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Luz de cucurucho.

 

 

Hay días en que la luz brilla, linda y fuerte en su cucurucho de cartón mojado. Fue un día de finales de verano que le atrapé: jugaba a las escondidillas con un viejo duende, obviamente él iba ganando. Sospeché que se escondía bajo un trozo de cartón viejo de aquel ático de recuerdos eternos. “¡Te tengo!” ... acto seguido me abalancé sobre el cartón, lo hice un cucurucho y miré dentro. No era el duende, era una luz. Seguramente se había perdido, conociendo a las luces, esta quiso iluminar un lugar tan oscuro como aquel, lleno de imps y duendes traviesos.

          Pobre lucecilla, se veía temblorosa y asustada. Le sonreí por un breve momento y pensé que lo mejor era dejar el cartón donde lo había encontrado. Pero ella estaba asustada y cuando menos lo esperaba, me saltó a la cara. No sé si fue un intento de ataque o un abrazo desesperado... curioso lo parecidos que pueden ser el uno al otro. Como pude me las arranqué de los ojos y la sostuve entre mis manos. Creo que me miró directo a los ojos, pues recuerdo un breve y terrible momento de ceguera, pero por fin, se calmó.

          Tuve que recoger el cucurucho de cartón. La verdad es que la lucecita me estaba ampulando las manos. No dolía, es más, no noté que quemara hasta que mis heridas fueron evidentes. Ella se veía feliz en el cucurucho, pero lo mejor era, como la lógica me lo decía, regresarla al sol. Abrí la ventana, el señor amarillo ya estaba tornándose color fuego, y sacudí el cucurucho para que la luz saliera, admito que eso no fue muy delicado de mi parte. Nada, ella se quedó dentro y una vez más, temblaba. Lo intenté varias veces más, por varios días, a diferentes horas... ella no quería salir.

          Así que ahora vive conmigo, en su cucurucho de cartón. Lo pinté del color del cielo de medio día y le dibujé unas nubes purpúreas  aquí y allá. Aún en el cucurucho, su incandescencia natural llenaba de ampollas mis manos, así que se me hizo la costumbre de mojarlas antes de tocarlo. El cucurucho se arruga y humedece, pero gracias a la pintura que usé, parece que no va a desintegrarse en un buen rato. Todos los días intento que la lucecilla salga por la ventana. Una vez, unos de sus rayos salió tímido, casi pudoroso, del cucurucho. Pero fue sólo por un fugaz momento.

          De pronto es linda y brillante, de repente me salpica el rostro con una de sus más suaves caricias, supongo que me quiere... pero no puedo estar seguro, las luces son caprichosas, berrinchudas y hasta volátiles: uno no se puede fiar de la luz.

Hay días que pienso que ya ha volado lejos del cucurucho. Pero solo se opaca y brilla sólo de cuando en vez. Esos días tengo que contarle sobre la lluvia y los arco iris, de las plantas, en especial de los girasoles; así  logro que brille un poquito más. Y si le cuento de los colibríes que viven cerca del durazno del jardín, seguro obtendré un fulgor naranjoso de alegría.

          Sé que algún día mi luz se cansará de lo mundano del cucurucho de cartón mojado, y regresará a vagar por el mundo, pero también sé que aún no está lista. No pierdo las esperanzas, nunca me cansaré de acercarla a la ventana y dejarla asomarse al exterior. Eventualmente saltará y se irá.

          ¿Qué haré el día en que me deje, cuando solo duendes e imps volverán a jugar conmigo? ¿Qué se hace cuando tu luz te deja? Ese día, simplemente me apagaré.

 

 

 

 

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