Tequita de la buena suerte.
Mañana fría, extremadamente fría. De un frío distinto, de ese que no incomoda. Mañana húmeda tras una noche de lluvia pertinaz, noche de jueves, acogedora. Alborada de modorra entre cobijas suaves y calientes. Mañana que estimula a salir a respirar su aire renovado. Salgo a caminar despacio por los andadores, me detengo frente a la pequeña plaza de Tequisquiapan. Es viernes, casi medio día. El sol se asoma con timidez a ratos, intermitente. Las nubes bajas acarician los contornos de los cerros difuminándose con una luz borrosa, melancólica, pero sonriente.
Aunque el hambre me atosiga, no resisto las ganas de tomar asiento en una banca, hinchar los pulmones y respirar hasta el fondo este aire distinto; un aire que me sabe a libre. Desde la banca de piedra puedo ver el quiosco con su herrería tradicional, puedo ver a las palomas andar con dificultad sobre los adoquines, puedo ver que hay pocos visitantes entre semana. La escasa gente que cruza por la plaza es gente de casa. Se percibe en su manera de andar, con naturalidad y firmeza, con su atuendo rural en un entorno que se resiste a dejar de serlo. En un ambiente donde las mujeres se cubren el cuerpo con rebozo y los hombres llevan sombrero, pero que muy respetuosamente, se descubren la cabeza al pasar frente al templo.
Respiro profundo tres veces más y me encamino a los portales en busca de algo para almorzar. Detengo mi andar en cada uno de los locales de artesanías y curiosidades. Hay toda clase de muebles y adornos; de figurillas, juguetes y dulces. Una anciana está sentada en una de las esquinas vendiendo muñequitas de trapo. Voy acercándome a ella lentamente, con intención de mirar sólo de pasada la mercancía. Estoy a unos cuantos pasos de ella y desde ahí miré sobresalir de entre el montón una linda muñequita de piel rosada, de hermosas trenzas de hilo negro atadas con listones tricolor. Sus ojos redondos, grandes y negros; un triangulito de tela roja hace su nariz y un pedazo más grande de tela roja, cortada en piquito hacia abajo, hace su boquita.
El colorido de su vestimenta llamó mi atención, no es diferente a todas las demás, pero tiene en su bordado un atractivo distinto. No puedo quitarle la vista de encima. Me detengo frente a ella, la tomo entre mis manos. Pregunto a la anciana cuánto cuesta. Ella, amable, me dice que treinta y cinco pesos, pero que me la deja en treinta. Le doy cuarenta. Me sonríe con agradecimiento, santiguándose con el dinero sobre la cara. Regreso a las bancas de la plaza con mi muñeca en brazos.
Apresto la libreta para tomar nota de todo lo que miro. Aliso la página con la palma de la mano, y plasmo en ella la primera línea: Mañana fría, extremadamente fría... En ese instante cae sobre la página una hoja amarilla de tres puntas. Una hoja simétrica arrancada de su árbol por el viento frío. Una hojita simpática de buen augurio. Dejo de escribir, miro al cielo y cierro la libreta. La hojita amarilla de tres puntas se ha quedado ahí donde cayó. Vaya, parece que habrá buena suerte, Tequita. Ah, la llamé Tequita, se me ocurrió de repente, para abreviar tequisquiapencita. Tequita es más corto y suena bien. Bueno, Tequita, hay que ir a almorzar, hoy es día laborable y apenas hay tiempo para regresar a la ciudad.
Publicado en el suplemento cultural Barroco de Diario de
Querétaro el domingo 25 de enero de 2009.
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