Mitad bestias.
A las cuatro de la tarde, el redondel de Insurgentes comienza a rugir. Mientras por el sonido local se anuncia un encierro de la Lupita, Lorna recuerda aquella primera vez en que se despojó de la ropa en público.
Cómo es que ella está ahí sentada, viendo al primero de los alternantes, Manolo no sé qué el Poeta, a punto de torturar a una de esas bestias a las que ella siempre ha defendido. Yo debería de estar allá afuera con ellos, pensó. ¡Asesinos, sanguinarios, matando a sus hermanos!, escucha dentro de su cabeza al unísono con aquel coro que se percibe lejano, entonado por catorce hombres y mujeres desnudos que portan una diadema cornúpeta alrededor de los cráneos.
Es irónico lo de ese tal Manolo. A ella siempre le han atraído los poetas, pero ahora está aquí, dispuesta a ver cómo uno de ellos realiza sus limpios, cadenciosos y rítmicos trazos sobre algo distinto al papel en blanco. Está sentada, a la sombra, junto al hombre guapo que la invitó a salir. Después de casi dos años de soltería, le había resultado imposible negarse.
Cerrados los párpados, se entera de lo que sucede a través de la voz del hombre que está sentado tras ella. A lo lejos siguen escuchándose las protestas. Esa gente no sabe ni lo que defiende, según ellos están por la vida de las bestias, pero no entienden que estos ejemplares fueron creados para la fiesta, sólo existen para ella; abogando por sus vidas proclaman por su extinción. ¡Ole! Qué ganas tiene de responderle, pero esta vez se halla del lado equivocado, el de los tendidos.
El primero se llama Bonito, pesará cuatrocientos setenta kilos, pero es manso y con poca casta, no logra bien la acometida. El segundo de la tarde. También un toro complicado, pero el valiente se impone llevándolo con maestría de su lado. Una oreja. Con el tercero la cosa mejora. Encastado y de buen juego. No entiende aquel lenguaje, pero se imagina la sangre, el sufrimiento, escucha bufar a aquel ser. Tercia de banderillas bien colocadas. Al parecer, el torero puede por fin demostrar sus cualidades. Certero estoconazo. El público otorga las dos orejas y hasta el rabo.
Cuando se atreve a mirar, ya llevan al que anda en dos pies, en hombros. Al de cuatro patas, el sacrificado, lo arrastran dibujando con su sangre un camino rojo ondulante que brilla con la luz del sol.
—Por qué no me dijiste que no te gustaba esto, desde que empezó la faena tienes los ojos cerrados —le recrimina Juan.
Lorna se pone en pie. Mira cómo la cola de aquel ser mitad hombre-mitad toro, expresamente creado para la fiesta, inventado en un laboratorio genómico con las mejores partes del ser humano y de la bestia, termina por desaparecer del ruedo. Se despide del hombre guapo colocando sobre sus labios un beso triste.
Antes de traspasar la frontera entre la Monumental Plaza México y la calle, desabrocha los últimos botones de su blusa. Los cuernos, ya le pedirá un par a alguno de sus compañeros.
Publicado en Castálida, revista del
Instituto Mexiquense de Cultura
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