Segundo tercio.
Con el ánimo bien afilado rebané las porciones de oscuridad que me separaban de aquellas paredes preñadas de confidencias. Acerqué la flama de la vela para observar lo que contenían los muros. Empecé por examinar el que se alzaba a mi derecha. Afuera sólo se escuchaban las chicharras y el viento y, más allá, la voz de una lechuza.
Lo primero que iluminó mi linterna de cera fue una pequeña fotografía rectangular, cuidadosamente enmarcada, impresa en blanco y negro. Ahí habitaban, uno pegado al otro, unidos por el oleaje acompasado de un capote, la imagen de un recio matador y el furioso semblante de un toro acometiendo con bravura, elevando sus astas contra la cresta de esa ola formidable que era el trapo. Aproximé la vela un poco más y pude apreciar, en la misma fotografía, lo que en ese congelado instante sucedía detrás de las dos figuras principales. Entre las gradas de barrera y los tendidos, la gente estaba de pie. Las damas, melodramáticas, tenían las manos encaramadas en el rostro: algunas para ahogar los suspiros que se escapaban de sus bocas abiertas; otras para cubrirse los ojos con la maña necesaria y no perder detalle de aquel lance que ofrecía el torero. Me pareció reconocer a dos de esas damas. ¿Eran la mujer del ganadero y a su lado la joven que me había sorprendido en el pasillo? No lo podía saber: apenas distinguía algunos de sus rasgos entre los dedos con que se tapaban la cara. Tal vez me había sugestionado por los sobresaltos de aquella noche; además, esa placa había sido tomada hacía bastante tiempo: estaba fechada en 1956. Seguí examinando la foto. La actitud de los caballeros apostados en la tribuna mostraba una vehemencia profunda: sus brazos se elevaban como las aspas de un molino enloquecido; parecían declamarle a la muerte y sostener el sol. Abajo, el torero mantenía sus zapatillas bien clavadas en los medios. Me acerqué un poco más. Escruté la gravedad de sus facciones y vi las puntas del cornúpeta rozándole una oreja, encajándole una confidencia. A los pies del matador se levantaba un clavel azuzado por el viento que llegó para despeinar la tarde.
Pero es que ya estaba frente a otra fotografía: la iluminé con la flama de la vela. Ahora el capote se arrastraba, se deslizaba como si trapeara los contornos de una nube. El toro lo perseguía, lo acosaba inclinando la cabeza, atacando con sus pitones, con sus sables blancos. Ahí estaban los dos rivales, engalanados. Uno con el traje empapado de luces, el otro ataviado con su propia sangre y con un tocado de metálicas espigas plantado en su lomo.
La flama de mi vela empezó a ondear, como banderita de lumbre. Por una hendidura se coló la corriente de aire que terminó por apagar la llama. La oscuridad era absoluta, abrumadora. Busqué enseguida la cajita de cerillos en la bolsa del pantalón: mis dedos la hallaron pronto. Prender de nuevo el pabilo no me tomó más de cinco segundos. Sin embargo, durante ese brevísimo lapso fui víctima de un creciente desasosiego. Caí en cuenta de que algo en esa galería tan peculiar me incomodaba. Algo encendió la señal de alarma en mi olfato de detective: “¡sal ahora mismo de aquí!” –me ordené-, “¡al diablo con los cincuenta mil dólares!”. Por un instante estuve tentado a abandonar mi misión, a regresar por donde vine y olvidarme del caso. Y lo hubiera hecho sin chistar de no ser porque mis ojos se toparon con otra fotografía que me sedujo obscena y fatalmente.
Aquella sediciosa imagen me cautivó. La placa, evidentemente amplificada, estaba dispuesta en un formato vertical, protegida por una superficie de vidrio, montada en un marco de plata con ribetes de estaño adornando sus esquinas. Adentro, en la fotografía, se consumaba la suerte suprema. El matador encajaba un relámpago en la carne de su enemigo: la penetraba con un rayo de acero. A volapié le estaba hundiendo una centella. La forma del estoque, si le podemos llamar así, avivó mi curiosidad. Se trataba de una cimitarra, arma de un filo, larga y curvada, con la empuñadura de nácar: algo totalmente insólito en el toreo. Y la mitad de esa espada curva ya estaba sumida en el toro, buscando su corazón, mondándole la vida. En ese elevado trance, sin embargo, la bestia parecía disfrutar del acontecimiento. El destello de sus ojos revelaba una especie de orgasmo.
Repasé de nuevo la fotografía. ¿Qué me atrajo hacia ella con tanta fuerza? No lo pude precisar en ese momento. Quizá la expresión del toro. O la fragua del estoque. Tal vez todo el conjunto porque el torero también aparecía en aquella imagen mostrándose con una figura poco ortodoxa en el instante de fulminar al bicho. Jamás había observado a un diestro matar de esa manera. El estremecimiento de su cuerpo, desde la coleta hasta los pies, delataba un martirio atroz, como si él fuera la víctima del sacrificio. Su rostro, apenas visible en la fotografía, estaba descompuesto por el dolor. Pero al empuñar el estoque y atravesar al infeliz bruto no se advertía vacilación alguna.
Ignoro cuánto tiempo permanecí contemplando tan extravagante estampa. Era evidente que ese toro, ese estoque y ese torero conformaban una trilogía única en la historia de la tauromaquia. Al cabo de un rato descubrí que los músculos de mi espalda estaban tiesos, rígidos como los de una estatua. Estaba exhausto. Además, la vela se había consumido en una proporción alarmante. ¿En dónde estaba el cadáver? Las palabras de la viuda me retumbaron en la cabeza: “El tiempo no está de su parte”. Y lo único que había hecho hasta ese momento era, precisamente, perder el tiempo. Me estaba desesperando.
Traté de concentrarme. Inhalé profundamente. Para recuperar la calma busqué mis cigarros entre las bolsas del saco. Encontré la cajetilla vacía antes de estrujarla y azotarla rabiosamente contra el suelo. ¿Quién puede conservar la calma sin atascarse de humo los pulmones? Cerré los ojos. Volví a inhalar la mayor cantidad de aire que pude respirar en esa atmósfera enrarecida. Repasé mentalmente, paso por paso, lo que había sucedido desde que la viuda telefoneó a mi oficina. Y me detuve azorado en el recuerdo de la muchacha que me sorprendió en el corredor. “La historia se repite”, me había dicho. Ella sabía lo que había sucedido. Entonces, ¿por qué no salía de aquella oscura galería para buscarla? Enfilé mis pasos hacia la puerta, decidido a encontrarla en algún lugar de la hacienda y esclarecer el crimen para cobrar mi recompensa.
No pude salir. Alguien, en algún momento, le había echado llave a la cerradura. Mi primera reacción fue de estupor, de verdadera consternación. ¿A quién le interesaría mantenerme encerrado en el salón de trofeos? Aventuré una hipótesis: se trataba de una broma. Sí, de una estúpida broma. En realidad no se habría cometido ningún asesinato: ¿por qué no aparecía el cadáver? Hice una pausa, como si fuera a decir algo, pero no me salió nada, ni siquiera una vocal. Luego empecé a arrastrar los pies, intranquilo; a dibujar con ellos círculos imaginarios. Un nefasto pensamiento terminó por inquietarme: el sujeto que atrancó la puerta, quien haya sido, estaba involucrado en el crimen del ganadero.
Entre las alas de mi saco surgió entonces, rápida y presta, mi querida Veretta. La empuñé, la amartillé y apunté hacia la cerradura. De pronto escuché un ruido extraño a mis espaldas. Era un resuello estertóreo. Sin pensarlo giré y disparé varias veces contra la oscuridad que rodeaba a la frágil luz de mi vela, a diestra y siniestra para no fallar. Con el corazón a punto de salirse por mi boca, con los intestinos comprimidos de miedo, busqué a mi presa, celosamente, por todo el salón… Nadie, no había nadie… tan sólo una fotografía tirada en el suelo que se había desprendido de la pared. ¿Qué fue lo que había escuchado? Esperé varios minutos en silencio, quieto, aguzando el oído para poder escuchar el más leve sonido: quizá un corazón latiendo, tal vez la respiración de alguien o un movimiento nimio. Nada… otra vez nada.
Alumbrando con el cabo que quedaba de la vela me incliné para observar el retrato en el que descargué la pistola. El cristal que custodiaba la fotografía quedó totalmente estrellado por los impactos de las balas. Pero eso no era todo: algo empezaba a escurrir desde la parte superior de la placa, derramándose sobre las esquirlas de vidrio. Apuré entonces mi pañuelo para detener la hemorragia, pues no era otra cosa, sino sangre, lo que brotaba de aquella fotografía herida de muerte. Al pasar el pañuelo, la foto quedó desnuda. Escalofriantemente desnuda. Se trataba de un viejo retrato fechado en 1936. Ahí, el medio plano de un torero transpiraba, muleta al hombro, sosteniendo la montera contra su pecho. “Mauro Barona, matador de toros”, rezaba un texto manuscrito, apenas visible, en el tercio inferior de la imagen. Se trataba, repito, de un antiguo retrato acribillado por los proyectiles que disparé. Por los ojos del protagonista se asomaba, inquieto, el guiño de una muerte inconfundible: la mía. Se trataba de mi retrato.
Intenté reflexionar acerca de los sucesos que se empeñaban en poner a prueba mi capacidad deductiva. Me consternaba, por ejemplo, el rótulo que presumía la difunta imagen, acuñado con tinta sepia sobre el esbelto cadáver de papel: “Mauro Barona, matador de toros”. Para empezar, en 1936 yo no existía; faltaban 25 años para que naciera. ¿Y por qué estaba enfundado en un traje de luces si nunca tuve entre mis manos la vestimenta de un torero? ¿Quién era ese Mauro Barona que me robó el nombre y el rostro hace setenta años? No tenía respuesta. Lo único que tenía era ese rostro mío que yacía baleado y ensangrentado, tumbado boca arriba en un absurdo escenario. Entonces analicé mi retrato concienzudamente, de cabo a rabo, con la esperanza de encontrar alguna clave en mis facciones, algún algo, un atisbo de lo que fuera. Y lo hallé al reconocer que ese Mauro Barona era el mismo diestro que, con los rasgos descompuestos, daba muerte al burel de la otra fotografía, aquella que me había embelesado con la fuerza de un imán.
Hasta ahí avanzaron mis precarias conjeturas. Una espesa gota de sangre cayó en la frente del Mauro Barona matador de toros. En efecto, toda aquella sangre no emanaba de la fotografía, sino que provenía de arriba, del cielo raso del salón, seguramente desde un tapanco. Cayeron más gotas sobre el retrato. Y luego un chorro incontenible terminó por empaparlo, por sepultarlo bajo su tenaz marejada. Desesperado, dirigí hacia el techo lo que quedaba de la vela para localizar el sangriento surtidor. Cuando elevé la vista, una sombra enorme se desplomó desde las alturas. El cuerpo de un toro cayó a medio metro de mis zapatos. Salté hacia atrás instintivamente. Tropecé sobre el tezontle y solté la vela que, rodando por el piso, languideció rápidamente. Antes de que la flama se apagara vi levantarse al toro mientras empezaba a transfigurarse en hombre. Horrorizado reconocí el destello de sus ojos y ese terrible estoque curvo que se alojaba entre su espalda y su pecho. A gatas miré cómo se extirpaba el relámpago de acero, alargando el brazo sobre su espalda, empuñando el mango de nácar y jalándolo con fuerza. Con la cimitarra en vilo, avanzó hacia mí. Se extinguió la luz. Cegado por la oscuridad me arrastré para buscar la vela y encenderla de nuevo. Jamás la encontré; no me dio tiempo. En cambio, el filo del estoque abrió mi carne.
Desde el fondo del salón resonó un bramido legendario. Para salir de ahí me proyecté contra la puerta, derribándola con mis 575 kilos. Por ese hueco se asomó la mujer del ganadero con una lámpara de aceite. “Ese estoque no mata, detective, sólo transmuta”. Afuera crujían las estrellas, alanceadas por la punta de unos cuernos. “Bienvenido de nuevo al hato” –le alcancé a escuchar entre sombras- “ya estás de vuelta en el redil”. Luego, otra vez la oscuridad.
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