Un partido revolucionario no institucional.
La mañana del 5 de octubre de 1917, el general zapatista Gildardo Magaña cabalgaba al frente de sus tropas. Eran como trescientos hombres que avanzaban de subida por un empinado y boscoso paraje. En su recorrido habían dejado atrás el valle de Cuautla y, ahora, iban en pleno ascenso hacia Tetela del Volcán, un poblado incrustado en las faldas del Popocatépetl, al noreste del estado de Morelos, muy cerca de los límites con Puebla. El propósito de Magaña era acuartelarse en Tetela para, desde ahí, someter a un batallón del ejército carrancista que le disputaba a las huestes de Zapata el control de la región.
Antes de llegar a Tetela, el contingente de Magaña atravesó por un puente a la altura de Ocuituco, que el general hizo volar para entorpecer el acceso a sus enemigos. Después continuó su avance, pasando por Metepec, hasta que finalmente llegó a su destino poco después del mediodía. Una espectacular vista del Popocatépetl, que con su penacho de nieve se erguía imponente al fondo del camino, les dio la bienvenida. Los habitantes del pueblo también los recibieron con hielo, fríamente, recelosos de esas tropas que “quién sabe a qué diantres venían”. Horas antes, apercibidos de la inminente llegada de los zapatistas, todo hombre que tenía madre, esposa o hija, había escondido a las mujeres de su familia, soterrándolas en la profundidad de los pozos de la comarca. Sólo ahí, en el hondo recinto del pozo, ellas estarían a salvo de los primitivos instintos de esos desconocidos que llegaban en bola con “sabe Dios qué perversas intenciones”.
El general Magaña se entrevistó con Heriberto Reyes, la máxima autoridad del pueblo. Convinieron en que las tropas ocuparían, a manera de cuartel, el viejo convento dominico de San Juan Bautista, construido en el siglo XVI. El edificio, de piedra sólida, ofrecía grandes ventajas para los planes de los recién llegados. Era amplio en su interior y, por afuera, una fortaleza insuperable. Asentado en la parte más alta de Tetela, desde el convento se dominaba todo el paisaje, ubicación estratégica para las maniobras militares de ataque y defensa. Además, su alto campanario, como faro de ultramar, permitía a los vigías un campo limpio de visión de 360 grados.
Por la tarde, después de haber dispuesto del convento para acomodar a sus hombres y de organizar su guarnición, el general Magaña ordenó que se confiscaran algunas reses para la comida. A mentadas de madre, mediante amenazas y empujones, los lugareños entregaron sus animales, y hasta se les intimó no sólo para que los destazaran, sino para que también asaran esas carnes que los zapatistas devorarían con devoción. No faltaron en el banquete, improvisado en el atrio del convento, varios toneles de un aguardiente llamado “zacualpan”, confiscados a un comerciante local y que provenían de un poblado cercano que tenía el mismo nombre de aquel elixir. Tampoco faltaron los jarros de pulque recién curado que algunos lambiscones llevaron personalmente con la intención de granjearse la simpatía de los zapatistas para que no los estuvieran molestando.
Atraídos por la comilona, aguijoneados por la curiosidad, detrás de un enorme cedro se apostó una docena de chamacos de entre trece y tal vez quince años de edad. Espiaban a los extraños. Les intrigaba la imagen de esos hombres armados con carabinas, cruzados en sus pechos por carrilleras retacadas de balas. Pero también notaron en los enigmáticos combatientes cierto aire familiar: los sombreros casi todos agujerados y los huaraches carcomidos hasta la planta del pie, destartalados, eran similares a los suyos. Sin duda, los soldados de Zapata en mucho se parecían a los padres y a los abuelos de los jóvenes fisgones: la misma tez tostada y endurecida, los mismos callos, la misma miseria, la misma mirada vidriada por el alcohol. Y ahí estuvieron observándolos un rato, en silencio. Luego, saciada su curiosidad, los muchachos se desentendieron del inédito evento. Almas descosidas, empezaron a jugar con una pelota de trapo, pateándola de aquí para allá, persiguiéndola por todos lados como si fuera la última gallina. Armaron tal algarabía que pronto llamaron la atención de varios subalternos de Magaña, quienes se acercaron para verlos disfrutar de la lúdica ocurrencia.
En menos de una hora, la pelota de trapo también era pateada por un grupo de zapatistas. Animados por el pulque y el “zacualpan”, se habían integrado al borlote. Pronto organizaron, con los chamacos, una partida de aquel juego que aparentemente consistía en corretear la pelota y patearla lo más fuerte o lo más lejos posible. Se dividieron en dos equipos: los muchachos del pueblo contra los visitantes. Catorce de un bando y doce del otro. Un equipo patearía la pelota de norte a sur y el otro en el sentido opuesto. Y así se la pasaron, en un incesante vaivén, jugando sobre un terreno accidentado, sin otro objetivo que el de golpear con los huaraches al esférico amasijo de tela.
El divertimento no pasó desapercibido para el general Gildardo Magaña. A través de sus gafas de miope lo contemplaba a distancia, desde su mesa instalada en el atrio del convento. Lo acompañaban el coronel Elpidio Mendoza, quien era su segundo al mando, y Heriberto Reyes, su anfitrión en Tetela del Volcán. Asaltado por la duda, el general preguntó acerca de ese juego que ya había visto alguna vez pero al que no había prestado atención por considerarlo un pasatiempo de párvulos. El coronel Mendoza, avezado en el asunto, le explicó que se trataba de un nuevo deporte llamado futbol. Que él lo había aprendido a jugar cuando trabajaba cortando caña de azúcar para los ingenios de Zacatepec y Casasano. Que a esos lugares había llegado, hacía pocos años, un grupo de ingenieros ingleses contratados para cambiar los viejos trapiches de los ingenios por unos mucho más modernos, importados de Europa. Y que ahí, al calor de la zafra, arropados por los cañaverales, los ingleses predicaron el juego con sus reglas y entusiasmo. Heriberto Reyes agregó que, en efecto, que de allá provenía el gusto de los muchachos por patear una pelota. Que algunos vecinos, los pocos que tenían la suerte de emplearse en aquellos ingenios, habían llevado el futbol a Tetela junto con los costales de azúcar que, cada ocho meses, cargaban consigo para surtir al pueblo.
El general Magaña decidió entonces intervenir en el juego. A pesar de haber vivido las más crueles experiencias de la guerra, quería probar esa inocente sensación de patear una pelota, aunque fuera de trapo. ¿Se sentiría igual que al patear una cabeza humana? ¿Por qué ese acto banal despertaba intensas pasiones en quienes lo ejecutaban? Antes de que el general se incorporara al escabroso terreno de juego, el coronel Mendoza sacó de su costal de campaña un auténtico balón de cuero formado por ocho gajos alargados bien cosidos. Ahí lo traía porque era un ferviente aficionado al nuevo deporte y pensaba utilizarlo cuando el fragor de la lucha armada le permitiera un respiro. Mendoza se lo entregó al general y se ofreció a mostrarle la técnica inglesa para chutarlo. Ante la mirada expectante de los presentes, salieron del atrio y se acercaron a los jugadores que seguían correteando los jirones de tela que les servían de pelota. Al percatarse de la presencia del general, los primitivos futbolistas interrumpieron el juego. Sin salir de su asombro se arremolinaron en torno a Magaña. No lo podían creer: ¡traía un verdadero balón de cuero! Como en las quinceañeras ansiosas, una fiesta indescriptible se movía en el interior de sus entrañas. Un cosquilleo en constante ebullición recorría las plantas de sus pies. Empezaron a cebar, en secreto, la repentina esperanza de poder patear aquel balón… estaba tan cerca… Pero tuvieron que contenerse. Aquel privilegio correspondía primero al general. Así que se abrieron unos pasos para dejarle el espacio suficiente. El coronel Mendoza le indicó a su jefe que colocara el balón sobre la superficie. Luego, que retrocediera unos cinco metros para tomar impulso. Le aconsejó acerca de la manera en que debía chutarlo: tenía que pegarle en la parte inferior, prácticamente a ras del suelo, pero no con la punta de la bota, sino con el área del empeine. Le sugirió que, para mayor comodidad, se quitara las espuelas, sugerencia que el general no tomó en cuenta. Para esos momentos, todas las tropas del general Magaña se habían volcado sobre la barda del atrio para presenciar el disparo. Incluso los vigías encaramados en el campanario no perdían detalle del inusual acontecimiento. Finalmente el general se enfiló hacia el esférico y, con el cuerpo descompuesto, lo golpeó con un punterazo lo más fuerte que pudo, cayendo de bruces después del impacto. Mas no se amilanó. Como buen militar, no permitiría que su reputación quedara en entredicho. Después de limpiar sus gafas que se habían proyectado contra el suelo, lo volvió a intentar varias veces alentado por las voces entusiastas de sus hombres. Allá, lejos, Heriberto Reyes contemplaba el papelón, regocijándose con los desfiguros del general zapatista.
Mientras Gildardo Magaña perfeccionaba su técnica ovacionado por sus incondicionales, un batallón de carrancistas había entrado a Tetela del Volcán por el oriente, marchando por el camino que llegaba de Hueyapan. En su recorrido iban robando gallinas, implementos de labranza, guajolotes, aguacates, duraznos y todo lo que podían transportar en sus ayates o en sus brazos, incluyendo, por supuesto, botellas de “zacualpan” y ollas rellenas de pulque. Los pueblerinos que trataban de impedirlo eran maltratados con las culatas de los rifles. Sin miramientos se las estrellaban en costillas, abdomen y quijada. Afortunadamente las mujeres ya estaban parapetadas en el fondo de los pozos.
Apenas iniciada su escalada, los nuevos invasores se enteraron de la presencia zapatista en el convento de San Juan Bautista. La noticia la conocieron por boca de don Bernabé, un anciano al que robaban. Y lo dijo no sólo para que los carrancistas lo dejaran en paz. También lo hizo con la intención de que se fueran a matar con los zapatistas.
Al conocer la inesperada situación, el capitán del ejército constitucionalista, Servando Anzures, organizó rápidamente a su batallón, integrado por tres centenas de soldados. La idea era sorprender a sus enemigos mediante un ataque relámpago. Bajo amenazas subió a don Bernabé en las ancas de su montura para que le sirviera de guía. Los carrancistas avanzaron entonces hacia el convento bifurcándose en dos columnas que después se cerrarían en círculo alrededor de sus adversarios. La estrategia resultó como Anzures lo había planeado. No tanto por la destreza de su gente -que seguía asaltando a cuanto transeúnte se atravesaba-, sino porque los zapatistas, hipnotizados por el espectáculo que les ofrecían el general Magaña y el indomable balón de cuero, no se percataron de la maniobra. Cuando se dieron cuenta, ya estaban rodeados. A una voz de su capitán, los carrancistas empezaron a cerrar el círculo. Desde su caballo, conforme avanzaban, Servando Anzures alcanzó a mirar a Gildardo Magaña pegándole un último chute al esférico balón de los ochos gajos alargados.
De pronto, sin medir las consecuencias, uno de los vigías apostados en la cumbre del campanario abrió fuego contra la masa compacta de carrancistas. Consiguió matar a dos o tres soldados. La respuesta fue inmediata. Varias ráfagas de balas volaron desde todas direcciones hacia las campanas que repiquetearon como nunca con el impacto de los proyectiles. Los cinco centinelas, heridos de muerte, cayeron al vacío para acabarse de morir, estrellándose contra las losas del atrio. Esa fue la señal para que zapatistas y carrancistas se empezaran a disparar a diestra y siniestra. El general Magaña, que había logrado meterse al convento entre la tupida lluvia de balas, se percató de que aquella escaramuza no conduciría a nada. Calculó que las fuerzas estaban niveladas y que la refriega acabaría en un doloroso empate, dado el elevado número de bajas que sufrirían ambos bandos. Un cálculo similar hizo el capitán Anzures, quien observaba el repentino combate atrincherado detrás de una barda de adobe.
Casi al unísono, los enfrentados jefes militares hicieron desplegar sendas banderas blancas para detener la masacre. Al poco rato se dejaron de escuchar balazos. Con un saldo de decenas de muertos y heridos se estableció la tregua. Un emisario de Magaña salió del convento con la encomienda de invitar al capitán Anzures a conferenciar. Tras aceptar la invitación, el carrancista y el zapatista se reunieron a la entrada del atrio. Escoltados por sus hombres de confianza, convinieron en que la contienda se decidiría a patadas. Anzures fue quien lo propuso. Como había visto al general Magaña chutando un balón, se le ocurrió que la manera de resolver la batalla sin derramar más sangre era disputando un partido de futbol. Servando Anzures sabía de lo que hablaba: conocía bien ese juego, lo había practicado desde antes de enrolarse en el ejército constitucionalista; le gustaba. Y a su parecer, muchos de sus soldados lo jugaban muy desenvueltos; los había visto en acción. En cambio, el general Magaña titubeó unos instantes. Pero al mirar que el coronel Mendoza, el del balón de cuero y su segundo de a bordo asentía sin disimulo, seguramente convencido de que lograría parar un equipo ganador, aceptó el reto.
Aunque satisfechos con el trato inicial, quedaban algunos detalles por definir. Acordaron entonces que el equipo derrotado cedería al ganador la plaza y la región en pugna. Que, como no tardaba en caer la noche, el partido se realizaría a las ocho de la mañana del día siguiente. Que era necesario contar con un campo de juego reglamentario. Y que, para evitar que posibles exabruptos o reacciones apasionadas derivaran en un estallido violento por parte de las tropas que presenciarían el encuentro, todas las armas, blancas y de fuego, serían acopiadas y resguardadas por un comisionado neutral. La entrega del armamento se haría lo más pronto posible, con el objeto de prevenir madruguetes indeseados. Al término del partido, las armas serían devueltas al vencedor para garantizar el cabal cumplimiento de los acuerdos. Para tales efectos, nombraron comisionado a Heriberto Reyes. Además, le encargaron la tarea de implementar el terreno de juego.
Heriberto Reyes cumplió con sus encargos más que meticulosamente. Antes del anochecer, apoyado por un grupo de amigos y familiares, guardó todo el armamento que le entregaron. Para ello utilizó media docena de coscomates que servían para almacenar granos y azúcar. Por la parte superior de estos enormes silos panzones hechos de barro, depositó una respetable cantidad de rifles, fusiles, carabinas, pistolas, carrilleras con balas, cuchillos, navajas y hasta machetes. Más tarde, bajo la sombra nocturna, se aprestó a acondicionar la cancha donde se jugaría el partido. Consultó con el coronel Mendoza acerca de las características que debía tener. Y se puso a trabajar toda la noche con su cuadrilla de asistentes. Auxiliados por la luz de unos quinqués, delimitaron la superficie de juego: 100 metros de largo por 80 de ancho. Limpiaron el terreno arrancando yerbas y cardos, tapando los hoyos y las madrigueras, aplanando cordilleras de pequeños montículos. Enseguida pintaron con puñados de cal las líneas de fuera y las de las dos áreas grandes. Después, Reyes se concentró en la parte fundamental de la faena: hacer y colocar las porterías. Aconsejado por su primo Raúl, que era carpintero, se decidió por unos gruesos horcones de pino para los postes, que el propio Raúl tenía en su carpintería. Heriberto los colocó enterrándolos un metro bajo la tierra y dejando dos metros libres de altura sobre la superficie. Para los travesaños escogió un par de inmensas vigas de 10 metros de longitud, con un grosor de casi 20 centímetros por lado. Luego clavó varios cinceles de doble filo sobre los postes, a manera de picas, para que la viga se encajara en ellos al colocarla encima. Más firmes no podían quedar las porterías. Empero, para evitarse sorpresas, amarró los postes a su respectivo travesaño con unas cuerdas de probada resistencia.
Mientras Heriberto Reyes construía la cancha, el general Magaña logró aprenderse las reglas del juego y, asesorado por Mendoza, elaboraba estrategias para ganarlo. En el campamento contrario, el capitán Anzures aleccionaba a los jugadores que había seleccionado de entre sus tropas. Así sorprendió el primer canto del gallo a los combatientes revolucionarios. Y cuando las campanas de San Juan Bautista anunciaron las siete de la mañana, todos salieron en peregrinación hacia el terreno que Heriberto Reyes y sus ayudantes habían preparado para el inédito cotejo, ubicado a unos tres kilómetros al sur del convento. Unos llegaron a caballo y los demás a pie. A la luz del día, la improvisada cancha reveló ciertos inconvenientes en su diseño. Aparte de que la superficie era totalmente de tierra, salpicada de piedras por todos lados, el terreno presentaba un pronunciado desnivel. Los que atacarían de norte a sur lo harían de bajada y los que se defenderían de sur a norte lo harían de subida. Además, a unos cuatro metros detrás de la portería sur, estaba el borde de una escabrosa barranca que tenía como nueve metros de profundidad y acababa en los meandros de un arroyo. Pero ya qué. De todas formas las imperfecciones del terreno los afectarían por igual. Magaña y Anzures, auto nombrados capitanes de su respectivo equipo, consintieron en que así se jugara el partido.
Antes de comenzar, había que decidir a qué conjunto le correspondería hacer el saque inicial y si se podía jugar con botas, con huaraches o descalzos. Respecto del primer punto convinieron en echar un volado. El ganador podría elegir entre sacar primero o en qué mitad de la cancha colocarse para atacar, es decir, si empezaba atacando de bajada o de subida. El volado lo ganó Magaña. Atendiendo a su instinto de estratega militar, optó por escoger su ubicación en la cancha: atacaría primero de subida, anticipando que en el segundo tiempo agarraría a sus contrincantes literalmente de bajada. Por lo tanto, el saque correspondería a los carrancistas, que atacarían de norte a sur. En cuanto al calzado, resolvieron que cada jugador usara lo que le viniera en gana. Los zapatistas no tenían opciones: excepto el general Magaña, todos los demás calzaban huaraches. Y así se sentían a gusto. Pero no sólo les agradaba la comodidad; también discurrieron que volteando las grapas de sus huaraches con las puntas hacia afuera, dispondrían de filosas cuchillas para lastimar al enemigo. En cambio, la mayoría de los carrancistas enfundaba sus pies en duras y pesadas botas. Algunos lo consideraron una ventaja para patear más fuerte; los que no, prefirieron jugar descalzos, incluido, para sorpresa de propios y extraños, el mismísimo capitán Anzures. Los zapatistas ofrecieron jugar con el torso desnudo, evitando así confundirse con sus adversarios que vestirían con sus camisolas color caqui. Ya sólo faltaba saber quién arbitraría el encuentro. Nadie quería, alegando que únicamente los jugadores conocían el reglamento de juego. Así que decidieron jugar sin árbitro, apelando a la honestidad de los contendientes. Para presenciar el partido, las tropas carrancistas se alinearon con todo y caballos en el costado oriental de la cancha; las tropas zapatistas hicieron lo propio en el occidental. Emitiendo gritos de aliento y vivas desgarrados, cada sector del público empezó a vitorear a su equipo. En tanto, las oncenas de cada escuadra se acomodaron en el terreno de acuerdo a planteamientos previamente concebidos. El general Magaña, por ejemplo, cubriría la defensa central, mientras que el capitán Anzures se desempeñaría como volante por la izquierda. Heriberto Reyes se mantenía a una distancia prudente, detrás de la portería norte.
Ahora sí, todo estaba listo para que el balón de cuero, cedido por el general Magaña, comenzara a rodar. El nerviosismo cabalgaba dentro y fuera de la cancha. Cuando se escucharon las campanadas de las ocho de la mañana, por fin arrancó el partido. Las primeras acciones se desarrollaron con torpeza y lentitud, aunque con mucho entusiasmo. A la altura de la media cancha los jugadores luchaban con encono por la posesión del balón; se lo quitaban unos a otros en un incesante vaivén horizontal, sin poderlo proyectar con claridad hacia el frente. Las variables ofensivas eran nulas. El esférico salió varias veces por la línea lateral y los saques de banda se sucedieron repetidamente. En uno de estos saques, el balón le cayó de rebote a un teniente carrancista a quien apodaban “La aplanadora” debido a su gran corpulencia y estatura. Sin pensarlo dos veces mandó un cañonazo de media distancia que cimbró el travesaño de los zapatistas. A bote pronto, embalado en su carrera de bajada, Anzures contrarremató como venía, pero mandó el balón a la barranca. Las hostilidades se interrumpieron en lo que hallaban el esférico, pues a 50 kilómetros a la redonda no había otro de la misma calidad.
Las acciones se reanudaron 15 minutos después con un despeje del portero zapatista. El coronel Mendoza hizo una pésima recepción, provocando que Anzures le robara el balón y se internara a toda velocidad por el centro del campo. Antes de ingresar al área, el general Magaña le salió al paso. Y no se le ocurrió otro recurso para detenerlo que propinarle un tremendo botazo en la pierna de apoyo. Anzures cayó de cara contra la tierra, raspándose el rostro con las piedras que yacían en la superficie. Al carrancista le hirvió toda la sangre. Mientras se levantaba tomó algunas de esas piedras en sus puños y en cuanto estuvo erguido se las lanzó iracundo al general Magaña, fracturándole la nariz, rompiéndole los espejuelos. No se necesitaba más para iniciar otro tipo de batalla. Los ejércitos antagonistas abandonaron sus líneas a los lados del campo y avanzaron sobre la cancha para enfrentarse cuerpo a cuerpo. El combate fue violento, feroz, sanguinario. Algunos se mataban a golpes. Otros sucumbían bajo las patas de los caballos o merced a sus coces alocadas. De uno y otro bando se veían turbas de milicianos linchando a los enemigos inermes, despeñándolos en la barranca o arrastrándolos hasta los postes de su respectiva portería. Ahí, luego de alzarlos como si fueran de trapo, les enredaban una reata en el pescuezo para ahorcarlos en los travesaños. Aquello era un pandemónium.
Entre el caos y la confusión reinantes, se escucharon de pronto unos balazos. Era Heriberto Reyes quien, con el arsenal que le confiaron en custodia, había armado a los habitantes de Tetela del Volcán. Las mujeres salieron de los pozos para empuñar pistolas y carabinas. La cancha quedó rodeada por más de mil quinientos tetelenses pertrechados hasta los dientes. Sin preámbulo alguno abrieron fuego contra los revolucionarios que se andaban matando. Atónitos, carrancistas y zapatistas dejaron de agredirse. Mezclados y en bola, en sus cuacos o a pie, corrieron todos por sus vidas dejando una polvareda inolvidable. En su desaliñada huida, el general Gildardo Magaña y el capitán Servando Anzures galopaban juntos, llevándose su revolución para otro lado. Minutos más tarde la cancha quedó despejada. Montones de cadáveres tapizaban el campo de juego. Reyes confirmó entonces que el partido había terminado. Y advirtió, rozado por el viento fresco de la mañana, bajo el cobalto del cielo, que el marcador final fue de cinco a tres en favor de los zapatistas, a juzgar por el número de cuerpos que colgaban de las porterías.
(Cuento publicado en el número 32 de la revista “Separata”, Marzo de 2012)
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