de vida). Él sigue adelante y sube ligero la colina del chapulín, dispuesto a recorrer el famoso alcázar, convertido en Museo Nacional de Historia. Un poco antes de llegar a la cima, descubre a una joven que está sentada en una piedra, recuperando el aire y con las mejillas encendidas. Cuando se cruzan sus miradas, ambos sienten un extraño desasosiego en el ombligo. La joven esquiva la vista de inmediato y él, aunque quiere voltear a verla, sigue su camino hacia la entrada del castillo. Apenas cruza el umbral, se da la vuelta y, a través de un cristal del portón, la observa. Es una joven de rostro angelical, piel blanca, cabello rubio, hermosa (o así lo cree él). Lleva puesta una blusa blanca, de manga corta y abrochada hasta el cuello, una falda beige de casimir, que le llega a media pantorrilla y sostiene entre sus manos, un suéter ligero, también color beige. Calza zapatillas de piso, negras y relucientes, las limpia con un trapito y lo guarda en la bolsa de mano negra, que complementa su atuendo. Cuando advierte que la joven se levanta y se dirige a donde está él, lamenta no haberse puesto alguno de los trajes, con los que va a todas partes. Aún así, está dispuesto a conquistarla. Cuanto la joven entra a la primera sala, José la aborda y ella lo rechaza, con discreción. José se asombra de que no se le rinda de inmediato. En verdad no da crédito, así que la sigue a corta distancia, dispuesto a insistir. Durante el recorrido, va salpicando con comentarios históricos, como dichos al aire, sobre algunos de los objetos que se exhiben, por ejemplo, de la alcoba de Maximiliano y Carlota o de una bandera del Batallón de Ligeros de Querétaro. La joven termina por escucharlo, después contesta con monosílabos, a sus preguntas y, al fin, se deja acompañar. Esta ocasión, sólo consigue que la joven le diga su nombre, Admira y un número telefónico, apuntado en un pequeño papel. Desde ese día no le pierde la pista y, a menudo le habla (tanto, que la operadora se aprende el número y lo comunica, en cuanto escucha su voz) para invitarla a todas partes. Lo mismo a pasear por la Alameda, que a tomar un helado o a las fiestas de la escuela. Ella lo rechaza. Amable, pero firme, argumenta que debe estudiar. José (quien ahora ocupa un amplio departamento, de un edificio “futurista”, en Paseo de la Reforma, comprado por su padre a un hombre italiano, llamado “Lucky” Luciano y que habita en una mansión, sobre la misma calle) no ceja en el empeño, porque no la puede olvidar.
A poco, las llamadas telefónicas se alargan y la charla se hace más fluida. Poco a poco, Admira pierde la desconfianza en el joven queretano. Ahora sabe, que está iniciando el último año de la carrera de medicina y también (como a ella), le gusta leer. La joven le confiesa que es de Lagos de Moreno, Jalisco y estudia en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, el tercer año de la licenciatura y que es la única mujer del grupo. Lo hace con el apoyo de su padre, quien es boticario y el absoluto rechazo de su madre. Las conversaciones se tornan amigables y, ante tal insistencia, Admira acepta verlo.
Este sábado, se han citado para desayunar, en un café de chinos, ubicado en la avenida Álvaro Obregón. La mañana de verano está esplendorosa, José viste su mejor traje, los zapatos lustrados y llega temprano al lugar. Desde que la ve a la distancia, cruzando el Parque México, la reconoce y conforme se acerca, le parece más hermosa que como la recordaba. Ambos se saludan con evidente nerviosismo e ingresan al café. Todo les sabe delicioso y para cuando terminan con los alimentos, han roto el hielo. Al salir del local, caminan por el amplio camellón de la avenida, hasta que llegan a Insurgentes, donde ella le ofrece la mano y se despide. Cuando la joven sube al camión, él se da cuenta que no quedaron en volverse a ver. Todavía pasa un mes, para que ella acepte verlo de nuevo. Uno más para que le permita tomarla de la mano y otro más, aún, para que le dé el primer beso. Ahora se ven cada quince días, los sábados, para desayunar. El paseo posterior es más largo y, por más que él le insiste en quedarse juntos, un poco más, ella se despide antes de la hora de comer. Algunos domingos, por la tarde, la acompaña a misa.
Sin duda, José cambia, con todos es amable, solidario con sus amigos (no que no lo fuera antes, pero exagera). Deja atrás las francachelas, abandona el equipo de americano, aduciendo un dolor en la columna vertebral (que en verdad siente), deja las corridas de toros (y de los Estudios Churubusco no lo vuelven a llamar). Sólo dedica su tiempo a estudiar y a pensar en ella.
Como lo hace cada mes, Admira le escribe una carta a su madre y le cuenta que tiene un pretendiente. Alarmada, la madre le habla por teléfono, de larga distancia, la advierte llorando que mandará a su padre, por ella. La joven le explica que José es católico, serio, formal, de buena familia y la convence de que no hay nada de qué preocuparse, mucho menos como para que venga su padre, hasta la capital. A la señora, ese muchacho, a quien ni siquiera conoce, le da mala espina. Una y otra vez, insiste en que se vaya a confesar y cuídate mucho, le dice, con lo cual, según ella, la previene de todo. Lo que la hija interpreta como un permiso para seguir con la relación. Es cierto, Admira también cambia. Una luz diferente brilla en sus ojos verdes y a todos sonríe con singular franqueza (no que no lo hiciera antes, sólo que ahora, se le nota).
Estos novios están encantados, a todas partes van juntos, ya se sabe, tomados de la mano. Con gran ilusión, hacen planes sobre su vida futura, en cuanto terminen la carrera. Disfrutan los paseos, las idas al cine, a los museos, a la fuente de sodas. En el elevador, suben al mirador de la Torre Latinoamericana, localizada en la esquina de San Juan de Letrán y Av. Madero. El edificio más alto del país, aún en construcción. Desde las alturas ven las sierras que rodean el Valle de Anáhuac y las van señalando una por una. Primero, los volcanes, el Iztaccihuatl y el Popocatépetl. Después de ellos, en el sentido de las manecillas del reloj, el Cerro del Ajusco y a sus pies, el pequeño Xitle. Luego, la Sierra de la Marquesa, por donde el sol está a punto de desaparecer y, hacia el Norte, antes de la Sierra de Guadalupe, localizan el Cerro del Chiquiuhite con las nuevas antenas (desde donde se retransmite la señal de televisión, a todo el centro del país). En ocasiones, toman chocolate con churros, en El Moro, sobre San Juan de Letrán y, después, ella deja que José la acompañé hasta la puerta del modesto departamento, en la Colonia Doctores, rentado por la joven. En el descanso de la escalera del edificio, con palabras melifluas y arrumacos, los tortolos manifiestan el amor que se tienen. Los cuerpos de la pareja se estremecen al leer los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, escritos por un poeta chileno, de nombre Pablo Neruda, que los ha cautivado. Antes de despedirse y sin cruzar el umbral de la puerta, se besan. Cuando no pueden estar juntos, atienden la escuela y pasan las horas entre largos suspiros, esperando el momento de volverse a ver. Ambos navegan, pues, en un viscoso mar de mermelada.
Es el cuarto viernes de noviembre y por la noche se llevará a cabo el Baile de Graduación del joven médico, en quien se ha convertido José. Será todo un acontecimiento, a todo lujo, en los salones del Casino del Colegio Militar, por el rumbo de Popotla y amenizará La orquesta presidencial de Carlos Tirado. Hoy, tiene pensado presentar a su novia con sus compañeros de generación y a Admira, quiere decirle que se enamoró de ella desde el primer momento que la vio, que quiere vivir con ella el resto de sus días y sólo faltará poner la fecha, para que sus padres vayan a pedir su mano.
Con estos propósitos, enfundado en un elegante traje negro (confeccionado en fino casimir grano de pólvora, adquirido por don Eugenio en Guadalajara), complementa el ajuar, con una camisa blanca, almidonada de los puños y el cuello, una corbata delgadita, también negra y zapatos bostonianos del mismo color (bien boleados), todo comprado para la ocasión (trusa, camiseta y calcetines, incluidos) y en el carrito Taunus, regalo de su padre, llega hasta la Doctores y está tocando la puerta del departamento donde vive Admira. La joven lo recibe en bata de duvetina rosa, calzando unas sandalias de peluche, de similar color. Mientras lo lleva a la sala, le señala uno de los sillones, para que se acomode y, con una mirada tierna, le pide que la espere unos minutitos. Él descubre que la joven lleva un peinado alto, brillante de laca, con la que de milagro se sostiene sobre la cabeza y, bajo la bata, un vestido ampón de color amarillo, que le llega debajo de las rodillas. Un poco turbado con la imagen de sus pantorrillas, José pregunta, ¿Puedo abrir las cortinas? Admira le contesta, cerrándose la bata, Está bien y puedes prender el tocadiscos. Promete que estará de vuelta en cuatro minutitos y se retira a su habitación, cerrando la puerta tras de sí.
José recorre las cortinas del amplio ventanal, que da al Oriente y percibe el resplandor que antecede a la salida de la undécima luna del año. Tras de encender el tocadiscos y poner un grueso acetato de Ray Coniff, decide apagar la luz, dispuesto a gozar del espectáculo que el astro nocturno anticipa, sobre la ciudad. Se acomoda en el sillón y ve como se levanta una gran luna, en el horizonte. Por un momento, sólo por un momento, recuerda la maldición y se congratula de haberla superado. Ese don Nacho es un chingón, piensa complacido. Cuando el astro se deja ver a plenitud, Admira aparece en la sala y se para frente al ventanal. Un tenue resplandor la ilumina toda y permite traslucir las líneas de su cuerpo, bajo el vestido ampón. José siente un mensaje de testosterona y su cuerpo la desea, incontenible. Iluminada como virgen (que si es), la joven le sonríe desde los ovarios y sabe (o intuye) lo que va a suceder, mas no se opone. Un beso, dado con la pasión que sólo sienten los que buscan el amor verdadero, abre paso a las urgencias y, aunque Admira aparenta un último intento por contenerse, arguyendo su peinado, nada detiene la fuerza de la sangre ni el olor que sus cuerpos emanan y les eriza la piel. Como pueden, se desnudan y en el sofá, en el suelo, cumplen con su deseo y se pierden en el placer glorioso del orgasmo, hasta que llegan al cielo. Con la penumbra matutina y el sonido de disco rayado, José regresa a la conciencia entre partes desmembradas del cuerpo de Admira, sobre un charco de sangre. Aterrorizado, hace un gran esfuerzo, pues le duele la cintura, y apaga el tocadiscos desde la clavija. Logra caminar hasta el baño, se pone bajo la regadera y baña su cuerpo con agua fría. Como puede, se viste y, al fajarse el pantalón, advierte que las piernas se le han encogido, porque tiene que doblar las valencianas, para no arrastrarlas sobre el piso. Sigiloso, cuidando que nadie lo vea salir del lugar, llega al automóvil y, sin regresar al departamento de Reforma, conduce hacia la carretera Panamericana, rumbo a Querétaro.
En cuanto baja la Cuesta China, enfila el auto a San Panchito y está tocando el portón de la casa de don Nacho, quién sale en calzones a abrir, alarmado por la insistencia. No fue necesario decir nada. Con sólo mirarlo, don Nacho sabe lo que sucede. Lo pasa a su habitación, llama a aquélla niña que abrió la puerta, la primera vez que José vino a esta casa y quien ahora es una bella jovencita, Josefina ven, necesito tu ayuda. En cuanto aparece la muchacha, le da instrucciones, que incluye bañarlo con una agua a la que, en los cántaros que la contienen, le agrega chorritos de infusiones de varias hierbas, tomadas de distintos frascos y otros ingredientes. A jicarazos de la agüita y con lienzos de manta, la joven lo limpia de pies a cabeza, al mismo tiempo que musita, Santo dios, Santo fuerte... Santo dios, Santo fuerte... y repite la operación, varias veces. Al terminar, tiritando y envuelto en una cobija de lana, Josefina lo recuesta en un catre. Don Nacho entra en la habitación, en la mano lleva una pipa de barro, color naranja, de la que emanan gruesas volutas de humo blanco y se la ofrece. José la rechaza, No fumo, gracias. El capitán le contesta, No te estoy preguntando. Se la pone en la boca y con tono imperativo, lo apremia, Jálale, güey. Esta mezcla necesita de aire.
A la tercera fumada, José cae en un ensueño placentero, pleno de luz y de una nitidez extraordinaria. Se sorprende al ver a Admira, envuelta en una bruma azul, entre un campo de girasoles, quién le tiende una mirada de ternura y comprensión, al tiempo que le dice, La culpa es de nuestra sangre… de los lobos blancos y lo consuela como a un lobezno que gime, perdido de la madre. Ahora aullaras y yo acudiré al llamado. Con voz pausada, Admira, le hace una y mil recomendaciones. No rompas tus acuerdos o no me volverás a ver y le planta un beso apasionado, como cuando la mató. En ese momento, José escucha los gritos de don Nacho, obligándolo a despertar, bañado en sudor y tembloroso. Al sentarse en el catre y ver al fondo de los ojos de don Nacho, le dice, Tú eres un brujo. Sin afirmar o negar, el capitán le espeta, Cálmate, frena güey... el nahual azul casi te mata. Pon atención, chingao... nada más ves río y se te antoja nadar.
Don Nacho instruye a la muchacha, para que repita la operación. Esta vez, antes de que Josefina empiece a tallarlo, prende la pipa, le suministra tres jalones más y dos, a Josefina. Ambos quedan envueltos en una voluptuosidad incandescente, avivados sus sentidos naturales y los dos entran en un ensueño singular, donde ocurre la erupción de un volcán. José regresa a la realidad, tendido en el camastro, junto a la joven, enredados en la misma cobija. Don Nacho está parado a su lado y le explica que la situación en que se encuentra es delicada. Ya no está en mis manos ayudarte. No puedo detener tu transformación. Sin embargo, no todo está perdido, alguno de los que saben, entre los capitanes del linaje azul, todavía le pueden enseñar a controlar su estado. Deberás hacer un nuevo acuerdo y no romperlo de ninguna manera o estarás jodido. Y tú, muchacha cabrona, le dice a Josefina, mientras la mira socarrón, tráele un chocolate en agua, con dos yemas y déjalo descansar.
Al día siguiente, José amanece en la casa de sus padres, despierta tarde y almuerza un bistecito con papas, preparado por su madre, quien lo ve un poco desmejorado y (esta vez) lo atribuye al gran esfuerzo que ha realizado en su preparación profesional. En tanto el hijo devora el opíparo platillo y pide más frijoles con queso ranchero, doña Emma le explica que su padre no pudo esperar a que se levantara de la cama y fue a cobrar las rentas. Continúa con, Estoy orgullosa de ti y también tu padre. Enséñame tu diploma, anda. El pasante casi se atraganta el bocado y contesta, Con la prisa, lo olvidé en el departamento. Tengo que regresar por mis cosas y lo traeré. Mientras hojea el Excélsior, que acaba de llegar, encuentra la noticia de un Sádico asesinato en la Doctores. La nota amarillista reconoce que no se tienen sospechosos, ni pistas del cruel homicidio.
Se recibe cascajo: profedela007@hotmail.com