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Samantha

 

 

Samantha baja la escalera como un caballo a trote. Su cabello juega con el viento y se enfila en caída libre a la acera de San Marcos.

     Los camiones rugen como leones persiguiendo a su presa. Pasan volados haciendo abanico su vestido. Las aves giran en su entorno como buitres carroñeros. Sus lágrimas caen al suelo como lluvia intensa; el río de lágrimas comienza a tomar fuerza en la calle.

    Samantha sube la escalera arrepentida. Su corazón palpita como tambores de guerra; preparándose para atacar. El río tomó fuerza amazónica; Filobobos para rápidos extremos. Su casa es como el gran árbol de tule oaxaqueño; grande, vieja y cacariza.

     Abre la puerta dejando entrar una corriente mortecina que le eriza la espalda. Regresa el diluvio lagrimal. Sus dientes castañean de frío y de miedo. Los tambores suenan con más velocidad. En el interior se escucha, a lo lejos, una orden militar ¡Atención!

     Samantha odia la violencia. Nada en el interior de su casa; la inundación se acrecienta. Naufraga en la escalera junto a su habitación. La escalera se ha convertido en una cascada Niagarezca. La oscuridad llena de oscuridad nebulosa el segundo piso. Su habitación está helada. El hielo hace resbaladizo el suelo. Mármol blanco que hace patinar las botas de hule. Cómo el árbol del Tule: hule. Hule: duele: Tule: Hule: duele. Y si duele es porque duele es de dolor. Un gran dolor. Dolor que ella llora. Ríos venas que desangran su corazón. Sus lágrimas suicidas que se estrellan en la nieve à mármol blanco resbaladizo. Resbaladizo como su vida a lo largo de los doce años que ha vivido. Samantha no sabe cómo ayudarse. No sabe como pedir ayuda. La inundación sube con más fuerza a su habitación; con la misma velocidad con la que su virginidad fue arrancada. Con la misma fuerza que un solo hombre pudo ocasionar.

       Su tío turco, con dientes afilados, tripudo, sucio y con mal olor, sonríe al ver que Samantha se ahoga con sus propias lágrimas. Fumando un rubio y recordando sus caderitas.

 

 

 

 

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