Un escritor en apuros.
La diferencia entre un escritor y un literato
es una cuestión de sex-appeal.
G.Rex
Atravesé con apuro el ala administrativa de la Universidad Autónoma de Yucatán. Mi andar desesperado levantó sospechas entre los vigilantes de la universidad. No era para más, a mi paso desbandé a unos estudiantes que esperaban su turno en servicios escolares, detuve la conversación de un par de profesores y le hice perder las cuentas a una secretaria que pasaba de los sesenta.
Obviamente me apenaba turbar la ecología universitaria pero en ese momento hubiera estado dispuesto a empujar niños por los balcones, a derribar doctoras jorobadas a codazos. El aire histórico de los corredores estimulaba mi impertinente correteo. Despeinado, oliendo a ropa sucia, apretando un folder contra el pecho. Reflexionando sobre mi aspecto en aquella época hubiera entendido que se me confundiera con un delincuente.
Una propulsión meteórica pilotaba mis nervios, se hacía tarde para la lectura de mi ponencia. Sé que todo esto puede parecer una exageración pero la Universidad Autónoma de Querétaro estaba financiado mis excesos en Yucatán con el único motivo de que yo leyera las catorce páginas del trabajo de investigación literaria que había escrito hace más de cuatro años. Trabajo, que no sobra decir, leía cada que se me presentaba la oportunidad.
La organizadora, una maestra joven y miope me tenía en la mira. Dos noches atrás, después de encontrarme vomitando en el cenicero del hotel me amenazó con pasar un reporte a la dirección. La noche anterior a la lectura de mi ponencia un grupo de estudiantes de literatura nos llevaron a Puerto Progreso. Después de beber y fumar mota en cantidades considerables me decidí a tomar una siesta junto a una lancha negra.
Al día siguiente estaba completamente sólo en la playa. Ese día, por la mañana, el XII Congreso de Estudiantes de Literatura se había vuelto una verdadera aventura. Faltaban dos horas para que se inaugurara la mesa de trabajo número veintitrés: Hipertextos.
Mi ponencia se llamaba Amuleto el montaje de un intermedio: una revisión a la obra de Roberto Bolaño. Marco teórico: Derrida, Landow y Kermode. Quince páginas de hueva.
Tomé un Taxi, pasé al hotel, busqué en mi maleta el fólder amarillo y me apresuré a la Facultad de Humanidades. Después de correr como desesperado di con el auditorio Edmundo Valadez. Un reloj de manecillas dominaba el auditorio, faltaban cinco minutos para que terminara la mesa de trabajo. Ideando una justificación me busqué un lugar entre los asientos. Un muchacho leía su ponencia. Mientras pensaba en cómo hacerme de un lugar en la mesa de ponentes sentí un estremecimiento terrible, el muchacho, que usaba como antifaz su propio trabajo, estaba leyendo mi ponencia.
Seguí escuchando, conocía bien el trabajo, lo había leído en varios congresos. Sin poder creerlo abrí el folder donde guardaba el legajo y caí en cuenta de que había desaparecido. Luego me detuve a escuchar su voz, su timbré me resulto insoportable. No tardé en explicármelo. Su voz era idéntica a la mía. Una vez terminada su lectura los asistentes comenzaron a aplaudir. El muchacho apartó el documento que escondía su identidad. Llevaba un semblante triste y desesperanzado. El muchacho dio un sorbo largo a su botella de agua, juntó las manos en su pecho y siguiendo al público comenzó a aplaudirse.
Me sentí mareado, mi espalda estaba empapada de sudor. Me quedé estudiándolo con desconcierto. Por más que me resistiera era inevitable el terrible pensamiento. El muchacho y yo éramos idénticos. La facha de escritor forajido, los ademanes femeninos, el constante nerviosismo. Una vez terminada la lectura una de las organizadoras clausuró la mesa y todos se fueron retirando del auditorio.
Yo me quedé hundido en mi asiento sin poder explicarme el extraño suceso. No quería levantarme de ahí pero supe que tenía que ir a buscarlo. Salí del auditorio muerto de miedo. Una vez afuera me encontré con varios estudiantes reunidos en círculo comentando libros y procedimientos literarios. Me hice lugar entre la gente y lo vi apoyado contra un barandal. Se fumaba un cigarrillo mirando entristecido al patio. Sentí pena por él. Cuando me acerqué él se dio la vuelta y bajó las escaleras. Lo seguí sin saber que decirle, sin perder de vista su espalda. Una vez cruzado el umbral de la puerta principal, a su paso, con desdén romántico, fue tirando una a una las hojas que componían la ponencia. Yo por mi parte, me fui inclinando a recogerlas. El muchacho caminaba de puntas, yo me esforcé por mantener los talones apoyados en el suelo. Le seguí por toda una avenida hasta que me di cuenta de que se dirigía al hotel donde me hospedaba. Entró al hotel, subió hasta mi habitación, abrió la puerta y entró sin volverla a cerrar. Sin voltear atrás se buscó un lugar entre las sábanas destendidas. Yo preferí sentarme en la orilla de la cama. Nervioso y preocupado, sin saber cómo intervenir, encendí un cigarro y me quedé pensativo hasta que el muchacho comenzó a llorar. Gimoteaba enternecido. Yo supuse que tenía que acompañarlo en su duelo. Conmovido, me acosté junto a él y lo abracé, pero no fue suficiente. El impostor lloraba desconsolado, como un niño, como cuando yo era niño. En algún momento volteó y nuestros rostros se encontraron. Estuvimos en silencio hasta que metió su dedo índice en mi boca. Aproximó su cuerpo y pude sentir como aumentaba su temperatura. Nuestras respiraciones seguían un mismo compás, con la mano desocupada me quitó el cinturón. Pensé en pedirle que se detuviera pero estoy seguro de que no me hubiera hecho el menor caso. Una vez con mi pene entre sus manos comenzó a masturbarme. Sabes Gerardo, me encanta como escribes, dijo antes de desaparecer entre las sábanas.
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