Victory!
El ex presidente Guadalupe Victoria se encuentra convaleciendo en una cama del hospital militar del Fuerte de Perote. Acaba de sufrir otro ataque epiléptico que lo ha dejado extenuado. Últimamente han arreciado las convulsiones que acompañan a este mal con el que Victoria ha tenido que lidiar desde su juventud. Pero no es la única causa que ha deteriorado su salud. La debilidad general del cuerpo también se debe al rebrote de fiebre amarilla que contrajo mientras vivía oculto en la selva veracruzana. El tono amarillento de su piel y la dificultad para orinar son señales inequívocas de la presencia de la enfermedad. El médico que lo asiste, que es el doctor García Zepeda, no sabe si Victoria alcanzará a ver la primavera de ese año de 1843.
Apostada junto a la cama, María Antonieta Bretón y Velázquez, esposa del enfermo, se dedica noche y día a brindarle todo tipo de atenciones. Ha colocado un trapo húmedo sobre la frente de su marido, por la que no deja de brotar el sudor que se le escurre por el rostro demacrado. La cabeza del paciente es una bola de fuego que arde a 40 grados centígrados. María Antonieta la toma suavemente y la levanta un poco. Luego le acerca a los labios un brebaje terapéutico para que Victoria lo beba.
–Anda, Guadalupe, prueba esto, te hará bien –suplica enternecida.
–¿Guadalupe? –pregunta Victoria, extrañado, desviando de su boca el pocillo con la pócima–. ¿Quién es Guadalupe?
Debido a las altas fiebres que lo atosigan, según ha observado el doctor García Zepeda, el primer presidente del México independiente cae a menudo en episodios de desmemoria en los que no es raro que confunda y olvide nombres y personas. Eso lo tiene muy claro María Antonieta.
–¿Que quién es Guadalupe? –revira la esposa–. Guadalupe Victoria, el héroe de la Independencia. Tú eres el gran Guadalupe Victoria.
–¿Por qué me mientes, corazón? –reclama angustiado Victoria–. ¿Intentas volverme loco? ¿Acaso me ves vestido con faldas para llamarme como a una mujer? No seas ingrata, María Antonieta, ten compasión de un moribundo.
–Ese es el nombre que tú elegiste, ¿no lo recuerdas?
–¡Mientes de nuevo! –protesta Victoria–. Mi nombre es José Miguel Ramón Adaucto Fernández Félix, natural de la villa de Tamazula.
–No te agites, Guadalupe, te hace daño. Será mejor que duermas un poco. Voy a cubrir la ventana para que la luz de la tarde no lastime tus ojos.
Guadalupe Victoria queda en penumbras, sumido en la camucha de hospital. De afuera llegan, apenas perceptibles, el trino de los tordos y unos ladridos lejanos. Poco a poco se apacigua su mente, se aclara. En la oscuridad del cuarto sus ojos abiertos no ven nada, sólo los recuerdos que empiezan a fugarse como prisioneros de su celda.
El 25 de noviembre de 1812, el ejército insurgente comandado por el cura José María Morelos llega a las afueras de la ciudad de Oaxaca. Está decidido a tomar la plaza que es defendida por las tropas realistas. Si logran hacerlo, podrán dominar un vasto territorio de la Nueva España, desde Colima hasta Guatemala. El capitán José Miguel Ramón Adaucto Fernández Félix recibe el encargo del propio Morelos de encabezar un contingente de dragones para asaltar el fortín que se encuentra frente a la iglesia de Guadalupe.
La batalla comienza. José Miguel y sus dragones son repelidos a cañonazos. Además, para poder tomar el fortín es necesario atravesar el río Jalatlaco. Los realistas han levantado el puente levadizo que le pasa por encima. Así es imposible alcanzar las posiciones enemigas. Cunde el desánimo entre las tropas de José Miguel. Tal vez sea mejor desistir del ataque. Eso piensa la mayoría de los insurgentes comprometidos con el asalto cuando de pronto observan, atónitos, que su líder enloquece. Luego de encomendarse a la Virgen de Guadalupe, de quien es un devoto irredento, José Miguel grita a todo pulmón:
–¡Va mi espada en prenda, voy por ella!
Enseguida arroja la espada hacia el otro lado del río y, pese a que no sabe nadar, avanza en la corriente hasta que ésta se convierte en fango y logra cruzar el obstáculo que parecía infranqueable. Después, con esa espada de empuñadura de plata que le obsequió Hermenegildo Galeana durante el sitio de Cuautla, corta las amarras que mantenían sujeto el puente levadizo. Sus dragones, entonces, atraviesan el río Jalatlaco y toman el fortín. Así empieza la debacle de los realistas que pronto entregan la ciudad de Oaxaca. Horas más tarde, emocionados por la victoria obtenida, los insurgentes se reúnen con Morelos frente a la catedral.
–¡Que viva el ejército insurgente! –arenga un sargento–. ¡Que viva don José María Morelos y Pavón!
Todos lo secundan. Se escuchan los emotivos ¡vivas! mientras las campanas de Santo Domingo y El Carmen repiquetean de pura felicidad.
–Compañeros –irrumpe entusiasmado José Miguel-, el día de hoy se ha inflamado en mí la causa independentista. A partir de este día no quiero que me llamen más José Miguel, ni Ramón Adaucto, ni Fernández Félix. A partir de este día les pido que me llamen Guadalupe Victoria.
Las palabras del ahora Guadalupe Victoria desconciertan a sus compañeros. No saben si habla en serio. Algunas risas se escuchan entre el grupo. El capitán insurgente Manuel Mier y Terán, viejo rival de Victoria desde que eran estudiantes en la capital del virreinato, no pierde la ocasión para soltar el escarnio.
–Pues si nuestro amigo Fernández Félix quiere llamarse de ese modo –se expresa burlón–, yo me pondré por nombre a partir de hoy… Américo Triunfo.
Ahora sí, las carcajadas retumban hasta en los nichos de la catedral. Victoria se sonroja, abrumado por la reacción de los demás. Piensa que quizá les debe decir, aunque no sea cierto, que le ganó la vanidad, o la alegría momentánea por haber sometido a los realistas, o a la mejor que sólo intentaba ponerle un poco de chispa al desenlace victorioso. Pero se mantiene firme en su decisión.
–Esto no es cosa de risa, compañeros –sentencia convencido–. No les voy a pedir; les voy a exigir que de ahora en adelante se dirijan a mí como Guadalupe Victoria. Y quien no lo haga así, no recibirá de mi parte atención alguna y tan sólo cosechará mi desprecio.
Las risas se cortan de tajo. Casi todas. Por allá se deslizan algunas, todavía, como culebritas de agua dulce. Entonces, el generalísimo Morelos da un paso al frente. Está contento por el logro conquistado. Le gusta departir con sus esforzados combatientes, comparte sus guasas. Mas ahora su semblante, risueño hace unos segundos, se torna solemne. Todos guardan silencio para escucharlo.
–Este joven, Guadalupe Victoria –dice mientras lo señala–, ha dado muestras de un arrojo envidiable. Es ya un ejemplo para muchos insurgentes de mayor edad y experiencia que, sin embargo, se amedrentan ante los embates enemigos. Y en reconocimiento a ese valor demostrado, he decidido ascenderlo de rango. Por lo mismo, a partir de hoy, deben reconocerlo como el coronel Guadalupe Victoria.
A oscuras, una sonrisa se dibuja en el rostro de Victoria debido al recuerdo recuperado. La calentura cede, por el momento. El enfermo por fin descansa y se abandona en los brazos de Morfeo, acurrucado en esa maloliente cama de hospital que ahora se convierte en una balsa para surcar el mundo de los sueños. Duerme –o tal vez navega- sin sobresaltos toda la noche; María Antonieta, anclada a su lado, lo atestigua.
Amanece el 20 de marzo de 1843. Conforme se alza el sol, la temperatura se incrementa en el poblado de Perote. Y en el cuerpo de Guadalupe Victoria también. La fiebre regresa, indomable. María Antonieta aplica nuevas compresas humedecidas con agua fría en la frente de su esposo. Le da a probar unos trozos de manzana y pedazos de pollo desmenuzado remojados en caldo. Introduce los alimentos en la reacia boca de Victoria, auxiliada por una cuchara. Acompaña el desayuno con las infusiones de yerbas medicinales que ha prescrito el doctor García Zepeda. Victoria las sorbe a regañadientes.
–Con esto te sentirás mejor, Guadalupe –promete esperanzada.
–¡Guadalupe! –reacciona Victoria–. ¡Guadalupe Victoria! Ese es mi nombre y no otro. Así me lo confirmó el generalísimo Morelos en Oaxaca. ¡Qué orgullo!
Las palabras de Victoria reaniman a su mujer, con quien Guadalupe contrajo nupcias apenas 15 meses antes, a los 55 años de edad. Pero ese ánimo revaluado en el fuero de María Antonieta es efímero. El ex coronel insurgente, perlada su cabeza de sudor como si fuera una fruta que alguien exprime, empieza a soltar incongruencias.
–Has de saber, querida mía –afirma Victoria, ensimismado–, que yo estuve en la defensa de Tenochtitlan. Blandí mi maquahuitl, rebanando con sus filosas obsidianas los pescuezos de los invasores, encajándoselos en el pecho o en la espalda o en cualquier porción de carne de esos bastardos para defender a los genios de Moctezuma, Caltzonzin, Quautimozin y Xicoténcatl.
Como había advertido el doctor García Zepeda, la terrible fiebre de que es presa el enfermo también le puede producir severas alucinaciones. Y ahora María Antonieta lo constata. Y estas alucinaciones, o recuerdos ficticios, como dijo el galeno, bien podrían mezclarse con recuerdos verdaderos. A lo largo del 20 de marzo, el último día del invierno de 1843, y el penúltimo de su vida, Victoria da muestras de esta trágica suposición. ¿Predice su muerte inminente? ¿Lo que argumenta son mensajes ocultos destinados a la posteridad? ¿Alguien podrá descifrarlos? Pero, ¿quién podrá hacerlo?, si sólo María Antonieta, espantada por lo que escucha, es el único receptáculo de las palabras del moribundo.
–Pero, Guadalupe –rebate intranquila la mujer-, tú no pudiste defender Tenochtitlan. ¡Eso sucedió hace más de trescientos años!
–¡Claro que lo hice! –repone el héroe enardecido de fiebre y patriotismo–. Luché sin tregua para sacar de nuestra nación a los conquistadores españoles. Primero al lado de los aztecas en el islote mexica. Y después junto a Morelos en Cuautla, Oaxaca, Acapulco y Valladolid. A veces ganamos y a veces perdimos. Pero al final los expulsamos por obra y gracia de nuestra sagrada patrona, la santísima Virgen de Guadalupe, señora Tonantzin.
Las horas transcurren aciagas en el hospital militar del Fuerte de Perote. Hay momentos en los que Guadalupe Victoria entra en una especie de remanso y parece descansar. Pero son los menos. La mayoría del tiempo se avivan las visones inquietantes; no deja de describirlas, voz en cuello. Así, María Antonieta escucha, por boca de Victoria, que su esposo llevó la guerra de Independencia a tierras veracruzanas. Que tomó el puerto de Boquilla de Piedra y se fortificó en Puente del Rey. Que a finales de 1815 se enteró del fusilamiento de Morelos. Que mandó construir una flotilla para impedir que los realistas se abastecieran de provisiones y armamento llegados por mar. Que se alió con filibusteros ingleses para hundir naves españolas. Que le mandaron de Nueva Orleans un arsenal de guerra. Que intercambió cartas con Francisco Javier Mina para coordinar la lucha armada, convertida ya en guerra de guerrillas. Que asedió las ciudades de Misantla, Córdoba y Orizaba, convenciendo a los soldados realistas de que se unieran a la causa insurgente. Que en Huatusco fue nombrado lugarteniente general. Que tomó la ciudad de Xalapa donde emitió una proclama que después serviría de base para que Iturbide, su acérrimo enemigo, redactara el Plan de Iguala. Que atacó la litera en la que se transportaba el virrey Apodaca en su viaje de Veracruz a la capital, pero que le perdonó la vida. Que a partir de 1818 se vio obligado a mantenerse oculto en la selva veracruzana, refugiándose en cavernas, alimentándose de lagartijas y pedazos de cuero. Que por eso el militar realista Antonio López de Santa Anna le atestó el mote de “General Cuevitas”. Que todo esto lo afrontó a pesar de la incomodidad que representaban para él los ataques epilépticos que sufría y el hecho de que renqueaba de la pierna derecha por tenerla más corta que la izquierda y por haber recibido ahí una herida durante el sitio de Cuautla.
Ante la precipitación de recuerdos, de esas visiones vívidas, aunque no todas lúcidas, María Antonieta no atina a saber cuáles son verídicas y cuáles no. Lo único que sabe es que su marido agoniza. Manda llamar al doctor García Zepeda para que lo auxilie en lo que pueda durante los momentos finales. Hacia la noche es traído un sacerdote para que le dispense los santos óleos. Todavía en la madrugada del 21 de marzo, Guadalupe Victoria habla de su intervención para negociar la entrega del fuerte de San Juan de Ulúa, que era el último reducto de la corona española en tierras mexicanas. Luego se pone a llorar. Lo invade un sentimiento inigualable, descomunal.
–Tras la caída del imperio de Iturbide –relata emocionado, incontrito, orgullosísimo, ahogado en sollozos-, el Congreso Nacional votó por mí para convertirme en el primer presidente constitucional de México el 2 de octubre de 1824. Jamás olvidaré esa fecha.
Ahora han pasado más de 38 años desde entonces. México, la patria que Victoria ayudó a emanciparse, es codiciada por naciones extranjeras. Ya le han arrebatado los yanquis el territorio de Texas. Y van por más, como lo intuye el ex general “Cuevitas”. Cuando amanece el primer día de primavera de 1843, Guadalupe Victoria, a punto de morir, dicta su última voluntad:
–Quiero que mi cuerpo sea desmembrado y repartido por el territorio de mi amado país –dice apenas de manera audible, antes de expirar.
Horas más tarde, con la venia de María Antonieta, el doctor García Zepeda pone manos a la obra para honrar la postrer decisión de Guadalupe Victoria. Despedaza el cuerpo del cadáver. Le extirpa las tripas. Las coloca en grandes vitroleros llenos de vino y aguardiente para que perduren. Luego los manda hacia diferentes plazas de la república. En el Fuerte de Perote quedan dos. En uno de ellos reposa, sumergido, el corazón del prócer. En el otro, el bazo y el hígado quedan juntos, bañados por el alcohol.
Cuatro años después, en 1847, los norteamericanos invaden México, como bien sospechaba Guadalupe Victoria. Desembarcan en Veracruz. Durante su avanzada hacia la capital conquistan el Fuerte de Perote. Un grupo de invasores, cansados, hambrientos y deshidratados, descubren aquellos vitroleros sobre un pedestal. No entienden lo que dice en la placa colocada en la parte inferior. No les interesa. Los soldados yanquis se abalanzan hacia ellos como beduinos en el desierto en pos del oasis, atormentados por la sed. Al grito de Victory!, arrebatándose la boca de los contenedores, beben desesperados esos jugos, ese apetitoso líquido que en realidad conserva las vísceras del caudillo. Poco a poco van cayendo muertos, envenenados, tragándose su Victoria.
(Cuento publicado en el número 26 de la revista “Separata”, Agosto de 2011)
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