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Subterráneo.

 

 

 

Por la biografía debida.

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj

 te regalan un pequeño infierno florido,

una cadena de rosas, un calabozo de aire.

J. Cortázar

 

Cuando nos conocimos, Nicolás me regaló un reloj sin pila que siempre marcaba la misma hora. Un reloj de fierro con carátula azul que me quedaba un poco grande, nada qué presumir, seguramente imitación china. Me insistió en usarlo, - mirá, te regalo mi tiempo, que se quede en tus manos  me dijo mientras destendía las sábanas de la litera de arriba donde dormía en la residencia junto con cinco chicos más. Años después, ya bastante acoplados uno al otro y el reloj a mi mano, decidimos viajar como parte de las actividades de despedida.

En la estación Federico Lacroze del barrio la Chacarita compramos los boletos de ferrocarril rumbo a Iguazú. Treinta y un horas de camino bastarían para llegar. Esa mañana la partida se demoró por cuestiones de rutina técnica, nadie anunciaba nada en el andén. Teníamos la nariz colorada, exhalábamos vaho y aceptábamos con paciencia la llegada del invierno y el retraso del vehículo. Mochilas, cajas de cartón llenas de fruta, baratijas en bolsas de plástico y gente con ropa desgastada formaban el panorama a un lado de las vías. Un poco desesperados y con el estómago vacío, nos dirigimos a tomar chocolatada y un par de medias lunas ahí mismo en la estación y luego celebrar el tiempo libre visitando el panteón municipal de los próceres nacionales que estaba a un lado del mercado, sobre la misma cuadra del barrio. La noche anterior dormimos en el Hostal Iberia, sede de honor del larvario, lamentándonos por la velación de fotos que recién habíamos tomado en el obelisco del lado de Corrientes. Teníamos pocos retratos juntos, no podíamos darnos el lujo de perder la evidencia, por eso la nostalgia que sólo nos duró la víspera del plato de pasta y botella de vino cordobés que merendamos.

Yo sabía que de camino al norte la tierra se iba haciendo cada vez más roja por el cambio de clima, me lo habían advertido meses antes. También estaba preparada para permanecer sentada la mayor parte del viaje, porque aún cuando los pasillos del tren eran amplios para caminar, nuestro vagón era más reducido que el resto de los carros y el espacio entre las filas de asientos era casi nulo pues la gente solía cargar con todas sus pertenencias como si fueran a mudarse de ciudad, dejando apiladas cajas, bultos y enseres a mitad de paso. Íbamos lejos y sólo había un baño para tres o cuatro vagones, ubicado a dos puertas de distancia de nuestros lugares. Había que dominar varias cosas a la vez: esquivar equipaje, saludar con la vista a los pasajeros y sostener el equilibro por el movimiento del carruaje. Parecíamos niños explorando territorios nuevos, parecía que recién nos habíamos conocido y que todo lo que compartíamos era fresco, iluso, nuevo. Nuestras miradas, al juntarse, producían universos atemporales donde nosotros habitábamos, así había sido siempre, una forma bastante ficcional de pasearnos por lo cotidiano, producto de un encuentro no planeado que ya hablaba de varios abriles juntos y que estaba por terminar. Al final del recorrido al interior del tren, casi llegando a la máquina principal donde se encontraba el chofer estaba el bar, era lo más próximo a la primera clase. También tenía un restaurante compartido con las mesas donde se servía el vino. Fuimos inspeccionando sin ninguna prisa cada rincón. Las escalas eran breves pero regulares, por lo general en estaciones importantes donde subía o bajaba gente que iba de paso, daba tiempo suficiente para dar la bienvenida a los vendedores de comida y consumir alguna vianda sureña. Habíamos salido de Buenos Aires casi al medio día, lo que hacía que para este momento lleváramos cuatro horas de retraso en nuestro recorrido. Este era el viaje más largo que habíamos hecho juntos.

 

Nicolás venía de una relación bastante complicada, él decía que estaba volando bajo, con las alas completamente acribilladas, y meses después de su ruptura pasó que nos conocimos casi por accidente mientras él visitaba la capital en busca de pistas que lo acercaran al paradero de un músico recién fallecido. La conexión fue casi inmediata, bastaron algunas canciones y unas horas de plática para quedar enganchados en el misterio de la soledad del otro. La primera vez que lo vi fue en un elevador, portaba una gabardina negra y un sombrero parisino, a distancia se le olía mucho a tabaco y su cara demacrada daba cuenta de los años de insomnio, no precisamente fiel a sus años cumplidos. Compañera y confidente que me abrís de repente el corazón, guerrerita diminuta, escondida tras las hojas del frescor donde te alhojas, escapándole al mármol de los próceres difuntos, mudos y santificados que nos tienen mal atados y no nos dejan vivir juntos me escribía en alguna de sus cartas que llegaban de Mar del Plata una vez pactada nuestra confidencia. Era un nosotros bastante intenso y pasional. Así se nos pasaba la vida, habitando la locura en el lenguaje, construyendo desde ahí una realidad un poco más soportable que la que teníamos puesta en frente: la de tenernos por un rato y estar condenados al olvido circunstancial. ¿Porqué? Porque así son las cosas y se entienden o no después de mucho tiempo, porque así lo elegimos sin saberlo y lo intentamos de mil modos pero al final estuvo dicho, también por nosotros, que habría que despedirse y continuar cada quien en su tren.

 

Uno se la pasa tratando, desafiando, insistiendo, pues de algo tiene que servir la estática en las manecillas, pero no siempre se ganan las batallas o es que se ganan de diversas formas, no siempre del modo en que se tienen planeadas. Entonces acomodamos nuestra mochila en las repisas de arriba del interior del vagón y nos entretuvimos en la inspección del ferrocarril hasta la noche. Nos dieron ganas de tomar fernet en un vaso con mucho hielo, una medida de Fernet Branca, una medida de licor de menta y coca cola hasta el tope: basta con dos tantos para empezar a hablar de franquezas y erotismos. El mesero del bar tuvo que permanecer en vela sirviendo a los únicos clientes del tren despiertos en la madrugada mientras el resto de la población en tránsito dormía. Molesto por la falta de sueño, el hombre ocupó su enojo en atendernos mal. Se empezaba a sentir en el ambiente un olor denso, como de fluidos que se fermentan por la temperatura con el paso del tiempo; seguramente eso contribuyó a que el enojo del barman se incrementara al grado de negarnos la comida cara que se vendía a bordo. Nosotros, en la sospecha de los alientos largos, en medio de la noche y de la nada, también fuimos contribuyendo poco a poco con nuestro propio olor. Ya borrachos, Nicolás decidió rasurarse el bigote frente al espejo de uno de los baños de primera clase, bozo peculiar que lo hacía parecer un Dalí contemporáneo y que tenía unos cuatro años de antigüedad ininterrumpida. Se veía muy diferente.

Cuando se es fanático de recorrer los bares, sobre todo los citadinos, se hace poco común acostumbrarse a contemplar ventanas donde lo que sucede afuera son paisajes que se dejan atrás, a oscuras, con luces pasajeras que alumbran a los pueblos de las orillas. Adentro, el movimiento rítmico del tren hacía bailar los manteles y tambalear un reloj de pared malamente empotrado, era preciso sostener el vaso para evitar cualquier accidente. Cómo recuerdo un pequeño bar en ciudad capital que frecuentábamos por las madrugadas, abierto las veinticuatro horas, de ambiente insurrecto, lleno de políticos de closet, hombres maduros, intelectuales, aficionados a la copa y al tango milonguero. Ubicado en una esquina, una tarde cualquiera caminando por ahí, encontramos sus ventanas repletas de cartulinas de protesta que anunciaban su cierre. Multitudes, manifestándose como si se tratara del cierre de alguna importante institución de providencia, impedían la vista al interior del lugar a través de sus amplios ventanales, ¡era una lástima!, sin embargo, saber que un cristal podía separar lo apacible del movimiento no era cualquier cosa. Tener conocimiento de que existen los vidrios aislantes acústicos o los vidrios de visión unilateral puede ser fundamental para aquellos que buscan estar en dos lugares al mismo tiempo sin la necesidad de ser visto, experimentando sensaciones y especulando lo que pueda estar pasando del otro lado de la trinchera, fungiendo como espectador. Los más interesantes son aquellos lugares que logran detonar la misma impresión sin la presencia de paredes translúcidas. Los bares ferrocarrileros y sus baños aledaños se prestan para escenas del tipo romántico-pasional que tienen ese efecto, aquél bar de buenos aires y nuestro tren se parecían en algún sentido.

 

La plática se fue intensificando a medida que iba saliendo el sol, el amor a todas luces se opacaba de a poco por la afrenta de tener que dejarnos tras años de historias hechas a nuestra medida, trazadas a nuestro gusto. Los planes se presentaban como una alternativa de continuar siendo nosotros pero sólo retrasaban más el tiempo de mi reloj de mano que ya pesaba en deuda. Horas de movimiento ingiriendo bebidas alcohólicas y algunos rayos luminosos encima hicieron que decidiéramos ir a dormir a los asientos del vagón más próximo, tratando de esquivar lo más posible las miradas de los primeros pasajeros madrugadores que despertaban con ganas del desayuno que no llegaría porque no estaba incluido en el servicio. No sé por qué motivo era un ferrocarril que invitaba a ensoñar con realidades del tipo qué-placentero-es-este-lugar siendo casi todo lo contrario, sin embargo, estaba resultando un recorrido extraordinario, con vistas argentinas espectaculares y una extraña emoción por viajar con el encanto que produce el sonido de los rieles. Cuando despertamos cuatro horas después, Johansen, Conde, Buarque y algunas bandas de rock nacional de los noventas nos acompañaron musicalmente al abrir los ojos al medio día siguiente en un mp3 de bolsillo. Escuchamos música casi todo el día, cada quién lidiando con un audífono en la oreja, siendo cautelosos para no alejarnos tanto uno del otro y provocar que alguno perdiera el sonido. Solíamos simular que tocábamos instrumentos al aire siguiendo la pista en curso y dábamos la imagen de ofrecer un gran concierto a ojos cerrados, en silencio, desaforados. La gente nos miraba y se reía, eso nos permitió socializar. Por ejemplo, platicando con una inmigrante de Montevideo, supimos que estaba enterada de la polémica historia del vasco Bigarrena, cosa bastante insólita para los oídos de Nicolás quien aseguraba que muy pocos sabían de su existencia. La mujer también aprovechó para quejarse por las múltiples paradas que hacía el tren y que sólo retrasaban cada vez más la hora de llegada. Casi por inercia, cuando la uruguaya se lamentaba, consulté mi reloj para saber si todo seguía igual con la parálisis de las manecillas. Con una tenue esperanza de que no fuera así, corroboré que algo de mi tiempo no andaba, que mi muñeca estaba detenida y sostenía una historia cargada de imposibilidades.

 

A veces se gusta de sufrir, hay dolores placenteros y placeres dolorosos, eso yo sólo lo sabía a veces, descuidadamente lo sabía y sin embargo llevaba bastante tiempo jugando a retar lo relativo, cosa riesgosa pero vibrante. También sabía que a la larga habría que afrontar las consecuencias de llevar al límite ciertos actos y más aquellos en donde uno sólo se deja fluir en la intensidad de los sentires y no da lugar a lo realista, pero ¿qué es el amor si no ese desequilibrio necesario? Nicolás y yo teníamos una historia que estaba por reclamar tierra firme, patria segura, nombre y apellido propios y lo único que había frente a eso era empezar a despedirnos. El pibe sentado en frente de nosotros nos ofrecía alfajores Jorgito con doble cubierta de chocolate, casi tan buenos como los Habana y su mamá insistía en hacernos recordar las trágicas historias de una dictadura contándonos a detalle episodios que ella sabía muy bien. Yo había escuchado suficientes veces esa parte y especialmente aquella tarde no estaba con ganas de reflexiones políticas y sí de otros recuerdos.

 

Hacía apenas dos meses en Buenos Aires capital, la residencia donde viví durante algunos años se convirtió en sede para ver el partido México-Argentina mundialista. Me acuerdo perfectamente que ese día el obelisco se convirtió en un campo de batalla, lleno de banderas quemadas y papelitos albicelestes regados por todos lados, los chicos gritaban despavoridos como si hubieran ganado la copa siendo que días después estarían llenos de tristeza y desazón por su derrota en la siguiente ronda eliminatoria. Los argentinos son excéntricos, fugaces, a veces chamulleros. Ellos son futbol cuando se trata de jugar a la pelota. La pérdida nacional no fue suficiente para anular los planes de aquella tarde, el sinsabor patriótico fue reemplazado durante algunas horas por vino, buena música y una charla alucinante en el siguiente bar que visitamos. Nicolás y yo de la mano, los chicos de la residencia -casi todos estudiantes- entre mirados en complicidades distintas a la nuestra pero todos incluidos en una lógica común, nosotros partícipes de ellos pero sólo nosotros coautores de una misma ficción. Después, cuando todo se puso en silencio, volví a estar triste y angustiada, ya no por el autogol sino por cosas desconocidas. No me ocurría con frecuencia pero me paralizaba y no podía llevar a cabo mis actividades con normalidad, tanto sentir me sobrepasaba y me sentía perder control, difuminarme, entonces decidí empezar a registrarlo en mi cuaderno de bolsillo como si fuera un diario de campo. Desde que lo conocí a Nico me pasaba eso, cuando me quedaba sola en el larvario sucedió dos o tres veces, como a medio día.

 

Un enfrenón intempestivo me hizo regresar a poner atención a lo ocurrido en el vagón y la mamá de Jorgito seguía hablando y hablando pero decidí no involucrarme aún en la plática. Tomé el celular de Nicolás y le puse una grabación de voz con tono de cansancio y aburrimiento: -Flaco, estamos a mitad del camino, en un tren de treinta y un horas y estos asientos de fierro azul despostillado me están dejando las nalgas como aspirina-. Meses después, cuando yo ya estaba en México y él en casa de su tía, escuché su risa por este comentario en una llamada telefónica, me contó que un día escuchó con sorpresa la grabación mientras esperaba a que transcurriera la tarde recostado en su cama; cuando me platicó el episodio, soltó en llanto y fue un momento de total fragilidad, yo creí como consuelo que quizás la historia podría continuar, incluso tomar fuerza de lo ya vivido y enriquecernos del tiempo que cada quien había acumulado para sí, intentarlo de nuevo, pero la realidad no podía ser esa, aquél era un instante de temblor, de duda, de posibilidad, que tampoco nos llevaría a ningún lado si pensábamos que el amor resolvería algo, mucho menos la espera, sólo la del tiempo que diluye los absolutos. Hoy, años después, con la misma birome de tantos poemas para Nicolás, estoy por agotar la tinta de la historia: justo y necesario.

 

Era media tarde y el pasillo de nuestro vagón estaba lleno de envolturas de comida y una que otra servilleta sucia. A veces no se entiende todo lo que acontece alrededor y tampoco importa mucho, mientras tanto, ya con veintiún horas de viaje decidí leer a Lacan y Nico intentó con Truman Capote al tiempo que cavilaba no sé qué tanta cosa en su cabeza durante horas, sin hablar. Estuvo ausente mucho tiempo, sentí desconcierto pero no le dije nada. Yo, mientras tanto, fotografiaba a través de la ventana el cambio de color de la tierra o escribía en mi cuadernito notas o palabras que me hicieran recordar lo necesario. Estaba viviendo y matando algo al mismo tiempo. No sé cuántas horas pasaron pero en algún momento del atardecer Nico me tomó de la mano con soltura y nos dirigimos al descanso del vagón para fumar un cigarrillo al aire libre. Hacía frío. Viendo los rieles empezó a balbucear y a narrarme una historia, nuestra historia, a manera de recuento con un tono de nostalgia y aceptación y sin esperar que yo le dijera nada. Cuando terminó sólo hubo silencio, sólo el vibrar de las vías. Yo traté de capturar lo más que pude, el ruido del tren era muy fuerte y el de nuestras circunstancias aún más. Nicolás estaba triste. Yo sentía que me había caído encima el tiempo del llamado amor que no resuelve nada. En ese momento algo murió para mí y al mismo tiempo algo empezó a caminar, me aseguré de que fueran las manecillas del reloj que hacía años me había regalado; era quizás algo más sencillo.

 

El recorrido del tren también estaba por concluir, supimos porque lo anunciaron a través de un altavoz intervenido por una mala recepción, la señal fue que nos besamos como si quisiéramos confirmar nuestra presencia ahí. Entonces entramos de nuevo al carro, cabizbajos pero dignos, ya había oscurecido nuevamente y más o menos a las siete con treinta minutos, luego de dos atardeceres a bordo, el ferrocarril empezó a detenerse, el paisaje avanzaba cada vez más lento, la gente se movilizaba recogiendo sus pertenencias regadas a lo largo de varios vagones y se sentía un ambiente de familia entre todos los que viajábamos. Permanecimos sentados hasta que nos detuvimos por completo, callados, tomados de la mano, sólo sonriendo si alguien nos hablaba pero impactados por dentro, contradictoriamente afectados el uno al otro, cansados. La cuenta del bar ya estaba pagada, el rastrillo de Nicolás seguía en alguno de los baños de la primera clase, yo traía puesto un suéter azul que me quedaba grande y que decidí conservar hasta años después para recordar su olor. Finalmente nos detuvimos por completo en Posadas, así decía el letrero en el andén principal. Tomamos nuestro equipaje de la parte alta del anaquel y empezamos a repartir frases de despedida con nuestros conocidos de viaje, algo pasó, no pude evitar darme cuenta de que empezaba nuevamente a hablar con acento mexicano, Nico me volteó a ver como reconociendo algo.

Pisar tierra firme después de tantas horas me hizo saber de nuevo que aún nos quedaba un viaje de varios días juntos, había que disfrutarlo. Yo estaba muy emocionada así que decididos y con las mochilas puestas en la espalda nos dirigimos a la taquilla para comprar los tiquetes de autobús con destino final a Iguazú.

 

Mientras Nico esperaba formado en la fila, yo me separé un momento y fui al quiosco más surtido de la terminal para comprar algunas cosas. No tuvimos que esperar mucho para abordar el siguiente transporte, a las 9:45 de la noche subimos al ómnibus y empezamos el último tramo del recorrido que duraría unas seis horas más. Al interior se sentía el frío más intenso que jamás he tenido, me dolía el cuerpo y no conseguí dormir nada, lo más productivo que hice durante el camino fue colocarle un par de pilas a mi reloj de muñeca y observar durante horas su movimiento. 


 

 

 

 

 

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