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Primer tercio.

 

 

 

La luz que se encaja en la ventana de mi oficina; las tiritas de luz que penetran por las persianas y rayan mi cuerpo: soy tigre pintado de sol y sombra: soy los rayos X de la tarde que agoniza.

          El teléfono que chilla; la voz agitada de una mujer que me pide ayuda; las angustiadas sílabas que lloran por la bocina: le han matado al marido, lo asesinaron.

          El café que apuro de un sólo sorbo; el cigarro que apachurro en el cenicero; el otro cigarro que enciendo; la voz que me ofrece cincuenta mil dólares si agarro al asesino; el trato que se sella vía telefónica, larga distancia; mi voz indicando que no toquen nada, que nadie se acerque al cadáver hasta que yo lo vea.

          La bocina que abandono; mis manos que le arrebatan el saco al respaldo de vinil; la sobaquera de cuero que se cuelga de mi camisa; la Veretta a la que acaricio la cacha; el rótulo que vibra con el portazo: “MAURO BARONA. DETECTIVE PROFESIONAL”; mis pies que devoran escalones; el dorso de la calle que flagelan mis zapatos; el equipaje que olvido; el taxi que me lleva al aeropuerto; el boleto que apenas consigo; el avión que se levanta para rasguñar al cielo; la sobrecargo que camina por el aire; el vuelo que aterriza en San Luis Potosí a las 20:37.

 

El barullo en la sala de llegadas; el trajín de los maleteros; la puerta donde quedamos de vernos; la mujer que se aproxima; las arrugas que tatúan su rostro; la mirada de la viuda que me escruta de pies a cabeza; la camioneta que abordamos; la calle que nos conduce fuera de la ciudad; la carretera que tomamos; la viuda ensimismada; el silencio que nos une durante el trayecto; el rosario que descansa sobre sus rodillas; el rezo que sus labios mastican; el silencio que desbarato: quién era su marido, por qué lo mataron, a qué se dedicaba; la respuesta que escucho: “Mi esposo era ganadero, ganadero de reses bravas; era criador de toros de lidia”.

          La voz que se extingue apuñalada por el dolor; los prolongados minutos que atestiguan la secreción del llanto; la camioneta que tuerce a la izquierda, sobre un camino de terracería; la oscuridad que nos traga; el monótono sonsonete del motor; el lamento de mi cliente; los cincuenta mil dólares que transitan por mi cabeza; lo intrincado del camino; la camioneta que apenas avanza; el frío que empieza a colarse; mi cara que se pega al húmedo cristal de la ventanilla; el vaho por el que resbalo mi dedo, garabateando un signo de interrogación: ?; ¿quién lo mató?, ¿por qué lo hizo?

          La noche que chupa mis ojos; la regadera que extraño; la somnolencia que me hunde en el asiento; mis párpados que se derrumban.

          La hoguera que sueño; la dama peinada de lumbre que enciende la noche; su grito de fuego; los rescoldos incrustados en sus ojos; la manada de minotauros que atizan la hoguera; el ritual que incendia mi sueño; la camioneta que frena violentamente; mi cabeza que se proyecta contra el asiento delantero; el sobresalto con que despierto; los movimientos que se escuchan afuera, amparados por la oscuridad; mis pensamientos que se disparan en fracciones de segundo: “son asaltantes, o los minotauros, o los asesinos del ganadero: esto es una emboscada”.

          La incertidumbre que muerde; la confusión que me atosiga; el corazón que se acelera; mi mano que se escurre por debajo del saco; la pistola que tomo y mantengo pegada al pecho, lista para escupir sus argumentos; el semblante de la viuda que me observa; sus extraños ojos que congelan el trance; sus labios que se abren pálidos e imperturbables: “ya llegamos, ya llegamos, ya llegamos”; la frase que se repite atrincherada en mi oído, como en un laberinto.

 

El viejo casco de la hacienda; el andador que transitamos; la viuda que camina cinco pasos delante de mí, haciendo sonar su poblado llavero; su mirada que se clava en el suelo, a cada paso; su silencio avasallante; los pasillos que circundan el patio interior de la casa; las columnas que sostienen la deliciosa pasarela; la fragancia de las madreselvas; el fresco olor de los rosales; el perfume penetrante de las limas y las huele de noche que nos regalan caravanas.

          La esquina que doblamos; una joven que me sale al paso, de improviso; el pilar tras el que se había escondido para esperarme; el secreto que confiesa con el rostro hermoso, a quemarropa: “La historia se repite”.

          La joven que se fuga en medio de la noche; el estupor que me provoca; las ganas de perseguirla; el deseo por alcanzar esa saeta; la imperiosa necesidad de comprobar que era la misma joven que incendió mi sueño.

          Mi torpeza manifiesta, paralizante; la viuda que continúa su camino, absorta en sus pesares; su mente por completo ajena al pequeño milagro de hace unos instantes; el tranco que apresuro tras sus pasos adoloridos; los metros que recorremos todavía; la esquina del corredor en la que por fin nos detenemos; el tañer de unas campanas  anunciando las diez de la noche.

 

La puerta de madera labrada que resguarda la entrada al salón de trofeos; el emblema de la ganadería coronando el marco de la puerta; el hierro de San Fermín que se yergue colosal; los colores de su divisa clavados en la pared; la voz de la viuda que me informa: “El cuerpo de mi esposo está ahí adentro. Lo trajeron al terminar la última corrida”.

          La llave que la mujer del ganadero introduce en la cerradura; la puerta que se abre sólo lo suficiente para que yo pueda mirar; el interior del salón que no tiene luz eléctrica; las lámparas de queroseno que iluminan el lugar, raquíticamente; el brazo de la viuda que me extiende una vela encendida; la orden que recibo, seca y agresiva: “Empiece a trabajar porque el tiempo no está de su parte”; la viuda que se aleja, que se pierde entre los aromas del jardín; el canto de los grillos que la escoltan; la cajetilla de cigarros que saco; el cigarro que queda en ella y enciendo; el cadáver que espera ahí adentro; la última bocanada de humo; la luna en cuarto creciente que miran mis ojos; el arma que checo; los cincuenta mil dólares que ya siento en mi cartera; los ánimos que me prodigo; mi cuerpo que penetra en el salón de trofeos de la ganadería, sumergiéndose en la penumbra.

          La luz de las lámparas que se extingue; la vela que no alumbra más allá de treinta centímetros adelante de mis narices; las preguntas que mascullo: “¿Por qué la viuda me ha dejado solo?”, “¿no hubiera sido más sencillo que me mostrara el cadáver sin tener que jugar esta comedia de ciegos?”, “¿habían matado al ganadero en la plaza de toros?“; “¿a qué se refería con que el tiempo no está de mi parte?”.

          La pesquisa que inicio, vela en ristre, procurando no tropezar; mis ojos que barren tres veces el suelo, centímetro a centímetro; las suelas de mis zapatos que navegan tres veces por ese mar de tezontle, remando en cámara lenta; las tres veces que repaso rincones y aristas; la irritante sensación que se acomoda entre mis tripas al no poder encontrar nada: al menos nada en el piso de aquella estancia.

          Las paredes que decido escudriñar; el dicho que recuerdo: “Las paredes oyen”; el dicho que acomodo: “Las paredes ven”; el juego de palabras que empieza a entusiasmarme: “Las paredes saben”; o mejor: “Las paredes hablan”.  

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