Prisionero infinito
Sabías que era inevitable vestirlo. No precisas cómo se urdió esta circunstancia pese a tu constante lejanía. Quizá fue decretada desde el abismo de tus cavilaciones, tiempo atrás. Una confabulación inconsciente que llegado el momento de ruptura te encontró ahí, de pie, ajeno e insensible. La responsabilidad era de otros pero te ofreciste a ejecutar la tarea sin meditaciones precautorias. Ahora estás frente a él, en una contemplación triste de su cuerpo desnudo, gris y frio. Hay cansancio y dolor en su boca abierta, lejanía en la piel, vacío en sus genitales marchitos. Tiene aroma a jabón neutro. Un poco de loción de lavanda lo acercaría un poco más a él.
La ropa lo comienza a formar en un traje de póstuma ilusión, de esconder y disimular el sufrimiento. Vas sacudiendo a la vez que ajustas los pantalones, el polvo de sus promesas incumplidas. Caen las narraciones que nunca quiso compartir. Y esa oscuridad inquieta de golpes e insultos que si recibieron sin pedirla. Ninguna caricia fue obsequiada en la niñez, menos algo parecido a una sonrisa. Sus ganas de reír se encajonaban a un resoplido que ninguna gracia alcanzaba. Había una mueca que aparentaba algo parecido pero sus músculos faciales no seguían el habitual camino de una risa franca. Era como un desprecio hacia cualquier alegría.
Tienes frío. Al colocarle el calzado, atisbas por una esquina de tu atención en él que hay un deslizamiento de sombra. Descubres su movimiento suspendido, su acercamiento en pausa; entran en silencio, encorvados, sin apariencia de ojos, solo una simulación de mirada perdida. Confundes por un tiempo su actitud esquiva con solemnidad, al observarlas presencias una espera que se acerca a su fin. Cuentas trece, miras sin hacerlo a dónde está él incompleto de ropas. No tienes sorpresa, hace mucho que él se la llevó y lo sentías capaz de cualquier atrocidad. Hay doce hombres y una niña cerrando el círculo delante de ti, inclinados hacia él. La niña te produce una sensación de enojo, un disparate que no puedes eludir sacudiendo un olor molesto que te circunda. Te detienes en su cara sin ojos y ves la profundidad de un lamento. El absurdo te calumnia y prosigues tu tarea ablandando con tu creciente furia cualquier rigidez. Terminas más rápido de lo que suponías. La ropa calza bien y la piel se nota más oscura. Sigues teniendo frío. Contemplas la cara petrificada y el tiempo se congela en la prominencia de sus pómulos.
“Tu vida fue un desperdicio”, dices a su oído enfocándote en pronunciar cada sílaba que sustente significado y llegue al lugar donde él se encuentra.
El silencio cambia, una décima cuarta presencia se acerca. La observas sin que su ausencia de mirada te inquiete el alma. Las demás se dirigen a ella y se aligeran; por ellas pasa un hálito de bruma y las mueve en diversas volutas que vuelven a compactarse y darles sustancia. Lo distingues bien, a él, a tu abuelo que sale empequeñecido, custodiado y prisionero por las trece víctimas eternas que asesinó, por dinero y venganza, en su alocada existencia…