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Licantropus mexicanus: El niño enlunado (2 de 6)

EL NIÑO ENLUNADO



En una de esas tardes airosas de octubre, un niño camina presuroso por la única calle del pueblo, que se recarga en el casco de la Hacienda del Lobo y lo hace para alcanzar, aunque sea, el final de la misa de siete. Al cruzar el poblado, levantado con jacales (de paredes construidas con piedras encimadas y techados con hojas de palma, amarradas a horcones de palo), el chamaco sabe que casi está a la puerta de la iglesia y, como si lo empujara el viento, acelera el paso. Todos los domingos hace lo mismo, después de comer, sale a caminar por los alrededores. En el campo, caza lagartijas, destripa tantarrias, descabeza hormigas coloradas y les quita el aguijón a los alacranes. Cuando es tiempo de lluvias, en los arroyos atrapa ranas, tortugas, culebras y peces, que arrastra la creciente. En secas, con la resortera le lanza piedras a los correcaminos, las palomas, las liebres, los tejones y a todo lo que corre o vuela, que se le atraviesa en el camino o por el cerro. En forma reiterada, pasa lo mismo: se le hace tarde y regresa corriendo, justo para salir acompañando a sus padres, de la capilla de la hacienda. Ellos, a su vez, acompañan a doña Josefa, la patrona y tras de ellos, todos los feligreses de la comunidad (y otros fieles de los alrededores, que también se arriman).


Al llegar al casco, cruza la puerta principal y en el patio grande, ve a un grupo de gente que rodea a un hombre, montado sobre un caballo alazán lucero, de gran alzada. Aun cuando, desde temprano, brilla la luna, algunos peones llevan ocotes encendidos y mecheros de petróleo. Sin pensarlo, se dirige hacia ellos, atraído por una curiosidad apremiante, de niño. Entre los cuerpos apretujados y los amplios sombreros de palma, no puede ver nada. De lejos, escucha a un hombre preguntar, ¿Dónde dices que cazaste al lobo? El hombre montado en el cuaco, le responde quedito, Lo clarié en el Pinal, en una de las mesas altas, más arriba del Puerto de San Antonio… en llegandito a los pingüicales. Uno de los viejos aparceros le alega, Dicen que los lobos tardan en morir. Lo puedes traer de otro lado, de muy lejos... El cazador le responde, levantando la voz, Me ofende, amigo, ya estuviera muerto. Apenas anoche, le metí el plomazo y aunque no lo ha matado, le está malogrando la sangre. Animal desgraciado, no lo podía cinchar, hasta que le puse el lazo en el pescuezo y asegura, Este diablo no vuelve a ver la luz del sol. El primer hombre interviene otra vez, Por aquí ya no se han visto lobos ni escuchado aullidos y al mismo tiempo, saca dos pesos y se los ofrece por la salea. El cazador le revira, Cuando la patrona salga de misa, seguro me dará más y agrega, Escuché que unos leñadores vieron a un león, bajando por El Molino. Bueno… a una leona, porque no traía melena... La sequía hace que las bestias pierdan el miedo y se acerquen a los pueblos, concluye.

José, que así se llama el niño, avanza agachado entre las piernas de los que hacen la bola y cubierto por el polvo que levantan los guaraches y los pies descalzos. Aún sin ver nada, reconoce la voz de Refugio (el vaquero que lo está enseñando a montar), cuando grita, Te doy tres pesos, nadie te dará más por la salea, ni doña Josefa, que ya ni dinero tiene. Para entonces, todavía en cuclillas, el chamaco estira el cuello y alcanza a ver al cazador. El hombre es su Tocayito, el jarciero de Presa de Rayas, quien lleva su máuser viejo, cruzado en la espalda. Entonces, el niño ve como recibe los tres hidalgos y entrega el mecate donde, en el otro extremo, está amarrado un lobo negro, con ojos rojos y penetrantes, que lo mira de fijo y le hiela la sangre. Enseguida, escucha una detonación y ve como el cuerpo del animal rebota contra el suelo, volada la tapa de los sesos. Voltea y se encuentra con la imagen de Refugio, quien lleva en la mano, un revólver, calibre 44, al que le sale un hilo de humo negro, por la punta del cañón. El vaquero levanta el cuerpo flácido del animal y, escurriendo sangre, lo atraviesa sobre la cabeza de la silla de montar. Todos los presentes lo ven trepar de un brinco, a su veloz tordillo y salir a todo galope, por el camino que lleva a Alfajayucan. José está aturdido y medio sordo, pero alcanza a escuchar lo que le dice una joven campesina, Pobrecito Refugio, tiene a su niño malito. Diosito quiera y llegue a tiempo con el remedio... y lo pueda salvar del Maligno.

En ese momento, mientras los fieles salen en tropel de la capilla, alarmados por el estruendo del disparo, el niño se da cuenta que lo van a regañar y hasta darle un jalón de oreja. Pega la carrera, a toda la velocidad que dan sus piernas, dispuesto a contarle a sus padres, lo que acaba de ver y tal vez, no le pregunten por el evangelio. Aunque, es fácil comprender que, con todo el alboroto causado por la muerte del animal (después que sus padres lo abrazan y se aseguran que se encuentra bien), ni quien se acuerde de él y mucho menos, del mentado evangelio. Cuando el padre Fidel se queja con la patrona, de la gente que por salir a la carrera, ni limosna dejaron, José aprovecha y se escurre a la casa, más bien a la cocina, donde su nana le da de cenar unos huevos revueltos con chorizo y frijoles refritos, copeteados de jocoque. Esto, en lo que le sirve un jarro con atole champurrado y un panqué recién sacado del horno.

Su padre, don Eugenio Villaseñor Ortiz, es el administrador de lo que va quedando de las varias haciendas, propiedad de don Amado Mota (entre todas llegaron a sumar más de 40,000 has.) y que formaron parte de la inmensa fortuna del patrón. Don Amado, fue un hombre poderoso, a no dudarlo. En su momento, recibió al general Porfirio Díaz y lo paseó por todo Querétaro, en un elegante guayín negra (comprada en Europa, por su hermano Juan), arrastrada por siete yeguas negras, de gran alzada y conducida por él mismo, con don Porfirio a su lado. Claro, eso fue antes de que el dictador saliera huyendo del país, rumbo al exilio. Don Amado nació en el cercano pueblo de Tolimanejo. Solía contar que hizo su fortuna de la venta de alcohol, pero la gente sabe o dice saber, que él se quedó con el tesoro del imperio de Maximiliano de Habsburgo, dado en custodia al general Tomás Mejía, El tigre de la Sierra Gorda. La idea era sacarlos, a los costales llenos de oro y al invasor, por el Puerto de Tampico. Todos sabemos que los fusilaron, junto con Miguel Miramón, en el Cerro de las Campanas. Sobre esos acontecimientos, se cuentas distintas versiones, pero del tesoro, ya no se supo nada.

La verdad es que las cosas se pusieron tristes, cuenta don Eugenio, con la muerte del patrón grande y la llegada de los cristeros (como el Tío Luis Herrera, de Presa de Rayas y Enrique Zaino, un ferrocarrilero que se le unió). Luego llegó el ejército federal (a los que el pueblo denomina pericos, por el verde de su uniforme) y quemó todos los pueblos por los que pasó (e hizo una matazón en la Cueva de la Garrapata. El Tío Luis escapó a la Sierra de Busio, con su lugarteniente Pedro Martínez y a Enrique Zaino lo fusilaron en la Estación de Galeras). Tras de ellos, los rateros que se decían cristeros (como Melesio Morales, de Santa María de los Baños, quien gritaba, ¡Viva Santa María de Guadalupe! y seguía con: ¡A ver qué traen, hijos de la chingada!). Detrás, aparecieron los agraristas, las defensas rurales (creadas por Saturnino Osornio), repartiendo la tierra y a los aparceros que no aceptaron el ejido, los dejaron sin parcela. Unos tras otros llegaron hasta aquí y lo desgraciaron todo.

Todas las haciendas de don Amado las heredaron sus hijos, tres mujeres: Hermelinda, María, Josefa y dos varones: Amadito y del otro, no conozco su nombre. Se sabe que Amadito perdió la Hacienda de Jesús María, en un juego de conquián. Las mujeres hipotecaron sus porciones a la Sociedad Torres Adalid y entre la vorágine del reparto de la tierra, cada una fue perdiendo el control de las propiedades.

A partir de que Marcos Rossano, el marido italiano, con quien se casó la patrona, arrasó con todo y la abandonó, la Hacienda del Lobo y sus anexas dejaron de producir. Por medio del correo, doña Josefa se comprometió con este hombre quince años menor, cuando ella cumplía los treinta y cinco. Después de su llegada y de la boda, el consorte estudió la situación. Un buen día, este hombre grande y gordo, con tres cuadrillas, empezó a bajar el ganado de las mesas, vacas, caballos, burros y mulas. De los chiqueros sacó a los cerdos, con todo y lechones, de las rancherías se llevó borregos, chivos y todo cuanto pudo; hasta los guajolotes, las gallinas y todo lo vendió. Arrancó los portones de Alfajayucan, todas las puertas y ventanas que encontró mal puestas, y las vendió. Lo mismo hizo con la cosecha, recién levantada, con el chile que se asoleaba en la era, con la leña y el carbón almacenados. Cuando los peones se dieron cuenta de lo que pasaba, le pidieron su paga. Rossano los citó, para el día siguiente, en el Jardín Benito Zenea (al que ahora han puesto el nombre de Álvaro Obregón), en el centro de la Ciudad de Querétaro, frente al Hotel Central. Los peones fueron pero, innecesario es decir, nunca más lo volvieron a ver. En los juzgados de la capital, algunos abogados comentan que el gobierno federal terminó por quitarle el dinero que robó y lo expulsó del país como extranjero indeseable. Ahora, ya nada, ni la iglesia, ni el Santo Papa (que mucho lo intentó), podrán impedir la creación de los ejidos; ni la rapiña usurera de la Torres Adalid.


Desde que los caminos y los alrededores se tornaron peligrosos, don Eugenio se llevó a su esposa, doña Emma González-Pliego Muñoz y a José, su único hijo, a vivir a la Ciudad de Querétaro. Ahí, habitan en una de las varias casas que compró, cuando las haciendas estaban en auge y los pesos de plata rodaban por doquier. Claro que no se compara con las casas palaciegas que don Amado tuvo en la ciudad. Aun así, ubicada en la céntrica calle Dr. Luis Pasteur, la propiedad cuenta con cuatro habitaciones, sala, comedor y cocina con un buen brasero. Tiene dos baños, patio adelante y atrás, amplios como toda la propiedad (de hecho, el patio trasero es un corazón de manzana, con un árbol de moras, un nogal, otro más de naranja agria y dos granadas; hasta tiene un corral con gallinas). Ahora, sólo vienen al Lobo, los fines de semana, más por consideración a doña Josefa (pues son parientes), que por obtener algún beneficio, que ya no lo hay.

Don Eugenio sabe que a la patrona, pronto la van a desalojar del casco de la hacienda, donde se ha refugiado. Mientras eso sucede, los fines de semana, su familia ocupa la casa en que vivieron tantos años. Llegan los viernes por la tarde y el lunes, de madrugada, regresan a la ciudad. Más ahora, cuando don Eugenio compró un automóvil Studebaker, que no lo detiene la terracería ni el lodo, durante el temporal. Cada vez que vienen a la hacienda, doña Josefa los invita a quedarse. Aquí hay mucho espacio, les dice y doña Emma contesta: El niño ya va a entrar a la secundaria, en el Colegio Civil. No puede perder clases, es imposible, prima... nos tenemos que regresar.

Esa noche, el niño, a quién nadie le preguntó el evangelio, no puede quitarse la imagen de los ojos enormes y chispeantes del lobo, ni olvidar la descarga eléctrica que recorrió su columna vertebral, al verlo morir. Apaga el quinqué, cierra los parpados y se le aparecen, los abre y ahí siguen el par de tizones, en la oscuridad de la habitación. Sin duda, espantado, en la cama da vueltas y más vueltas, se enreda en las cobijas, hasta que el cansancio lo vence y le obliga a dormir.

Desde aquel día o noche, para mejor decir, José no volverá a ser el mismo. No sólo porque, con la llegada de la pubertad, cambia su aspecto físico, se le aflauta la voz, aumenta su estatura, el largo de los brazos y en la cara se le pinta un tupido bozo. También, porque cambia su modo de ser, se torna taciturno, solitario y, lo mismo en Querétaro que en la hacienda, desaparece de todos.

En la ciudad, después de asistir a la escuela secundaria del Colegio Civil, que funciona en lo que fue el colegio jesuita de San Francisco Javier, José regresar a casa. En compañía de sus padres, medio come y cuando sus progenitores duermen la siesta, sale a vagar por los alrededores. Parientes, que son muchos, amigos y conocidos, todos, lo ven caminar a paso veloz, por calles adyacentes, buscando las orillas de la población. Lo miran atravesar la Alameda Hidalgo, cruzar los sembradíos de melón y encaminarse a las lomas del Cerro del Cimatario, o tomar rumbo al Tángano, donde está la Cueva del Chicle. Los chiveros lo encuentran al salir por la calle de Francisco I. Madero, hacia los campos de lechuga de Santa María Magdalena y más allá, o por la Hacienda del Jacal, tirando al Pueblito. Los lapidarios y carboneros, después de atravesar el río por el Puente Grande y dejar atrás la estación del ferrocarril, lo ven cruzar el barrio del Tepetate y dirigirse a la antigua garita del camino real a San Luis Potosí, rumbo a las Lomas de San Pablo o hacia el Cerro de Peñuelas. También, otros vecinos lo miran cruzar el Puente de Pathé y caminar por la ribera del río, dejar atrás la Presa de San Isidro, para adentrase en la Cañada de Agua Caliente, hacia las huertas de nogal. Algunas veces, en la misma dirección, va por las vías del ferrocarril, trepa al Cerro de Bolaños o el empinado Cerro de Pathé y desaparece entre nopales, garambullos y algunos de los huizaches, que prosperan en la meseta. Cuando no puede escaparse de la casa, porque tienen visitas de su extensa familia (como tíos y primos) o de algún personaje importante (como el obispo), se esconde bajo las camas, en los grandes roperos o de plano, sube al inmenso territorio de las azoteas, sin dejarse ver.

En la hacienda, hace lo mismo. Nada más llegan, su padre se mete a la oficina, a revisar las cuentas, junto con Evaristo, el único mayordomo que no ha renunciado, y Bulmaro, un madoncito, quien aún le es fiel. Por su parte, la madre se encamina a la cocina, donde platica con Eustolia, la nana de Josécito, como le dice la robusta mujer y la demás gente del servicio, con quienes se entera de los muchos chismes del rancho y la región. El hijo aprovecha el momento y desaparece en el campo. Se le ve por Carboneras, en la Puerta de En medio o por la huerta de Presa de Rayas. Siempre va caminado solo. Los aparceros lo miran por las trojes viejas (quemadas desde la guerra del cura Miguel Hidalgo), en los corrales vacíos de Alfajayucan. Los vaqueros, en las mesas de arriba, en Trigos y en Las Calabazas, lejos de la hacienda. Él rehúye de todos, apenas si saluda y sigue su camino. En algunas ocasiones, no regresa a cenar.

Doña Emma, quien es una mujer queretana, católica, de buena familia, inteligente y educada por las Hijas de María Inmaculada de Guadalupe, advierte el cambio en la conducta de su hijo. En ocasiones, le pregunta, ¿a dónde has estado? o comenta, mira cómo vienes, todo enterregado. Él contesta en un tono agresivo, Salí a caminar, no me molestes, da la media vuelta y la deja hablando sola. Caminar no es pecado, piensa la mujer y con ello se explica que, a cada rato, el púber necesita zapatos nuevos y la ropa tan sucia, con la que regresa de sus largos recorridos. Lo demás, lo atribuye a cuestiones de la edad y se desentiende del chamaco.

Todo parece ir bien, hasta que una tarde de julio, en la cocina de la hacienda y en medio de un aguacero torrencial, cambian las cosas y se ven en su justa dimensión. Doña Emma y la nana se encuentran a solas, frente a una olla con frijoles que humea sobre el enorme brasero y Eustolia pregunta: ¿Cómo está Josécito? La madre le contesta, Está creciendo muy rápido y agrega, con un mal disimulado orgullo, Estoy muy contenta, ya va a la secundaria y, en un par de años más, entrará al bachillerato. Con evidente nerviosismo, Eustolia le manifiesta, La verdad, patrona, yo lo miro flaco… desmejorado y en forma por demás imprevista, suelta el llanto. Doña Emma se asusta ¿Tola, qué te pasa? Pero la nana está incontrolable y por más que le da consuelo, no puede hablar. Doña Emma está a punto de pedir auxilio, cuando la mujer respira profundo y al fin, en voz baja y entre cortada, articula estas palabras: No me lo tome a mal, patrona… pero... Josécito está enlunado. De sopetón, entre esporádicos hipeos, le cuenta, lo que (en el pueblo y en los ranchos de los alrededores) todos saben. Así, la informa como, en las noches de plenilunio, cuando el niño sale al campo, lo han visto correr despavorido entre las milpas, quitarse la ropa y salir aullando, rumbo al cerro del Pinal, convertido en lobo. Completa su dicho con que, primero, desparecieron algunas gallinas y anoche, se llevó un chivito tierno. Bajó hasta el pueblo y lo sacó del corral. Los hombres están alborotados, dispuestos a matar a la fiera y ya organizan una partida para cazarlo. Ay, patrona, mi niño está en peligro, concluye la nana. La madre angustiada (aunque no lo deja ver) le pregunta, ¿Es verdad lo que me dices? Eustolia asiente con la cabeza, hace la señal de la cruz con los dedos de la mano derecha y, llevándolos a la boca, asegura: Por el Santo Cristo de Atongo... Dios sabe que digo la verdad y besa la cruz. La robusta mujer se le acerca al oído y murmura: Yo se quien lo puede ayudar, don Nacho sabe mucho de eso... Así que le da el santo, las señas y dónde lo puede encontrar. Doña Emma la apercibe, No debes hablar sobre este asunto, con nadie ¿Me escuchas, Tola? Con nadie... Eustolia sabe callar.

Y se queman los frijoles.


Se recibe cascajo: profedela007@hotmail.com

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