¡Santo fin de semana!
Hay días que podrían pasar de largo, saltarse en la cuenta, como el día en que a medio mundo se le excitó la fantasía a través la expectativa del matrimonio de un miembro de la realeza británica, que por ser hijo de una célebre mujer, exitosa vendedora de revistas sensacionalistas, acaparó el morbo colectivo, bien estimulado por esas mismas corrientes escandalosas que llevaron a la popularidad a su principesca mamá. La fórmula ha demostrado que sigue siendo efectiva, y la difunta princesa de Gales sigue siendo un atractivo objeto de consumo, ahora a través de su hijo, el que muy probablemente se convierta en rey para beneplácito de la industria del escándalo.
Y mientras el otro medio mundo tenía metida la cabeza en una burbuja de jabón, siguiendo paso a paso la ceremonia de la beatificación presurosa del Papa viajero desde Roma, hay gente que simplemente quiere seguir viviendo su vida de la mejor manera posible, lejos de todos esos sucesos masivos que irradian mucha emotividad y poca civilización.
Con esa idea me levanté, con el ánimo de sacarle partido a ese fin de semana real y pontificio, haciendo cosas que verdaderamente me gustan. Tenía en mente una mañana de café en mi lugar favorito, acompañándome de una buena lectura, en busca de un ambiente propicio para el goce de la escritura.
La mañana empezó una vez fuera de la casa, digo que empezó porque cuando todavía no salía tenía trazado otro plan. Pasé a la mini tienda de autoservicio que funge como farmacia, que está muy cerca de mi humilde hogar, para retirar una cantidad de dinero del cajero automático que ahí despacha. El movimiento financiero se realizó con toda normalidad. Introduje la tarjeta, el número, la cantidad solicitada, salió el recibo impreso. Todo bien, sólo que no salió la cantidad de dinero solicitada. Busqué afanosamente por debajo y por todos los orificios del aparato aquel y no encontré nada.
Pregunté al encargado del changarro si el aparato estaba descompuesto o vacío porque no me dio la cantidad que le pedí, pero sí me dio el recibo impreso descontando la cantidad que quería retirar. Me dijo que ya había reportado al banco esa situación, que ya había pasado antes, y supuestamente ya lo habían ido a arreglar, pero que no me preocupara, que no aparecería el movimiento en mi estado de cuenta. Antes de salir de ahí le pedí que le pusiera un aviso a su máquina advirtiendo de la situación. Me miró con recelo. Al no poder hacer otra cosa en ese lugar, porque no hay nadie que responda por esto, me dirigí a la parada del camión con una sensación de estafa.
Pasaron diez minutos y ningún transporte. Empezó a juntarse la gente y transcurrieron otros diez minutos. Entonces, como de la nada, vinieron varios vehículos de transporte correteándose para llegar primero. Toda la gente que estaba en la parada abordó su respectiva ruta, pero la que esperaba yo tuvo la genial idea de pasarse de largo mientras los demás se peleaban por llevarse al abundante pasaje que se había juntado en la parada. Todos se fueron en su camioncito y yo me quedé sola, parada en la esquina como vil perro.
Otros veinte minutos pasaron, yo estaba a punto de desistir de mi idea original, asándome las ideas bajo el intenso calor; empezaba a sentir sed. Le di la última oportunidad al camión que se acercaba y, ya no sé si por fortuna, resultó ser el bueno. Lo abordé y en el trayecto pensaba en que antes de llegar a mi destino anhelado, pasaría al cajero automático de la sucursal bancaria depositaria de mi cuenta. Así lo hice, le di al aparatejo todas las indicaciones indispensables y me apareció en la pantalla mi saldo con la cantidad que solicité en el otro cajero ya descontada. Inmediatamente salí de ahí para apersonarme en la sucursal bancaria a hacer la aclaración pertinente, pero la maldita sucursal estaba cerrada.
Una segunda sensación de estafa me recorrió de arriba a abajo. Tendría que esperar hasta el lunes para hacer la aclaración. Pero de cualquier manera necesitaba dinero, así que retiré una cantidad y guardé mis comprobantes para cuando tuviera que hacer las reclamaciones, con pocas esperanzas de ver recuperado mi dinero. Esas sensaciones me bajaron los ánimos. Sentí mi entusiasmo inicial diluido en un caldo de maldiciones, hilando palabras altisonantes por cada uno de los eventos desafortunados que me estaba tocando padecer. Mientras caminaba por la acera caliente, con la canícula metiéndose por mis pantalones zancones, reflejando el brillo intenso en mi gesto de hastío, detuve mi paso frente al establecimiento de comida rápida y se estrelló en mi mente la imagen de una hamburguesa de pollo con papas y un vaso grandote de refresco de cola con hartos hielos. Sin tener en mente más que esa idea, dirigí mis pasos hacia allá, decidida a hartarme de ese veneno, valiéndome todo un soberano sorbete.
Con la firmeza bien plantada, abrí la puerta del establecimiento cual villano en la cantina y me encontré el lugar invadido de escuincles de bote en bote. Chamacos escandalosos por todos lados gritando, jugando, riendo y comiendo… ¡Ah, qué burra, pues si es el día del niño! Cómo pude olvidar que en la subcultura de la colectividad esos lugares de hamburguesas y refrescos son para los niños.
Maldita sea mi suerte. Salí de ahí con una triple sensación de estafa, pero ahora con el añadido de que hasta el antojo se me había pasado, dejando en su lugar un hueco en mi estómago imposible de saciar. Me senté en una silla de las mesas que están afuera del café que era mi destino original al comenzar esta historia; me recargué en el respaldo, levanté un poco la cabeza, suspiré y me fugué tras una nube gris que se alejaba.
Publicado en el suplemento cultural aQROpolis del periódico
Plaza de Armas, el jueves 5 de mayo de 2011.
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