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Sueño inaugural.

 

 

Santiago de Querétaro [1987 – 1997]

 

 

 

Sueño inaugural

para emma peón

 

Soñar es un acto inaugural,

un juego de naipes

donde el musgo desempolva una estrella;

un deseo sin rumbo fijo;

un desván lleno de juguetes

donde recobran la paz los días azules,

los días antiguos,

los días felices como barquitos de papel.

 

En el sueño,

como en la hierba más alta y hospitalaria,

el recuerdo tritura los dedos del infinito

y la tarde oye los pasos del viento que bate los postigos.

 

Arriban a la plaza colibríes ebrios de gozo;

raptan princesas núbiles los astros confusos.

 

Cuando un ángel sueña,

sabe que el viento pone su sueño en cama blanda.

 

Cuando un ángel se duerme

para pensar en ti

(que lo inventas con la mirada)

nada nos atormenta,

ni la furia de lo cotidiano,

ni el diluvio del terror,

ni la muerte desatada en oscuras calles,

ni la felicidad

como una plegaria atorada en la garganta de la tarde.

 

Nada ha de perturbar lo que la luna sueña,

ni el secuestro del tiempo,

ni la tormenta que acecha en la duda,

ni el silencio que la tenaz mirada deshoja.

 

Un ángel sueña con el crepúsculo.

Nada detiene ese paraíso a manos llenas

que se ha puesto a pensar

en ti.

 
 
 
 
 
No navegamos el río

 

El tiempo es una máquina invisible

que no cesa de triturarnos,

engranaje que se devora a sí mismo.

 

Los minutos son esquirlas de nuestro miedo

y los segundos carne molida de nuestras almas.

 

No navegamos el río; estamos solitarios,

indefensos, virtuales estatuas superpuestas,

árboles muertos de una ciudad

que vive esplendor y ruina al mismo tiempo.

 

No podemos huir sin permanecer fieles

a la servidumbre de nuestras alas impotentes.

 

La memoria busca refugio en un fondo cenagoso,

como un pez esquivo, como una moneda de oro,

como una carta de amor olvidada:

barco encallado, canción triste sitiada en el  desierto.

Como el humo de un cigarro, la memoria toma la forma de la nada.

 
 
 
 
 
Las barbas de Vidamarga

 

El tedio untuoso del ocaso, el sol de agua

que un mosco agita en el espejo claro del lebrillo

y el humo alado de sus cigarros alas

miran a mi abuelo encorvado,

delantal vencido por el peso,

como una esfinge de papel de china

que bebe la sombra del paso del tiempo.

Pero es su mirada el papalote.

Sus barbas: tristes trigales fatigados,

campos de heno, distancias de nada,

sabor hueco de manzana mordida apenas.

Menuda yerba dorada,

entremezclada de blando y güero,

enmarca sus ojos grises, de zapatero,

zapatero a tus zapatos, Papapancho Vidamarga.

Ojos que miran por encima de sus gafas

¾discos de agua limpia y sueños.

Grises, con el gris de cielo del océano,

de la tarde que se cierne sobre el cerro,

los ojos de mi abuelo, Papapancho Vidamarga.

Afanosas, buscándole la forma al cuero,

sus manos con la chaveta van y vienen

por el humo extraño del recuerdo.

Ásperas como el gusto del café,

tiesas, crecidas a medias al modo

de la yerba quemada del invierno,

las barbas de Vidamarga.

¡Amargo césped vivo, la barba de Vidamarga!

 
 
 
 
 
Mamalinda

 

Como barco sonámbulo cruzabas,

abuela, los perplejos aposentos

donde el primer azoro fue mi reino,

donde el reloj de péndulo marcaba

el flujo semilento de las horas.

Mundo en que los tiliches y trebejos

me tatuaban el nombre de las tardes

de neblina y granizo, de cristales

nublados por la voz de la llovizna.

Las aldabas persisten en nombrarte.

El olor de orégano me asalta

en todos los zaguanes donde sueño.

Como barco sonámbulo surcabas,

abuela, los perplejos aposentos;

cruzabas como aquel barco cargado,

cargado de...

 
 
 
 
Rebelión de la memoria

 

Vienen desde lejos voces abismadas.

Las horas temen las represalias del musgo,

entretejen los minutos la densidad del llanto.

Tiempo arriba, por la ribera de los sueños,

los gemidos se condensan en una risa inerte.

¿A qué rebelión alude la memoria?

¿En qué silencio se fermentan los recuerdos?

¿En qué distancia, en cuál aurora

se desgranan los minutos que custodian la niebla?

Si no la luz, es la penumbra el sitio donde emergen los ritos,

las historias silenciosas que las velas no callan,

las canciones derretidas del cirio,

las blasfemias que resguardan las veladoras.

Huyen los gemidos que la tarde no recuerda,

los peldaños de la memoria por donde asciende la duda.

La sinuosa espalda de la añoranza triunfa sobre la muerte.

Descorro los telones que abruman mi nostalgia

y veo allá, a lo lejos, un mar de noches, un abismo,

una soledad donde el musgo es el reproche que no conozco.

 
 
 
Poemas de lluvia
 

 

Alguien escribe poemas a la lluvia en los cristales,

Adentro,

la voz de mi abuelo es como una fogata

encendida toda la noche:

brasas prendidas a la solapa del sueño,

luna de octubre, candelabros descansando en el pretil de la ventana.

 

Un gato desconfiado nos mira,

las palomas dormitan en la frente de la tarde

y un eco de campanas sordas viene de lejos,

como mensajes secretos de la niebla.

El tiempo se detiene para mirar pasar la muerte,

como la sombra de un gato que acecha

el reflejo de los vivos

en los cristales ahumados de la madrugada.

Qué es el silencio, sino la carne viva de los días,

piedras trituradas por la marea en el fondo de la eternidad,

aldabas golpeando en la aurora,

gritos de auxilio que la noche desoye,

mientras en algún sitio los árboles alzan parvadas de pájaros atolondrados,

como plumeros para limpiar el hollín de la tristeza.

Alguien escribe a máquina poemas de granizo en las ventanas.

Adentro, la voz de la memoria

es como un buque sonámbulo y a la deriva.

 
 
 
La casa de mi abuela

 

Mar de ramas y pájaros:

el otoño lanza su mirada

como una red de sombras y luces

al patio adormecido en el ocaso.

El humo espesa los tejavanes,

humo del hogar,

paredes de lámina oxidada:

clavo, corcholata y cartón;

muros que el polvo levanta en la penumbra

y el sol lame como una enredadera.

Un gato de tizne cruza el fogón.

Los gallos dudan en la casa vecina.

Los tordos saben algo y se van;

son ellos los que al cielo arrastran.

 
 
 
Los muertos tienen retorno

 

Un día supimos que los muertos

no duermen, que va en serio

el color de neblina de su mirada.

Supimos que sólo vagan de tumba

en tumba, que son como barcos

que no logran zarpar, que sus días

y sus noches se mezclan

en lo eterno. Las puertas

del camposanto adiestran

a las sombras para que ahuyenten

a las mareas gozosas

de los recuerdos. Siglos enteros

con sus tempestades amotinadas

aguardan el arribo de ahogados

y suicidas, el desfile de occisos

y hombres y mujeres despechados.

Nonatos, monjas decapitadas,

espejismos que la memoria no logra

descifrar. El musgo del sinsentido

se agolpa sobre lápidas donde la lluvia

ha marchitado promesas, donde el sol

ha desenterrado los gusanos

del remordimiento. Panteón,

sitio para ser visitado el dos

de noviembre. El del pueblo

de mi padre y de mi abuelo,

aquel donde la mitad de mi estirpe

despeña sueños por los acantilados

de la angustia, de la desesperación

por haber olvidado la sonrisa de un jueves,

la forma correcta de orar, la plegaria

que tenga forma de capullo...

 

El panteón del pueblo de mi padre

y de mi abuelo es un mar de cruces

como gavias deshojadas, bahía de barcos

silenciosos. Triste campo de árboles

sin historia y sin pájaros.

En el pueblo de mi padre, un día

supimos que los altares no están vacíos,

que las veladoras, como flores de fuego,

tienen la forma del asombro,

que las botellas de tequila,

que los cigarros alas,

que el pan de muertos y los dulces

de jamoncillo, un día se fueron

con gente viva por la calzada oscura

donde los muertos duermen.

 
 
 
 
Canción de amor

 

Sueño endeble,

a veces suicida ternura,

el amor sucumbe bajo el peso

de astros apagados.

Débil y hermoso,

frágil y desnudo,

como un pájaro que la luna

ignora, el amor se acurruca

en el pecho de una muchacha

solitaria.

Lanza de cristal,

arpa de helechos,

viento que levanta la hojarasca

gris de un día lluvioso,

el pájaro silencioso del amor,

el callado pájaro nocturno del amor,

el ave ensimismada de dicha

y de piedra del amor,

levanta en vilo al misterio,

se yergue en la noche prevista

por el rito. Cruza como una luz

tibia del amanecer la puerta

y en el pecho de la muchacha

un sol quemante y empenachado

canta la inmensa, la interminable,

la endeble y tímida

canción de amor.

 

 

 

 
 
Canción de amor II

 

 

A falta de otro nombre, le pusimos amor.

 

Luego lo bautizamos de otras maneras,

 

con palabras que se cosechan cualquier día,

 

que se encuentran en cualquier cajón,

 

al otro lado de las puertas cotidianas,

 

en el desván donde la tarde guarda sus reliquias

 

de pájaros y sombras;

 

lo llamamos ir al cine, viento de jacarandas,

 

navegación a través de bosques,

 

surcar las vetas de ámbar del crepúsculo,

 

silencio, clepsidra, irse de pinta, olvido.

 

Estaba con nosotros como lo estaban

 

las araucarias y los álamos,

 

como un dios acurrucado entre nosotros,

 

como una noche con sonrisa de gato y los ojos al revés.

 

A veces se me perdió en el bolsillo del pantalón,

 

donde guardaba las canicas de la niebla,

 

cuando la pelota, como un mundo de cuero,

 

botaba en el cemento de la calle,

 

en la tierra del lote baldío, entre las piedras

 

que guardan la inocencia de los prados,

 

entre los pies de la palomilla,

 

saltando alto en forma de moneda lanzada

 

al aire para decidir el saque. Lo recuperaba

 

después, la tarde de los domingos,

 

lo volvía a poner entre sus manos

 

como una promesa no dicha.

 

Bajo el farol de la esquina, lo vimos competir

 

con las cometas, gastar las horas

 

como un gis para escribir las letras de canciones

 

cantadas a susurros.

 

 

 

 
 
Perro mojado

 

Una vez fui el otro. Una vez fui ese otro,

el odiado, el que nunca quise.

Fui el de los ojos vacíos como el amor de los vencidos.

Fui el de las manos sin muchachas y palabras llenas de deseo.

Fui el ebrio que comía estrellas

recargado en el poste que sostiene a la noche,

deambular de la lluvia por calles desiertas,

perro mojado acurrucándose en la madrugada.

El crepúsculo fue mi alimento.

sabía a lodo pegado a los zapatos, a cama vacía,

a timbres de teléfonos afónicos.

Las cantinas de barrio fueron los santuarios

en que se desangró mi plegaria.

Un día fui el que no tuvo un centavo para otro trago,

al que no le quedó más remedio

que emborracharse con rebanadas de luna

entre los arroyos del amanecer.

 

 

 

 

 

Menos que el polvo

 

¿Cómo habitar los recuerdos

si su rostro se deshace en la bruma?

Se desgranan los nombres

como una catarata de delirios.

Hubo una aurora. Sé que hubo una aurora

en el lugar donde ahora se erige el ocaso.

Témpanos de silencio, espesos como adioses,

traslúcidos como los ojos de la muchacha

que en el metro no pudimos abrazar,

ásperos como la fecha del último abrazo.

Sé que hubo un sitio donde el perdón se hizo presente.

Sé que hubo juegos cuyas reglas jamás comprendí,

cuentos cuyo argumento nunca me quedó claro

del mismo modo que un rayo en la tormenta nos toma por sorpresa.

Sé que hubo luces efímeras como el relámpago,

voces que comprendí sólo cuando fueron silencio.

Sé que hubo pájaros encallados en la tarde,

playas que el oleaje mudó mientras dormíamos.

Sé que hizo mucho viento durante las breves horas del amor,

que los cocuyos jamás apagaron sus faros.

Muchas veces perdí los trenes que debí abordar.

Mis pasos se perdieron

en la piel de ceniza de amaneceres quejumbrosos

como árboles de otoño.

Sé que nunca estuve ahí cuando mis anhelos cobraban cuerpo;

estaba en la calle, con un vaso de burro con anís en las manos.

¿Cómo perdonarme estos recuerdos?

¿Cómo navegar sensaciones que son polvo

de un cadáver que es menos que el polvo?

 

 

 

 

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