Licantropus mexicanus: Las lágrimas de la luna (3 de 6)
LAS LÁGRIMAS DE LA LUNA
En cuanto regresan a Querétaro, doña Emma hace sus propias indagaciones, sólo para comprobar lo dicho por Eustolia. En la mañana siguiente de la luna grande, revisa la ropa de su hijo y aunque está segura que José no salió de la casa (pues esta mañana, ella misma quitó la tranca del portón, para que la sirvienta barra la calle y reciba las entregas de leche, y carbón), al sacudir la ropa mugrosa que el muchacho dejó en el canasto, caen una plumas verdes, como de perico y en la camisa encuentra rastros de sangre. Va al patio trasero y ve puesta la escalera con que se sube a la azotea. Entonces, se alarma de veras.
La ciudad de Querétaro la habita una población de casi cincuenta mil habitantes y en sus catorce kilómetros cuadrados se han realizado hechos fundamentales para la historia de nuestro país. En su momento fue la segunda ciudad del Virreinato, cuna de la independencia mexicana, vamos, hasta un imperio pasó por ella. Con la revolución, también pasaron los ejércitos villistas (esperados) y carrancistas (mal queridos). En 1917, en el sobrio Teatro de la República se promulgó la Carta Magna. Efemérides que se trae a cuento, siempre que se quiere resaltar la importancia de la ciudad.
Pero, el hecho es otro, que doña Emma forma parte de una prominente familia queretana, a más de numerosa: los acaudalados González-Pliego (por ello, es sobrina de doña Dominga, la esposa de don Amado y prima hermana de doña Josefa). En realidad, son queretanos de rancio abolengo, desde la fundación de la ciudad, descendientes del poxteca Fernando de Tapia, Conín (como consta en el árbol genealógico, que pende en una pared de la sala de la casa). Su tío, Alfonso González-Pliego, ante la inminencia del reparto de sus haciendas, el mismo adjudicó las tierras a sus trabajadores y fundó un pueblo que, hasta ahora, se llama Santa María González-Pliego. Durante la persecución religiosa, en casa de sus padres celebraban misa y los creyentes llegaban por las azoteas, para tomar la eucaristía. En fin, que su familia (y la de su esposo, que también cuenta... y los Muñoz... y los Ortiz...) se codea con la alta sociedad (en la que brillan los Loarca, Cosío, Fernández, Maciel, Septien, Loyola, Mendoza y los Alcocer, Urquiza, Proal, Niembro, Vásquez Mellado, que también cuentan). Ella ya anda en boca de sus primas, pues se casó vieja y sólo pudo tener un retoño (de su marido, dicen que es tacaño). Así las cosas, nadie debe saber lo que le sucede a su hijo. La sola idea le horroriza. Sería un escándalo.
La mujer se confiesa cada viernes primero, comulga los domingos y sigue, a píe puntillas, el ceremonial religioso de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Aun cuando no es supersticiosa ni cree en artilugios, un santo cristo pende en la cabecera de su cama y una buena copia de La última cena, la obra maestra de Leonardo da Vinci, cuelga en una de las paredes del comedor Frente a ella está una estampa del Sagrado corazón de Jesús, que ocupa la otra. Tampoco falta la palma bendita, colgada en la parte interna de la puerta del zaguán ni la estampita con la imagen de la Guadalupana que, en el anverso, lleva impresa La Magnífica (ambas se usan para ahuyentar tormentas, terremotos y toda clase de desastres; mientras la palma es quemada, se reza la citada oración) y ni para bañarse se quita el escapulario de la Virgen del Carmen. Sin embargo, la mujer es intuitiva, valiente y capaz de comprender que, como le dijo la nana, hay cosas que no se pueden conocer.
La tarde de un sábado de otoño, doña Emma toma la decisión de recurrir al mentado brujo y sin decirle a nadie, lleva a su hijo al barrio de San Francisquito. Se trata de un barrio de indios, localizado en la ladera Sur, del Cerro del Sangremal. La madre (vestida de negro, de pies a cabeza, la que cubre con un chal de similar color) y el hijo (bien alineadito, con un suéter, tejido con estambre gris) suben la cuesta del Poniente, desde donde hacen esquina la calle Dr. Luis Pasteur y la arbolada Alameda Hidalgo. Caminan entre piedras y algunos mezquites, por lo que será una amplia calzada, hasta que llegan a la cima. Ahí, está el gran tanque de mampostería, en el que se almacena y distribuye el agua, con que la población calma su sed. El líquido es traído de los Socavones, por el viejo acueducto, cuya grácil arquería se extiende hacia el Oriente y que desde el lugar donde están parados, no se ve. Al Norte, se levanta la muralla que rodea el imponente Convento de la Santa Cruz, que corona el cerro y a la ciudad. En sentido contrario a esta edificación, por callejones polvosos sin empedrado ni banqueta, ambos personajes se adentran en San Panchito, como se le conoce, entre el pueblo, al viejo barrio.
El trazo urbano de esta parte de la ciudad es tan intricado como sus pobladores. En este laberinto de adobe y tejas, doña Emma se guía por los lejanos retumbos de tambores y atabales. No sin trabajos, llegan hasta la puerta de la casa que buscan y de la cual provienen los rítmicos sonidos (tán, tantana-tán-tanatán, tán) que ahora se mezclan con cantos de alabanzas e instrumentos de cuerdas. Usando una piedra, de las muchas que hay, José toca tres veces y anuncia su presencia. Una niñita, como de diez años, piel morena, pelo negro, ojos vivarachos de capulín y descalza, abre y les franquea el paso. La pequeña los lleva por un lado del grupo de danzantes, hasta dejarlos sentados en una banquita de madera, bajo el tejado que bordea el frente de las habitaciones, construidas en hilera. Ignacio Bernal, a quien todos le dicen don Nacho, es el Capitán de la Mesa de Concheros del Cerro de Sangremal, según le informó Eustolia. Su mesa mantiene la centenaria tradición de los concheros y es uno de los grupos de danzantes que, el 14 de septiembre (y el novenario previo), participan en la fiesta de la Santa Cruz de los Milagros de Jerusalén. Como, también, lo hacen en muchas festividades, a las que son invitados (y atendidos con respeto), por todo el país.
El ensayo lleva una hora y esperan una más, para que el grupo termine de bailar y el capitán les brinde su atención. José está ausente (o eso aparenta) y su madre no pierde detalle. Don Nacho es un hombre corpulento que, antes de dar por terminado el ensayo, bañado en sudor y al momento que levanta la vista y la mandolina al cielo, hace una reverencia hacia los cuatro puntos cardinales y todos con él. Doña Emma está asombrada de verlo flotar y girar el cuerpo, a izquierda y derecha, marcando el paso a los demás del grupo y exigiendo mayor concentración. Pero, también, don Nacho es un hombre sabio, al que todos respetan y consultan. De muchas partes vienen a pedir consejo o, de plano, su intervención. El rostro del capitán es apacible y emana una gran tranquilidad. Sin embargo, al acercarse a las visitas y ver la estampa del muchacho, se alarma y exclama: ¡A cabrón! Cuéntenme qué pasa.
A grandes rasgos, la acongojada madre lo informa de la situación en que se encuentran. De inmediato, don Nacho le pide hablar a solas con el jovencito y le promete tratar de ayudarlo. Lo lleva a una habitación y en lo privado, al tiempo que lo revisa de pies a cabeza, lo interroga de todo a todo y saca sus conclusiones. Después, continúa el interrogatorio a fondo, de todo, todo... hasta quedar convencido que José es consciente de lo que le pasa y si en verdad, quiere salir del atolladero, en donde está metido. Sin duda, José se encuentra asustado y no sabe, bien a bien, qué le sucede. Varias veces ha despertado desnudo, en las azoteas o en el cerro y sin recordar nada. En ocasiones, cree que es un animal y come carne cruda. Otras veces, piensa que debe morir. El capitán le explica que, por ahora, no tiene problema para quitarle la maldición, pues apenas empieza su transformación y le dice: Tú y yo debemos hacer un acuerdo. Mientras vengas a bailar en nuestra mesa, cada sábado, yo me comprometo a ayudarte. José acepta el acuerdo sin chistar y don Nacho le advierte, Ten cuidado con las lágrimas de la luna y de la mano que viene de lejos. José pregunta: ¿Qué son las lágrimas de la luna? Don Nacho le responde (al tiempo que saca de la bolsa de su chaleco, una monedita y la lanza al aire, como si echará un volado. La moneda despide luces centellantes, que hieren los ojos de José, al punto de obligarlo a tapárselos con la palma de su mano): La plata, chamaco, la platita… José ya no quiere preguntar, sobre la mano que viene de lejos.
Al regresar al patio principal, el capitán le confirma a doña Emma: Sí, doñita, este chamaco está enlunado y la informa del acuerdo que han establecido. Al momento, ella se compromete a traérselo cada sábado. Don Nacho exclama a voces, para que los presentes escuchen: ¡No, que venga solo, ya no está tan chiquito! La lleva hasta la puerta del corral donde, con voz mesurada, le advierte, El acuerdo es con él y le da instrucciones de lo que hay que hacer, para que su hijo regrese a esta realidad sin contratiempos. Le detalla los cuidados que debe tener, el agua, la comida... Todo lo que no puede probar ni ver y que siga en la escuela. Eso no le hace mal. Cae la tarde y las calles quedarán vacías, en un santiamén. A modo de despedida, el capitán expresa: A las ocho, sueltan el león. Apercibidos, madre e hijo abandonan la casa, de la que salen acompañados por un hombre fornido (camisa de manta, pantalón de peto, de mezclilla azul, sombrero ancho y guaraches), a quien don Nacho le pide que los saque del barrio y los vea llegar con bien, hasta las palmeras del Templo de la Cruz. Al pasar junto al Tanque, se encaminan hacia el jardín del templo y llegan frente al la pila de agua y al mercadito que ahí funciona, cuando ya están levantados los puestos. En ese punto, el fortachón les dice adiós y regresa sobre sus pasos. Al tiempo que dan vuelta sobre la calle Independencia y bajan por ella rumbo a la seguridad de su casa, el sol se pone por el horizonte y muestra sus fastos fabulosos, en toda la amplitud del cielo queretano, tal si fuera la explosión de un gran garambullo.
A partir del sábado siguiente, José acude a la mesa y aprende los pasos que le enseñan en el grupo. Él mismo marca, con una sonaja de lámina y los huesos de fraile que ata a los tobillos, los ritmos hipnóticos que danzan y el joven lo hace bien. También, canta las alabanzas, aunque no alcanza el tiple. Por su parte, al final de cada ensayo, don Nacho lo revisa en forma minuciosa. Unas ocasiones, con el dedo pulgar le presiona algún punto de la columna vertebral. En otras, le da a comer pedacitos de mezcalito seco. Las primeras veces, le sabe tan amargo que lo obliga a vomitar.
Pero, el jovencito ya no se siente mal y puede controlar el miedo. Recupera la vertical del cuerpo y la claridad en la mente. Viste con propiedad y se hace un fanático de la pulcritud. En la escuela se reencuentra con las matemáticas, la biología, la poesía española (Juan de Mena, El Marqués de Santillana, Juan Boscán, Lope de Vega, Francisco de Quevedo...). También, con sus compañeros juega básquet y espiro, como un animal. De hecho, se siente feliz de la vida. Su familia, en lo que José termina la educación secundaria, regresa a la vida cotidiana. Es más, don Eugenio ni siquiera se entera de lo ocurrido. De tal modo se van los días que, mientras las golondrinas hacen sus nidos en las vigas de la casa y el olor de las rosas embriaga el patio principal, los Villaseñor González-Pliego viven en renovada armonía con la sociedad queretana. Ahora, los domingos van a misa de once y media, al Templo de la Merced. Al término del rito y después de platicar con el padre Ayala, bajan a la Plaza de Armas y al Jardín Obregón, por la Calle del Biombo. Ahí, dan un par de vueltas a su rededor (a José le gusta mojarse las manos en la fuente de la diosa Ebbe y subirse al Kiosco), saludan a sus amigos y conocidos, que son muchos y regresan a casa. De camino, pasan al concurrido Mercado Dr. Pedro Escobedo, en donde don Eugenio escoge y compra la fruta para la semana (doña Emma viene diario, a comprar el mandado. Otros ingredientes de la comida y los abarrotes, en la afamada tienda, La luz del día, donde un gritón, apodado El chamula, vocea las ofertas, mediante un cono de lámina, a las puertas del establecimiento). Concluido el rito mercantil, pasan por el Portal de las Panaderas, caminan por la Calle Independencia y en la nevería de Nico, saborean un mantecado. Al llegar a la casa, el padre lee el Excélsior y el hijo se deleita con la página de los monitos (atrapado por Lorenzo y Pepita, Mut y Jef, Mandrake El Mago, El Príncipe Valiente, Daniel El Travieso y muchos más). En tanto, la madre va a la cocina y apura a Tola, para que atice el bracero.
Aún cuando, la familia extraña los aires campiranos, a la Hacienda del Lobo ya no regresan más (a doña Josefa la sacaron, sentada en su mecedora, así la subieron a un camión con todas sus cosas y la llevaron a la Ciudad de México, donde una sobrina le dio amparo. Eustolia, por su parte, se vino a vivir con ellos). Muy pronto, conforme a su nivel de vida y el calendario anual, los tres se acomoda al ritmo de la ciudad, cuya población ya rebaza los 50,000 mil habitantes. Si bien, en Querétaro las semanas transcurren lentas, no se detienen. Pero, a José le está quedando chica (Pueblétaro, le dice) (ni siquiera tiene equipo profesional de futbol). Además, la ve deteriorada, polvosa, descuidada y, sobre todo, le desespera lo que él llama, la paz de la provincia.
Sin embargo, en ella viven los queretanos y en cada barrio se tejen historias viejas y nuevas. Si bien, memorables vacaciones y viajes con la familia, a diversas ciudades de país, amplían sus horizontes, son las personas quienes mejor lo ilustran. En la preparatoria del Colegio Civil hace grandes amigos. Entre sus muchos compañeros, destacan Álvaro, Alejandro, Manuel y Carlos, con los que vive incontables aventuras. Juntos recorren la ciudad entera, que les entrega algunos de sus secretos. Casonas y conventos coloniales les abren las puertas, sus patios interiores con macetas y macetones, llenos de helechos y flores. Entran en sus túneles. Los jóvenes disfrutan de plazas soleadas y jardines apacibles, donde ven pasar a las queretanas, altivas y orgullosas. Más de alguno se enamora por primera vez (a él lo entusiasma una jovencita, de nombre Maribel, a quien conoce en la casa de sus primas, las Villaseñor). Con ellos, también, se hace amigo de unos boxeadores, El Mulato Palma, El Baby Manolo Buenrrostro, La Pituka Hernández y La Trinona Maldonado, quienes lo enseñan a pelear (en más de una ocasión, regresa a casa con la boca floreada o un ojo moro).
Aparte de estos baquetones, conoce otros personajes que le marcarán la vida. Maestros como el Ticher Herrera, inventor del limpia brisas, entre muchos artefactos más o el filósofo Antonio Pérez Alcocer, ducho en lógica formal, metafísica y en demostrar la existencia de dios. A Fernando Díaz Ramírez, abogado litigante, quien comentaba a voces las películas exhibidas en el cine Goya y al maestro Ignacio Frías Godoy, quien le abre el telón, al mundo del teatro y a los entremeses cervantinos. Por su padre, conoce a uno de sus amigos, el anticuario Guillermo Diezmarina, lo escucha con atención, cuando le explica a gritos, el valor inestimable de un ropero del siglo XIX, de una pintura virreinal o unas copas de bacará. El maestro Galván, con gran paciencia, le enseña los rudimentos del dibujo al carbón. Un día, el poeta Pablo Cabrera, con quien, a menudo, platica su madre (fue su primer pretendiente), le regala un libro de cuentos, Narraciones extraordinarias de Edgar Alan Poe y se reencuentra con la literatura.
En realidad, comienza a leer todo lo que cae en sus manos. Lo mismo, en los libros de su madre (a los poetas Manuel Acuña, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo y Antonio Plaza) que en los de su padre, acomodados en dos esquineros de madera (como los escritos por Salvador Borrego, Traición a Occidente y Las cadenas vienen de lejos, entre otros) y la colección completa de El heraldo de navidad. Además, no obstante que lo tiene prohibido, lee la Biblia (Guadalupana). Sobrecogido, en el Cantar de los cantares descubre el gran poder que las palabras tienen. Un mar inaprensible, un fuego, piensa extasiado (incluso, intenta escribir unos versos, mas no se le dan las rimas). Pero, también lee los cuentos de Archie, La pequeña Lulú, Superman y Tarzán de los monos, como lo hace con cuanta revista encuentra en los puestos de viejo, del callejón de Cabrera.
En alguna de sus correrías por el Convento de San Francisco, convertido en Museo Regional (mediante un gran esfuerzo), hace amistad con su fundador, don Germán Patiño. El joven admira su rectitud, su sapiencia, la incansable tarea de preservar el patrimonio histórico. El maestro le muestra los tesoros que guarda la ciudad. Juntos caminan todas sus calles y callejones, visitan iglesias, conventos monumentales y las capillas de los barrios de indios. El maestro le revela pinturas fabulosas (como la colección de pintores flamencos, donadas para su museo, por el maestro Justo Sierra) o retablos increíbles (que aun se conservan en Santa Clara y Santa Rosa de Viterbo). Lo lleva a visitar todas las cajas de agua y fuentes, le cuenta su historia, le señala su importancia y lo que significan para la población. Don Germán se convierte en su mentor y conciencia moral.
Por todos ellos, es un queretano orgulloso de su tierra y de su historia. Es, a la vez, un muchacho que se gradúa de bachiller y, con la anuencia de sus padres (y el necesario apoyo financiero), se dispone a seguir la carrera de medicina, en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Ahora, José tiene un interés apremiante, por estudiar la naturaleza del hombre.
Se recibe cascajo: profedela007@hotmail.com