Mimetismo.
Las manecillas del reloj están en el mismo ángulo de ayer: Tic tac, tic tac. Un hecho lo revela: la intensidad de la luz no disminuye; debido a esto, se crea un espacio en donde no hay posibilidad para observar a los demás. Un hombre que tiene los ojos de cordero, se encuentra en la esquina de la calle donde este reloj marca el tiempo. Los carros que cruzan la avenida principal de la ciudad, aumentan minuto a minuto. El ruido de los motores y el estruendo de las llantas, permiten crear un ambiente parecido a una esfera estridente. El hombre de ojos de cordero adquiere una postura inmóvil, mientras las personas a un metro de distancia, le devienen imperceptibles. Tic tac, tic tac, tic tac… Pese a las inconsistencias del ambiente, el hombre encuentra un punto estratégico en donde permanece inerte: no hay retorno. Es aquí, donde él construye la esfera a partir de los susurros externos que son destinados para hermetizar las paredes; y al interior, solo hay un hueco para ser llenado de sonidos de otros espacios y de otro tiempo.
Tic tac, tic tac… El hombre camina en la calle hacia todas direcciones y se desfigura dejando una huella de polvo de sus zapatos. Siente que las personas lo han observado durante horas, días y años. Tic tac, lo han espiado sigilosamente a pesar de la vaguedad del ambiente provocada por los disturbios del clima, de la suave lluvia, del brillante sol, de las estaciones indefinidas y de la cálida tierra. Se confunde miméticamente con el entorno mientras devienen imágenes de su pasado, que ni el recuerdo de la madre quien le llamaba desde la dulce mesa, es suficiente para provocar un reconocimiento de sus huellas. ¡El mundo le ha mentido! Se ha hecho poseedor de un saber marcado por él tictac que le provoca un gemido tan fuerte, que revela la intensión de hacerse escuchar por los otros, ¡Pero nada! Nadie lo mira, se ha abstraído de sí para abigarrarse; es como un tictac, que marca su vida en horas, en minutos y en segundos.
Este hombre ha logrado ser partícipe de cambios antes no sabidos por él. El de ojos de cordero observa cada uno de sus propios movimientos inaudibles y escasamente visibles; mira hacia la derecha y a su lado está una señora con una niña pequeña, la sostiene con la mano izquierda, mientras con la otra levanta una bolsa pesada de víveres y frutas. No sucede nada, sólo una lágrima abrillanta su cara. El hombre no entiende por que durante un instante, comprende los pensamientos de la mujer, incluso capta las formas y los colores que ella misma observa; voltea y ve a la pequeña en la izquierda de su propio lado, como si su postura cambiara a medida que observa a la mujer. Es un juego marcado por las horas del dios cristiano.
Ahora su mirada ya no gira hacia ese lado, pues lo asusta adentrarse aún más, este magnetismo de la esfera compuesto por dos caras ambiguas, le producen una colorida confusión semejante a la de un cuerpo mutilado. No logra encontrar el reposo alcanzado por la dimensión de una figura.
El de ojos de cordero reclama la tranquilidad de un sonido, de una mirada o de un relieve. Busca en su mente recuerdos, hasta encontrar un indicio de una imagen melódica para provocar arrebatos en sus sensaciones, pero estas no se producen en su cuerpo. No obstante, un órgano será el activo receptor de su atención, y escucha un sonido llegado veinte años atrás:
«Está cubierta de pilares de oro y plata»
Al mismo tiempo observa que el exterior no acaricia su cuerpo fragmentado. A través de esta esfera, que aún funge como protector inaudible e invisible de su piel, puede mirar hacia otro punto del entorno: es un anciano y anda bajo un equilibrio controlado por su pie izquierdo y su diminuta cabeza agachada. La sensación emitida en él, es realmente sostenible en su recuerdo. Esta imagen no provoca un desasosiego cómo aquella de la niña, pues las líneas que figuran la silueta del viejo, permiten evadir su desconcierto.
Tic tac, tic tac… se observa en la casa de su infancia, donde en los jardines, el abuelo tarareaba: “romperemos un pilar para ver a doña blanca”. El hombre camina unos pasos en la ciudad pisando los contornos sombreados de las hojas de árboles frutales que despierta el recuerdo de los aromas desprendidos de la hierbabuena y de la ruda.
Ahora, el de ojos de cordero observa a un niño con una expresión melancólica caminando cerca del anciano, a quien le sonríe y toma de la mano. En su rostro encuentra su propia sonrisa caduca desprendida de si. Da un parpadeo para adentrarse en las sensaciones de arcaicos años, pero es inútil, solo escucha el eco de paredes viejas desgastadas por la lluvia de otros días. Un cosquilleo adormece su cuerpo en el momento en que la voz del niño retumba en sus oídos. En el mismo sentido que recorren las manecillas del reloj, su mirada se conduce hacia el rostro del pequeño; sus pupilas se dilatan, una gota líquida recorre su cuello, la impotencia abruma el reconocimiento de sus manos.
El ambiente es cristalino, la esfera es una burbuja que puede romperse por la presencia de otras personas, pero el hombre no se ha movido. El sol es muy brillante y el cielo despejado muestra un color solemne y puro, el ruido exterior es tan fuerte que ensordece sus recuerdos y estropea su visión. El de ojos de cordero se despierta y el reloj para.