Nueces.
Para ser sincera, no recuerdo haber matado a Elías Buñuel, pero todos aseguran que así fue. Al parecer mi crimen tuvo testigos, y ellos describen mis intenciones como despiadadas y malignas, llenas de dolo y con toda la intención de arrebatarle la vida al viejo aspirante a escritor.
Lo que más recuerdo de ese día es el viento. Normalmente, en esta tibia ciudad, siempre se respira una brisa veraniega que refresca el rostro de los hombres y levanta las faldas de las mujeres. Y nunca lo hubiese notado, yo soy muy práctica, el clima y sus gentilezas me importan poco. Pero ese día, en vez de brisa hubo un viento agresivo que congelaba hasta los huesos.
Necesitaba caminar lejos de mi casa, el viento volaba el viejo paraguas sobre mi cabeza. Empecé a correr cuando el paraguas se volteó y mi pelo se empezó a agitar violento hacia el cielo. Encontré refugio en un techito de dos aguas de algún restaurante de comida china, cerca del centro de la ciudad. El cielo ya se había comido al sol y estaba sola ante lo que amenazaba ser una gran tormenta. No sabía cómo iba a volver a casa y pensé en el regaño de mi padre. Seguro hablaría de la inseguridad de la ciudad en la noche, sobre todo para una señorita de diecinueve años que apenas y sabía sonarse sus propias narices.
Acepto que yo era una señorita de diecinueve – en el fondo, el término “señorita” siempre me ha molestado, y ni qué decir del “señora”- pero yo siempre me he jactado de ser muy independiente y valentona, la noche y la tormenta no me preocupaban tanto como la posibilidad de pescar el resfriado de mi vida. Vi las primeras gotas de lluvia caer ante mí, y de ser ligeras y tímidas se volvieron abundantes y pesadas. El techito era mi mejor aliado, así que prendí un cigarrillo y me quedé observando la lluvia.
Pensé en lo que debía comprar por encargo de mi madre: nueces, cocoa, media docena de huevos morenos y un litro de leche. No me gustan las nueces, las encuentro aburridas y su sabor es parecido al cartón. Muchas personas son como nueces: se creen exóticas y de sabor refinado, pero yo las encuentro acartonadas. Yo consideraba ser selectiva con las personas que me rodeaban, no es fácil impresionarme; pero al mismo tiempo creo que no me doy cuenta que en realidad eso es prejuzgar, y lo considero un defecto. ¿Otro defecto mío? Soy muy distraída.
No fue hasta que me agarraron toscamente del brazo que deje de pensar en nueces, de la sorpresa, tiré mi cigarrillo. La voz seca, llena de licor de un hombre cerca de mi oído no me dio tiempo ni de voltear. “¿No eres muy niña para estar tan solita?” Sé que traté de soltarme, golpearlo, patearlo y correr lejos de él, y sé que fallé. Su manaza ahogó mi grito mientras me jalaba a un sucio callejón. Sabía lo que venía cuando jaloneó mi pantalón, se bajó el suyo y me estrelló contra la pared.
Nuble mi mente y aguanté la respiración. Y así pasaron los ocho minutos, que hoy son eternidad, más bajos de mi vida. Lo que viví después, bien digo que no lo recuerdo porque lo veo como si fuese una película.
Ahí estoy, Carolina, piel pálida, cabellos rojizos, vista perdida, recogiendo mi paraguas y caminado dando incómodos tras pies. Me veo, Carolina, labios apretados y miedo en los ojos, entrando a un bar unas calles más adelante de donde un alguien me violó. Me veo, Carolina, apenas legal para pedir un trago, sentándome en la barra y copiándole a un viejo su bebida de cognac Martell. Me ven, Carolina, turbada y enfurecida, arrebatarle al viejo un cuchillo de mango de porcelana negra y apuñalarlo varias veces. Me voy, Carolina, recobrando algo de conciencia y corriendo una vez más hacia la lluvia. Pienso en lo que debía comprar por encargo de mi madre: nueces, cocoa, media docena de huevos morenos y un litro de leche. No me gustan las nueces.