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Volare.

 

 

                           Tránsito

 

Enloquecido

                  he sido

en lo que sí

                  he sido

                                    he enloquecido

enloquecí

                  si, si

                           enloquecí

                                             do, do

enloquecí

                  ¡eh!, ¡eh!, enloquecí 

enloquecí

                  que sí, que sí

                                    que sí, que sí, que sí

enloquecí

                  do, si

                           si ¿doooooooooo...?

                                             do ¿siiiiiiiiiiiiiiiiiiii...?

 

 

 

Con la mano en la cintura, don J. Esperanza Troncoso posee la edad suficiente para completar hasta varios almanaques semíticos.

         "Fue carpintero, ahora bailarín de danzón", inventaron los vecinos desde que lo han visto ejercer, aun por horas, vaivenes armónicos sobre un solo ladrillo.

         --¡Ya casi vuela, don Pera! --le gritan al paso.

         Pero el agente de tránsito fue humanitario cuando lo vio venir, o más bien, cuando se cansó de verlo venir mientras el semáforo cambiaba infinitamente y se acercaba la infalible hora-pico.

         A pleno silbato, el agente dirigía, aguijoneado por el sol de mayo, sobre un solo pie en perfecto equilibrio giratorio y los brazos en bandera desplegada, las caravanas de transeúntes, que se alternaban con la velocidad motora del boulevard.

       Constituía don Pera un caso singular, imposible compararlo con los hombres o mujeres que cruzan como autómatas, o con el bullicio de las escuelas completas, o con los diversos, y a veces atléticos, minusválidos.

       Se auspiciaba de un andador-carriola de aluminio.

       La posición encorvada le dificultaba atender señales mundanas o astronómicas.

       No oía y siempre salía solo porque sus familiares alegaban que podían dejarlo en el cruce de dos calles, irse a cursar una maestría, redactar la voluminosa tesis, diplomarse, y luego pasar por él al mismo sitio.

       Desesperado el agente hizo una señal para que no se fuera a cruzar de manera imprudente, pero don Pera ni siquiera se dio cuenta, pues mientras el semáforo saltaba repetidas veces por todo el arco iris, él no lograba acercarse a la orilla de la banqueta.

    Usando autoridad, artificios y decisión, el agente detuvo al unísono, como hábil director de orquesta, hasta el último timbal de gasolina.

     Hubo desconcierto, ya que desde lejanos vehículos no se alcanzaba a ver lo que pasaba, o más bien, en este caso, lo que no pasaba.

     Estaba convertido el agente en león enjaulado, de garras abiertas casi hasta reventar, lanzando consignas protectoras, mientras don Pera no lograba aún bajar el primer pie.

    Su andador-carriola parecía clavado al piso, o ser un objeto de ilusión óptica, cuya velocidad excesiva produjera el efecto inesperado de la inmovilidad.

  Algunos conductores apagaron máquinas, salieron a arreglar asuntos urgentes o a contemplar a don Pera incansablemente.

    Se cuenta de una mujer joven que desempacó su lap top y por correo electrónico conversó con un extranjero, con el que se encontró y contrajo matrimonio, teniendo larga descendencia.

     En un camión de mudanzas se instalaron los cargadores a ver los partidos de las grandes ligas.

    Los taxistas siguieron por la radio el acontecer de aviones estrellados en jorobas de cristal, supieron de elecciones y declaraciones de guerra.

     Salieron alumnos de kinder, primaria, secundaria.

     Algunos se comieron la torta antes y después del recreo.

     Se decidía la hora para el fin del mundo y don Pera no pasaba del primer cuadro.

 

De pronto el agente recibió un mensaje satelital, seguramente para que diera fluidez al tráfico, pues cambió rápidamente de ubicación, sacó un pañuelo rojo e indicó las maniobras para el descongestionamiento.

     En ocasiones dio indicaciones contra semáforo, desplazando los autos cuidadosamente por atrás de don Pera, al que cubría con su propio cuerpo.

     Poco a poco se despejó la calle, acercándose todo a la normalidad, y hasta don Pera estaba alcanzando la banqueta, ayudado por personas ya fastidiadas de verlo como estatua viviente.

      En ese momento se vio venir un cortejo fúnebre.

    Don Pera ahí sí se irguió, reconociendo el excelente féretro que él mismo labró en madera de caoba en su antigua ebanistería, cuando tenía destreza visual y motricidad virtuosa.

      Distinguió a sus cuatro hijos soportando aquel peso, a su esposa tras ellos, a sus amantes viuda Ricki y lady Roma, a compañeros del gremio y a vecinos inconfundibles, que parecían haberse puesto de acuerdo en no reconocerlo.

     Al terminar de pasar el cortejo, el agente volteó hacia la banqueta, y al descubrir abandonado el andador-carriola, buscó hacia todas direcciones con aguda mirada a don Pera.

      No lo vio por ningún lado, por lo que solamente atinó a exclamar:

       --Viejo mañoso, tanto desorden que provocó para luego desaparecer volando. 

 

 

*Los cuentos “Leyenda de Joseph Martin's”, “Volare” y “Sentimiento los ojos” están incluidos en el libro Lorenzo Bitácora, Querétaro, colección Peces Voladores núm. 20, Fondo Editorial de Querétaro, Instituto Queretano de la Cultura y las Artes, 2007.

 

 

 

 

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