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Pirulís & Papiroputas.

 

 

 

(Geopolítica  y cartografía de una infancia macerada) 

 

Mi gitana de cabecera y mi psicoanalista coinciden en  que yo sufrí más de lo posible, que soy un milagro de lo abominable y que para seguir viva tuve que haber matado a alguien.

          Los gritos etílicos de mi madre ebria la víspera del pavo, sonaban como miles de platos de porcelana cayendo al suelo.

          Todavía tienes dientes de leche y ya te están obligando a menstruar.

          Recuerdo haber usado como vestido la cortina del baño, y haberme visto como espejismo en los muchos reflejos del azulejo blanco, salpicado por sangre, recordándome una carnicería, como cuando del  torso abierto de una res, se escapan triunfantes tres gotas emisarias de catástrofe y se arrastran como caballos heridos y sin jinete que les llore.

           Cumplidos tres años de edad y mi cuerpo aún no había sido tocado, pero al final del día, después de soplar las velas, en merengue sobre la alfombra, tuve que escribir auxilio-; no podía gritar, seguía con su calcetín en la boca.

          La vagina y el ano, ambos orificios completamente destrozados, mi primera impresión: -ya estoy muerta-

          Después del sexo violento y sometimiento, el me solía consolar con dulces y susurros.

          Dicen que le dieron muerte a guillotina, y como gesto amable: hicieron un arreglo floral en su garganta

El látex de los condones,  sustituye, al menos ontológicamente: el himen que nunca tuve.

          ¡Unicornios  de mi papel tapiz!  ¡Venid a ayudarme! ¡Rescatadme de este suplicio de costra de sangre y a veces excremento!   Si por humano que soy no me corresponde misericordia, les ruego compasión como un simple pedazo de carne, ¡¿O es acaso qué ni el más amable de los tapices de pared, o dios del Olimpo perdido, habrá de dejarme escoger el predador que termine con mi vida, y me veré forzada a ser devorada por dentro por este gusano blanco y venoso?!   ¡Sodomizada en el suelo con el cabello entre los nervios y lágrimas hasta el vestido coliflor que mi propia abuela había comprado, empeñando las joyas de la corona,  los dientes hechos mierda y las encías gritando, la desesperación vertiginosa en mis pupilas!  y entonces miro en perspectiva la esquina más rosa y solemne y sagrada de mi cuarto en ruinas y grito: ¡Unicornios  de mi papel tapiz!  ¡Venid a ayudarme! ¡Rescatadme de este suplicio de costra de sangre y a veces excremento!

          Pero nadie viene  nadie cabalga, ni siquiera un príncipe sucio y perverso, que me rescatase de mi violador, para luego hacer exactamente lo mismo  incluso eso tendría más dignidad, que ser fardo lubricado a  fuerza de golpes y estocadas, sin salida, sin nadie que pelee un duelo a muerte por mi como trofeo. Por antonomasia me llaman Carnada.

          Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra.

          Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra.

          Me desgarra. Me desgarra. Me desgarra. ..

          Necesito sentir vestido neoclásico amarillo pastel y peluca blanca húmeda, saliva de dragón de Komodo como lubricante, p.v.c.  y parafinas, para estar contenta y afín con el clima.

 La moda en parís está llena de mujeres como yo.

          Antes tuve proxenetas por montones, cada esquina era un nuevo infierno de fuego neón, y yo la reina de almas caídas por tacones rotos (me vi a mi misma como estatua de mármol con bikini ajustado de lentejuelas, con los brazos abiertos en símbolo de aceptación y esperando el disparo de escopeta cargada de caramelos macizos y pastillas de menta para el mal aliento, con siete agujas espectras de heroína en cada coyuntura del cuerpo, esperando encontrar venas vacantes y moteles en mis neuronas  a la vida no se le acaban las balas nunca)  y entonces soy mesías de putas y taxistas. Sólo hay un problema todavía tengo corazón.

          Perdí las uñas tratando de escalar paredes blancas y arañando rostros y epitafios.

          He enterrado a todas mis madres biológicas, porque tuve más de una, pues el parto era complicado. La obstetricia del nuevo milenio en medio de pasteles de azúcar y almizcle.

Siete años de edad: un día de primavera pero gris, cada nube que existía se veía forzada a cegar el sol; me dejaron amarrada a un enorme palo de madera clavado en la tierra, desnuda, maquillada, y con mantequilla de maní en toda la entrepierna, irritada y víctima de mosquitos y lagartijas de colores fluorescentes, me recordaba a mi misma a aquel perro que le  hicieron meter las patas en un bloque de cemento, y cuando hubo secado lo dejaron a mitad del parque pasaron tres semanas y el cuerpo del perro muerto colgaba de manera hilarante de sus cuatro patas fracturadas cayendo por el peso de injusticia y la burla, de lado, como una escultura contemporánea.

          Me enamore de la papiroflexia como me enamore de aprender a mover las piernas, doblar desdoblar, meter, sacar, etc.

          Mientras me dejaba tocar, morder y penetrar por millones de manos, bocas y penes de camioneros-colesterol hamburguesas-con-papas-fritas, yo creaba grullas con tickets y servilletas  usadas, un día mi cuerpo también se convirtió en papel, pero no voló.

          Cuantas veces van sentada en la misma silla eléctrica y esperando un apagón, una lluvia de chispas de cielo enfurecido por no haber cometido suicidio. Algunos seres vivos son necesarios para probar la mortalidad de los demás. Mis rodillas y codos coleccionan cicatrices y raspones, como heridas de guerra y medallas de conmemoración.

          Alguien pare la llave que gotea

          Desde pequeña pensé a Dios con vestido de novia, llorando en medio de un campo de alcatraces, una inmensa cascada de queso cottage de entre sus piernas, como aureola boreal caduca, bebiendo margarita con agua de milagro, mallas y ligueros; como a punto de casarse con el apocalipsis mismo.           Por suerte nuca contraje nupcias en las kermeses.

          Y un carrusel de cadáveres adorna mi alumbramiento tres veces negado por té de tila, y mis enaguas malditas empapadas de rojo crudo vigor, esperpenta de colores contrastantes y unos aretes grandes, labial mezquino, besos al aire.

          Cada uña de distinto color, barnices de todas temporadas, y cuando hube descubierto la endodoncia, el sexo oral y el sabor del semen, todavía no controlaba mis esfínteres y no sabía contar hasta 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1  inmisión (!), y las paredes embarradas de mierda.

          Tenía varias muñecas de porcelana, todas me miraban con ojos compasivos, y en la noche me despertaban gritándome: ¡PUTA!

          Cada territorio de mi cuerpo, cada línea imaginaria que separaba los continentes de piel y la panguea que me conformaba, fueron vendidos como baldíos de espacios amplios; mi culo, mis nalgas redondas, ambas sonrojadas por efecto del fuste a contrapelo, habían sido subastadas en callejones y en esquinas por ebrios, parias, familiares y sacerdotes, vendidas al mejor postor, a veces al más elocuente.

Siempre quise ser una pin-up. Pedazo de papel de sensual contenido masturbatorio cuando aún no existía la pornografía, perforada por tachuelas de los extremos, colgada, estática, sonriendo.

          Probablemente nací para ser usada, como si desde el empaque la etiqueta anunciara por trompetas de ángeles transexuales: ¡¡papiroputa!!

          Cualquiera diría que nací con experiencia, yo sólo recuerdo que a pronta edad me parecía normal meterme los pirulís en mi atrofiada, pero recién estrenada vagina.

 

 

 

 

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