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Muerte en la biblioteca

 

 

A todo el mundo le decía que siempre comenzaba sus novelas en septiembre por dos razones de peso: es un mes lluvioso y arranca el último cuatrimestre del año. Por lo primero, afirmaba que su inspiración fluía tan fuerte al escuchar el llanto del cielo que le era mucho más sencillo derrotar a la dictadura del papel blanco. Según su experiencia, el sol siempre le dejaba seca su pluma. Por lo segundo, decía que era tan metódico que le llevaba un total de cuatro meses edificar en letras el título, argumento, personajes principales, línea conductora y marco escénico para que arrancando enero fluyeran los capítulos a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, solamente él y su diminuto y viejo perro “Kafka” sabían que los razonamientos elegantes sobre los inicios de sus novelas no eran otra cosa que una absurda máscara literaria. Sus motivos en realidad obedecían a que septiembre es parte de la época de lluvias, huracanes, ciclones, depresiones y términos ridículamente similares donde nadie organiza bodas y por ende no recibiría una sola invitación. En septiembre nada le interrumpía su proyecto. Un mes en que las botellas de su tequila favorito – que siempre le acompañaba en los primeros capítulos - bajaban de precio un treinta por ciento por las fiestas patrias y el gasto sería menor.

   Cual García Márquez manejando hacia Acapulco, a Franz – su nombre literario por negarse a ser un aburrido Francisco más- se le había ocurrido dos meses atrás el tema central de lo que él llamaba su “obra maestra” en un viaje por carretera rumbo a San Miguel de Allende. Pero fiel a sus reglas, no escribió ninguna letra hasta que llegó septiembre. En aquel viaje de epifanías literarias, ese hombre que había renunciado a casarse no obstante sus cuarenta años recién cumplidos, había decidido emborracharse de café en la plaza central, inspirarse mirando la iglesia barroca y asistir como cada año al festival internacional de cine. Manejando con las cuatro ventanillas abajo para que su larga cabellera se alborotara y los otros conductores dijeran “¡mira, ahí va un escritor!”, Franz sabía que ya era el momento de su consagración. Eran tantas sus ganas de ir mentalmente en busca de frases grandiosas que por un momento olvidó hacia donde se dirigía aquella tarde donde el sol que seca las plumas se impactaba en su parabrisas. Sacó el teléfono celular y miró la foto de “Kafka” mordiendo un libro de su tocayo en el patio de la casa donde ambos vivían. Sonrió. No menos de cinco veces se orilló para apuntar en el propio teléfono móvil las ideas que estallaban en su cabeza al mismo nivel que los bocinazos de los demás carros ante sus erráticos movimientos frente el volante. La llegada, los litros de café, las dos botellas de vino tinto español, el larguísimo festival de cine, las notas casi ilegibles en servilletas de restaurantes y las dos noches de poco sueño fueron lo que siguió. Estaba listo para la llegada de septiembre.

   A solas, con “Kafka” engordando en el patio por haberse devorado dos terceras partes de la historia de Gregorio Samsa, Franz comenzó a escribir entre cinco y seis horas diarias. El inenarrable estado de su casa contrastaba con la limpieza e impecable orden que se veía en el “cuarto de los sueños” como él lo llamaba.

   Una habitación secundaria convertida en biblioteca desde donde se volvían papel todas sus ideas. Mientras las tormentas diarias le acompañaban, las copas de tequila se vaciaban y las invitaciones a las bodas nunca llegaban, la novela iba tomando forma. La narrativa era limpia, grande y rica en sustancia. Nunca había transmitido tanto como ahora y él lo sabía hasta que llegó el día en que todo cambió para siempre.

   Curiosamente, la primera tarde en que dejó de llover, las teclas de la computadora dejaron de servir y “Kafka” comenzó a ladrar tanto que Franz se vio obligado a cocinarle la mejor carne de su refrigerador. La máquina fue revisada en el taller de reparación pero las palabras se anotaban en la pantalla normalmente. Por el contrario, al llegar a la biblioteca de Franz, nada funcionaba. Desesperado, se cambió a la silla mecedora y respiró profundamente con los ojos cerrados. Unos minutos después, el sonido de tecleas comenzaba a escucharse. Abrió los ojos y a lo lejos comprobó que varias de ellas se presionaban solas. Aterrado se quedó mirando y agitó la cabeza para intentar despertar de la pesadilla. Pero aquello era real. Se acercó y miró la pantalla:

   –Hola Franz. Necesitamos platicar –leyó en la pantalla.

   –¿Un hacker? – murmuró.

   –No soy un hacker, soy tu novela.

   –Esto es absurdo.  – pensó.

   –No me gusta la dirección que está tomando el texto. Debes cambiarla o no te dejaré avanzar más.   

   Franz se asustó aún más cuando le leyeron los pensamientos. “Kafka” corrió horrorizado hacia el patio como presintiendo algo terrible para acabar de devorarse a Gregorio Samsa.

   –Esta novela es lo mejor que has escrito en tu vida, ¿sabes que ella podría por fin darte la fama que tanto ansías?

   –Sí, lo sé –contestó Franz sometiéndose a la conversación surreal que se llevaba a cabo.

   –Entonces debes cambiar la dirección que está tomando o tendré que tomar medidas al respecto.

   –¿Qué debo cambiar?

   –Borraré las últimas veinte hojas para que las reescribas –afirmó mientras comenzaban a desaparecer del archivo párrafos enteros.

   –¡No! –gritó mientras trataba de apagar la máquina sin suerte y los ojos se le llenaban de lágrimas por perder semanas de trabajo en un minuto.

   –Cada vez que no me parezca el rumbo de la novela, las teclas dejarán de funcionar. Que tengas buen día y por favor, no escribas borracho, empobreces tu vocabulario.

   Franz no sabía que pensar. Estaba siendo amenazado por su propia novela en su propia biblioteca. Decidió guardar el texto en una memoria portátil e intentó seguir en centros de cómputo abiertos al público. Visitó amigos, parientes y universidades. Sin embargo, las teclas dejaban de servir cuando intentaba seguir desde otras máquinas.

   –¡Es mi novela! – escribió furioso desde el “cuarto de los sueños” aquella tarde que en que de nuevo llovía y las ideas llegaban como relámpagos.

   –Yo soy tu novela y me tienes que cambiar o habrá consecuencias. – le respondieron.

   Desesperado, volvió a escribir modificando todas las partes donde alguna vez dudó. Eliminó algunos personajes, cambió escenarios e introdujo una serie de hechos sorprendentes hasta que las teclas de nuevo dejaron de funcionar y alrededor de doce páginas fueron eliminadas. La angustia le hacía dormir poco, apenas probar bocado y olvidarse de “Kafka” quien ya no hacía otra cosa más que dormir. Las semanas pasaban y las letras iban y venían, se anotaban y se borraban con la misma rapidez en que septiembre se había convertido en enero.

   Al llegar el nuevo año, se dejaron de escuchar las teclas y el ladrido del perro. Tampoco los gritos de impotencia o la música clásica que lo relajaba. No había ya nadie en esa desordenada casa más que varias paredes colmadas de silencio. Los familiares  tardaron varias semanas en descubrir que “Kafka” había muerto y que Franz estaba desaparecido.

   Y mientras los meses se escurrían entre los dedos dando paso a otro septiembre más, desde la pantalla de una computadora almacenada en la bodega de sus padres, Franz luchaba por salir del texto que él mismo había escrito y que lo tenía ahora reducido a un personaje secundario de una novela que nunca pudo terminarse. Todo ello sucedía mientras los precios del tequila volvían a bajar y las invitaciones de las bodas nunca llegaban por ser épocas de lluvias, huracanes, depresiones y términos ridículamente similares… 

 

 

  

 

 

 

 

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