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Posada acueducto.

 

Cada día viejos y olvidados recuerdos fueron cobrando vida, aunque se presentaban sin agolparse. Venían a mí en forma pausada como si siguieran un orden, quizá para no atropellarse con la intensidad de las imágenes de lo que recién comenzaba a dejar atrás. Sólo entonces al distinguir esas dos fuentes de recuerdos empecé a tomar conciencia de que en cierto modo mi llegada a Santiago significaba un regreso.  

        El ritmo del frío despertar del Bajío, me resultaba tan ajeno como lo es ahora, aún después del tiempo que llevo aquí. No es fácil olvidarse de la vida tropical. Allá, antes de que el calor me echara de la cama y con tal de alcanzar el fresco, me levantaba a las seis de la mañana para disfrutar de un cafecito, cargado, bien amargo y con mucha azúcar; con el jarro humeando, me sentaba en la orilla de la jardinera que daba a la calle, complacida con mirar pasar. Desde esas horas la gente vestida con ropas blancas y de colores vivos transitaba con un caminar pausado y distendido, tan común de los sitios donde el termómetro llega a marcar con facilidad los cuarenta grados. Ir deprisa significa sudar, pero sudar de verdad. No se me olvida una tarde en que me esperaba Antonio en el bar La Mestiza del centro. Como iba retrasada, pues caminé varias cuadras tan rápido que, apenas me hube sentado en la silla empecé a sudar de manera escandalosa, a pesar del ventilador de techo. Me sentía tan incómoda, cómo podemos echar tanta agua salada de un solo cuerpo; lo peor de todo es que el tipo me encantaba y yo quería quedar de lo más bien. Pero el sudor perseveraba y ahora se me escurría por la cara y se metía en los ojos y yo pensaba en el rimel, que seguro lo tendría a modo de ojeras, en vez de hacerme lindas las pestañas. Y me restregué con el pañuelo, que en pocos minutos quedó como un chicharrón, en mi empeño por encontrar un poco de alivio seco. Mientras yo estaba en todas esas operaciones, él pidió al mesero unas cervezas; luego empecé a sentir el cosquilleo de las gotas que chorreaban por el torso y con horror vi entonces que en mi blusa, además de los acostumbrados círculos en las axilas, estaban marcadas por la humedad y la sal las dos líneas cóncavas de los senos, lo cual provocó que, como si no fuera suficiente el calor externo, un fuego interior se me subiera a la cara. Aún con la vista baja, pero en cierto modo algo divertida, acentué las líneas de la frente levantando los ojos hacia mi amigo quien ya había notado lo mismo que yo y, pues mejor me reí, él también. Eso sí, con tremendo gusto me bebí la cerveza helada.

        Qué diferente la memoria de los primeros días en que llegué aquí; era el mes de enero y el invierno estaba en su auge. Antes de las diez u once, la mañana estaba muda, no había nada abierto, a excepción de un par de pequeñas cafeterías ubicadas en la plaza principal. Una mañana no hubo nada ni nadie que me hiciera considerar el salirme de la cama, aunque tampoco hubiera nada ni nadie para intentarlo. Había tomado una habitación en la posada Acueducto, un lugar casero y modesto que por casualidad descubrí cuando caminaba en búsqueda de un puesto de periódicos. Los días anteriores estuve dando vueltas por el centro para ver si conseguía un departamento en esa zona; aparte de un par de sitios bastante oscuros y en condiciones desastrosas, no encontré nada más. Quizá el ánimo con el que amanecí no me ayudó mucho; no conocía a nadie en la ciudad y fuera de algunos diálogos casuales con el dependiente de una tienda o la mesera del café, no había podido establecer una conversación con nadie; comenzaba, pues, a resentir la soledad. Así las cosas, me desperté temprano, vi el reloj que marcaba las siete y salí de la cama para orinar. Como sólo traía puesta una camiseta, la heladez me obligó a buscar de inmediato el abrigo de lana que dejara sobre la silla la noche anterior y metí los pies desnudos en los zapatos; detesto las batas y pantuflas, y todos esos accesorios y vestimentas elaboradas para la hora de dormir. Antes de salir del baño me miré al espejo; traía el cabello recién teñido con un tono berenjena, que yo apreciaba quizá más por divertido, aunque siempre apareciera alguien para opinar lo impropio del color para una mujer que pasa los cuarenta años; encontré con gusto que al menos el cambio de ciudad me había hecho bajar un par de kilos.  Me preparé un café haciendo malabarismos con una parrilla eléctrica y un pocillo azul que comprara el día anterior; me lo llevé a la cama y ahí lo bebí despacio. Después de un par de sorbos decidí que hacía mucho frío como para bañarse, por lo cual el asunto del agua quedó eliminado automáticamente; a la mitad del café decidí también que hacía mucho frío como para salir a la calle, y con la misma me cobijé y estuve leyendo bien acurrucada formando una pequeña cueva con la manta encima del libro abierto. Un rato después dormía.  

        El hambre me despertó y noté la temperatura templada, vi la hora, las seis y cuarto; me asaltó entonces un repentino temor de pasar la noche en vela y resolví salir. Me puse los jeans, me eché un poco de agua en la cara y me alisé el cabello; con abrigo y botas tomé camino hacia el café de la plaza para comer algo. La comida caliente acompañada de dos vasos de vino, me revivió; pagué y me marché evitando la plática un tanto insulsa con el mesero. Apetecía pasear por los callejones adoquinados, cuyos flancos levantaban hermosas construcciones coloniales de cantera; todas con balcones de hierro forjado guardando albeantes visillos de encaje y exhibiendo a cambio geranios de todos colores; los había rojos, anaranjados, rosados, blancos, rodeados además por el verdor de sus hojas. La sensación de recorrer paso a paso la historia y la belleza de la ciudad en la que había decidido vivir, tratando de apresar con los ojos y para siempre esas imágenes, resultaba tremendamente significativa. Me quedé un buen rato en uno de los jardines centrales sólo para mirar y mirar, gozando de una sensación de plenitud que crecía a la par de la sensibilidad. Pasadas las once de la noche el frío me hizo huir y regresé a la habitación de la Posada habiendo comprado antes una botella de tinto. Prendí una minúscula radio portátil que cargo para viajar y que me ayuda a reconocer aunque sea de manera mínima los lugares donde ando; esa noche, además, me hizo buena compañía. Destapé la botella y me serví un vaso; encendí un cigarrillo para luego tirarme en la cama a leer.  Por supuesto no tenía sueño; ese día dormí lo que no había dormido en una semana completa. Sin embargo, como a la mañana siguiente me esperaba una entrevista de trabajo a las ocho, puse el despertador por aquello del desmadre desatado en mi horario. La última vez que vi la hora era de madrugada, pasaban las cuatro, el cenicero estaba lleno y la botella vacía.

        Biiiiiip, biiiiiip, biiiiiip... No podía abrir los ojos, ni tampoco levantar la cabeza. Primero pensé que la pesadez provenía de la propia cabeza, pero no sentía ningún malestar que pudiera asociar con ese estado. Como el despertador seguía chillando pensé en apagarlo de un manotazo; intenté sacar la mano de debajo de la almohada y me resultó imposible; al tratar de nuevo, una oscuridad abismal engulló mi voluntad y caí en un pesado aunque corto sueño. Volví a escuchar la alarma y alcancé a abrir el ojo izquierdo; el derecho no respondía. Entre la penumbra apenas pude distinguir la pared a la que estaba pegada mi cama, por lo que deduje que aún era bien de noche y el maldito despertador sonando; tenía que apagarlo.

        Me encontraba bocabajo y quise virar la cara hacia la derecha para liberar la visión del otro ojo, pero comencé a comprender que estaba adherida a una viscosidad tan pegajosa, que apenas y lograba levantar uno o dos milímetros la cabeza de eso que yo creía era mi almohada. Pensé en mis manos y probé a sacarlas de debajo de la almohada, y sólo alcancé a sentir los dedos, tal y como si yo no tuviera brazos. Pero los dedos estaban adheridos a su vez a la sábana y no respondían a mis órdenes; en un momento de esfuerzo desesperado, creí sentir que el dedo meñique de la mano derecha lograba rascar con la punta de la uña la moldura de la cabecera; pero no dio para más. Un sentimiento de angustia se agolpó en mi garganta, pero antes de que me invadiera del todo, quise probar a incorporarme tratando de levantar el abdomen; inútil fue. A partir del ombligo el pegote era implacable. Las piernas, sí las piernas, casi me felicité por la idea, pues a esas alturas pensar era una lucha heroica contra el terror. No recuerdo bien si primero quise mover los muslos o los pies; en realidad no importa, porque ni unos ni otros respondieron; la pegajosidad de la cama era imposible de vencer. Lo que sí pude notar es que la pierna izquierda permanecía en forma de escuadra con la planta del pie apoyada contra la pierna derecha, que es el modo en que normalmente consigo dormir.

        Bajito comencé a llorar; conmovida por mi situación, poco a poco el llanto cobró fuerza. Pero, en vez de desahogarme, la garganta se me anudaba más y más; alcanzaba sólo a gemir con dificultad; como la mitad de la boca y de la nariz también estaban pegadas a la almohada, a duras penas conseguía respirar. A pesar de la situación en la que me encontraba, el imaginarme echando lágrimas por tan sólo un ojo, mocos por un orificio y la mueca que seguramente estaría haciendo al expulsar los suspiros por la comisura izquierda de la boca, fue acaparando mi atención y unos minutos después algo parecido a unas carcajadas provenientes del estómago y que morían en el pecho me invadieron, para luego apagarse con lentitud; con ellas apareció una oscuridad más negra y por instinto pensé en quedarme quieta a ver qué sucedía; qué tonta me sentí, pues aunque así lo hubiera querido, no podía moverme. Recordé entonces la frescura que algunas noches busco con el pie en la pared, ya que mi estatura me hace topar con la piesera de la cama donde dejo enrollada otra cobija y al rato siento los pies recalientes y eso me desagrada tanto que no puedo dormir. No sé con exactitud qué pasó después, pero creo que la fuerza del deseo del pie por la pared fresca, me llevó a notar que precisamente lo único que tenía alguna movilidad era la pierna izquierda, por lo que comencé a moverla. A pesar de que era difícil realizar los movimientos guardando la posición de escuadra logré desplazarme, muy poco quizá, pero representaba una evolución importante en esas circunstancias. Este descubrimiento me alentó a esforzarme más; la sudoración se hizo evidente y ahora el cabello se me pegaba a la cara. Insistí, y de pronto la condición de pegajoso empezó a ceder; era como salir del fondo de un aljibe inundado de melaza, para alcanzar un respiro. En esas andaba, cuando empecé a notar que la fricción que experimentaba en el pubis a causa de la forma en que estaba obligada a desplazarme, me provocaba una creciente excitación. Olvidada un poco de mi desgracia y del porqué de mis movimientos, me detuve a gozar y llegué irremediablemente a una placentera explosión interna, que culminó cuando jadeando acompañada de un biiiiiip, biiiiiip, biiiiiip, logré abrir los ojos y vi la luz de la mañana.

 

 

 

 

 

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