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Yo sólo quiero un beso

 

 

   –¡Papi! –gritó la pequeña Lucía alcanzando a su padre en la puerta de la casa después de que él hubiera discutido con su esposa en la cocina por temas de dinero.

   –¿Qué quieres hija? –preguntó presintiendo que le harían un encargo.

   –Yo sólo quiero un beso –respondió la pequeña con una sonrisa tiernísima que provocó que el padre se hincara y se lo diera mientras le acariciaba el rubio cabello.

   Salió de la casa con su matrimonio pendiendo de un hilo. Comenzó a manejar con la decepción tatuada en la frente aunque con el recuerdo de la frase desinteresada de su hija. Alrededor de quince minutos después, se detuvo en un semáforo. Miró la foto de su hija en su cartera. No quería perderla a causa un probable divorcio. Cambió la estación del radio para escuchar algo más digerible mientras el cementerio de autos amenazaba con un nuevo infierno. Cuando comenzaba a hartarse de mirar tanto a los niños de la familia de enfrente pelear a través del parabrisas, le tocaron en la ventana. Volteó y miró una pistola negra que le apuntaba directamente al rostro. Regresó la mirada a los dos niños peleoneros esperando que su padre le llamara a un policía. Que curiosa era la vida, ahora les suplicaba con los pensamientos a los niños que lo salvaran del peligro inminente. Bajó la ventanilla y el frío metal se pegó a su sien. Pensó en su hija.

   –¿Qué quieres?

   –La cartera, el celular y el reloj. No quiero sorpresas pendejo.

   Al entregarle la cartera, el segundo asaltante miró la identificación laboral y se acercó al oído de quien apuntaba con el arma.

   –Es el Director de la empresa de refrescos.

   Todo se había entregado y la frustración le inundaba el pensamiento. Cómo era posible que nadie le ayudara, que decenas de pares de ojos estuvieran atestiguando su desgracia y los asaltantes hasta se tomaran su tiempo para saber más de su víctima.

   –Vas a orillarte en aquella parada de camiones o te rociamos de plomo cabrón.

   –Pero que quieren, ¡ya les di todo!

   –¡Te estoy ordenando que lo hagas!

   –El segundo asaltante también le apuntó en el rostro y como pudo logró salirse del camino hacia la parada. Ya alejados y sin tanta gente mirando, ambos se subieron en el auto. Le ordenaron seguir por callejuelas hasta que estuvieron lejos del lugar de los hechos. Cuarenta y cinco minutos después, Juan estaba atado dentro de una bodega llorando a mares. Entró uno de ellos y se le quedó mirando.

   –Marica.

   –¿Qué quieren?

   –Dinero, ¿cuál es el teléfono de tu esposa?

   Se los proporcionó no sin antes decirles que no era un hombre rico, solamente tenía un buen puesto que pagaba la hipoteca, las colegiaturas y las vacaciones. A los asaltantes dicha información no los detuvo y comenzaron con las negociaciones, mismas que se entorpecían frecuentemente. A la semana y media del cautiverio, una tercera persona entró con guantes de látex en ambas manos. Juan presentía algo terrible.

   –¿Qué quieres?

   –¡Que tu familia nos pague! –respondió mientras comenzaba a cortarle el dedo índice. El grito de sufrimiento rebotaba por toda la bodega cual película de terror.

   –A las tres semanas, ya sin un dedo en ambas manos, notó que sus captores comenzaban a mudarse de zona.

   –¡Qué quieres! –gritaba cuando notaba una conducta distinta.

   –¡Que tu familia nos pague! –le respondieron mientras le diseccionaban la oreja derecha mientras comenzaba a perder la esperanza de vivir.

   –Lucía me necesita, tengo que salir de aquí –pensó.

   La familia de Juan erraba la estrategia ya que aunque estaban haciendo todo lo posible por juntar el dinero, querían detener a los secuestradores en el mismo momento del pago. Lo único que conseguían con sus demoras, era que Juan perdiera partes de su cuerpo.

   –¡Qué quieres! –Gritó cuando comenzaron a desvestirlo sin intenciones de bañarlo.

   –¡Que tu familia nos pague! –le respondieron ya cuando habían pasado tres meses de cautiverio.

   –Mira cabrón, ese que ves en la esquina es homosexual y ha venido aquí a tener una fiesta contigo. Cuando acaben, voy a ponerte en la bocina a tu mujer para que le expliques todo lo que te ha ocurrido por no mandar el dinero.

   –Lo que siguió fue la pérdida del honor, la vergüenza y desesperanza. Juan había sido violado y mutilado. Anhelaba que lo mataran pero Lucía lo necesitaba. Le pusieron la bocina en la única oreja que tenía completa y con un chisguete de voz reconoció todo:

   –Mi amor, sácame de aquí. Me han violado, cortado partes de mi…

   –¡Juan! ¡No sigas! ¡Ya tenemos el dinero mi amor! ¡Diles eso!  

   El rescate finalmente se había pagado. Subieron a Juan a una camioneta vieja y condujeron hasta una calle transitada. Lo bajaron a empujones con doscientos pesos en las bolsas rotas de sus pantalones. Miró la luz y cayó a la banqueta dándose por vencido ante la vida. Ya no podía seguir luchando más. El dependiente de una tienda lo recogió y lo pasó a un cuarto trasero desde donde se pidió el taxi. Juan recorrió la ciudad desconsolado y acostado en el sillón del vehículo. Miró sus dos manos incompletas, tocó el lugar donde alguna vez debió estar su oreja derecha y recordó la fiesta privada de la que fue objeto. Odiaba su vida y la vida de todos los demás. Había descubierto el poco sentido que tenía ser parte de la decadencia del planeta al que desgraciadamente pertenecía.

   Llegó como pudo a su casa. Los gritos de felicidad y de angustia no se dejaron esperar. Lo acostaron, le apagaron la luz y lo dejaron descansar hasta que llegara la ambulancia. Sin embargo, una persona desafió la privacidad de Juan, abrió la puerta y en la oscuridad caminó hasta el borde de la cama.

   –¿Qué quieres Lucía?

   –¡Yo solo quiero un beso!

   Juan la abrazó como pudo recuperando la fe y la esperanza en el ser humano. 

 

 

  

 

 

 

 

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