Treinta... menos uno.
Llegaba caminando tranquilamente, a paso lento pero firme. Su figura larga se recortaba en la luz intensa del fondo de los portales de la Plaza de Armas. El hueco del pasillo silueteaba su andar, su expresión seca, casi agria. Se detenía en medio de las mesas del café Marrón. Ahí miraba hacia un lado y hacia otro pensando de qué lado tomaría una mesa. Miraba al cielo consultándole sobre el benigno clima, sobre la conveniencia de sentarse junto al arroyo de la calle o junto a la pared del establecimiento. Esta decisión era crucial, pues pasaría ahí las próximas dos o tres horas trabajando en la que al parecer era su mayor pasión: el periodismo.
Pedía una taza grande de café y desplegaba sobre la mesa el rollo de periódicos que llevaba bajo el brazo. Uno a uno los iba consultando, haciéndoles anotaciones, escribiendo en alguna hoja de papel, quizá corrigiéndoles la plana a los editorialistas, a las imprecisiones de la información impresa. Esto lo deduzco por los gestos que hacía al darle un sorbo al café sin soltar la plana que leía absorto, sin dejar de pensar en lo leído, y en cuanto dejaba la taza, señalaba algo sobre el texto. Ahí estaba, metido en sus páginas, en sus palabras, en sus análisis; serio, concentrado.
Cuando cruzaba por ahí algún conocido, le saludaba con una frase cantadita: ¡Qué país!, y azorado, el periodista echaba un vistazo a quién le hablaba y le respondía con una sonrisa amplia y un brillo en los ojos: ¡Qué país!
Ese era Ezequiel Martínez Ángeles, todo un personaje del periodismo, de la vida pública, política y social de Querétaro, pero sobre todo, una pieza insustituible en Radio Universidad Autónoma de Querétaro. Periodista polémico, que podía estar de acuerdo o en desacuerdo con sus juicios, pero que siempre generaba opinión. Yo lo miraba llegar al café después de haber escuchado su programa de radio. Él no sabía quién era yo, pero yo si sabía quién era él, pues desde que llegué a vivir a esta ciudad, su compañía matutina había sido una constante en mi vida, así como en la de mi familia.
Un día le envié un correo electrónico para contarle que lo escuchaba todas las mañanas en la radio y que lo veía casi todos los días en el café. El horario laboral que yo tenía propiciaba que a veces tuviera que levantarme un poquito (muy) tarde, y eso hacía que no escuchara el programa desde el principio. La sorpresa que me llevé un mal día de esos fue que Ezequiel había leído mi mensaje al aire; yo no lo escuché, pero cada conocido que me encontraba no dejaba de recordármelo con cierta mofa. Ese día entendí dos cosas importantes: 1. Que A micrófono abierto tenía una audiencia mucho muy nutrida. 2. Que yo había hecho el ridículo.
Desde que Ezequiel ya no está presente, la radio dejó de escucharse en mi casa por las mañanas. Yo no he vuelto al café desde entonces. Cuando escucho en mi habitación la música que pasan en el que fuera su horario tengo la sensación de que en cualquier momento va a aparecer su voz. Es una de esas ausencias a las que uno nunca termina de acostumbrarse. Yo, por ejemplo, hace más de quince años que perdí a mi padre y aún espero verle entrar por la puerta de mi casa, de esta casa queretana que él no conoció, pero que seguramente sabrá muy bien cómo llegar.
A treinta años de la primera transmisión de Radio Universidad Autónoma de Querétaro, uno no puede dejar de evocar, de reparar en esa ausencia tan profunda, en ese hueco periodístico tan enorme que muy difícilmente se podrá rellenar. ¡Un café a la salud de don Eze, donde quiera que esté!
Publicado en el suplemento cultural Barroco de Diario de
Querétaro, el domingo 23 de agosto de 2009.
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