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Los viajes secretos de George Stephenson.

(1991)

 

 

 

I

 

 “... e la rectitud de questos fierros yacientes, non façe al

tienpo fluir cual río, sino andar cual rizo ensortijado”.

“Vera Historia de los Bolcanes de la Nueva España”.

Martín Diaz, 1710. Archivo General de Indias,

Inventario Sección V, Indiferente General.

 

 

Hay quienes piensan que los avances de la tecnología se deben al ahínco con el que un hombre se dedica a descubrir las leyes de la naturaleza. Hay quienes afirman que eso no es verdad, que el azar ha sido siempre el verdadero autor de los grandes inventos. Hay unos terceros que con escepticismo,   dicen  que la naturaleza ni siquiera tiene leyes definitivas —con lo que eso de descubrir las leyes de la naturaleza se convierte en una preten­sión ingenua—  y que lo único que sucede es que en ocasiones, y siempre por accidente, algunos hombres se topan con fenómenos usualmente ajenos a nuestra experiencia diaria. Cada una de estas posturas entraña el riesgo de una discusión que corre el riesgo de ser interminable y estéril. Pero un hecho que la experiencia sustenta con sobradas pruebas, es que buena parte de los avances tecnológicos de occidente se deben al azar: desde el invento del motor de combustión interna hasta el descubrimiento de la penicilina, el azar jugó el papel de piedra de toque y aún, de materia prima.

         La  mayoría de estos avances se han popularizado, llegando a formar parte de nuestra vida cotidiana. Pero no siempre son bien recibidos por todos los hombres. Muchos maldicen el momento en que Albert Hofmann descubrió por equivocación al ácido lisérgico (otros lo consideran un instante de iluminación); algunos se lamentan de la triste ocurrencia de J.J. Thomson, quien para comprobar el comportamiento ondulatorio y corpuscular de los electrones inventó los principios de la televisión actual, abrien­do además, uno de los múltiples caminos que condujeron a Hiroshima y Nagasaki. Pero es un hecho que casi nadie se arriesgaría a sostener que el invento de mayor alcance logrado hasta el momento por la humanidad sea el ferrocarril. Tal cosa parecería un exceso. Que el descubrimiento de la fusión nuclear, la invención de los microprocesadores o las nanoestructuras, quede opacado ante la primitiva y tosca imagen de una máquina que avanza por un par de rieles metálicos, suena a fullería. Pero vale dar un ejemplo, pues con frecuencia la realidad tiene predilección por mostrarse con rostros engañosos.

         A mediados de la década de los '60 el desarrollo de las telecomunicaciones era uno de los principales campos de la inves­tigación científica. En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson, de la Bell Telephone, estudiando las posibilidades prácticas del uso de las microondas, probaron un detector extremadamente sensible a este tipo de radiación electromagnética. Fuera de lo previsto, su detector captó mucho más ruido del que en teoría era lógico esperar. Desarmaron su aparato seguros de encontrar la anomalía. En efecto: había excremento de ave en el interior. Aliviados, limpiaron cuidadosamente el equipo, lo inspeccionaron una y otra vez y por último volvieron a probarlo. El resultado fue el mismo. Sin que influyera la dirección en que se colocaba el detector, éste percibía una constante radiación de microondas. No variaba en intensidad a lo largo de todo un año,  ni de noche o de día, lo que hacía sospechar su generación en una fuente muy lejana, aún más lejana que las galaxias observables. Sin saberlo, Penzias y Wilson se habían topado con la primera posible evidencia del Big Bang. Pasó el tiempo sin que se percataran de la importancia de su descubrimiento, hasta que otra vez por azar, se toparon con un artículo donde otros investigadores hablaban de su interés por encontrar el medio para detectar esa radiación precisamente, que de ser descubierta, se convertiría en un tremendo argumento a favor del explosivo origen del Universo. Estas felices coincidencias condujeron a los dos físicos de la Bell Telephone hasta el premio Nobel en 1978...  y a la mejor evidencia disponible para los astrofísicos, quienes afirman que hace 15,000,000,000 de años, por efecto de una terrible explosión, se inició lo que ahora consideramos nues­tro universo. El azar y la suerte se enlazaron de una manera que como veremos enseguida, no es de ningún modo extraordinaria o poco frecuente.

 

 

II

                 

  “...la eternidad, cuya despedazada copia es el tiempo.”

                                                                                                     J.L.B.

 

Cuando el inglés George Stephenson inauguró el primer ferro­carril de pasajeros en el mundo, el 27 de septiembre de 1825, nadie imaginó el alcance de tal hecho. A la sazón, Stephenson era un hombre maduro con bastante experiencia en cuestión de máqui­nas.  En 1814, a los 33 años de edad, había fabricado su primer ferrocarril, el “Blucher” y un año después inventaría una lámpara de seguridad, tan eficiente, que por más de un siglo se usó en las minas de todo el mundo. Pero la pasión de Stephenson no sólo fue la mecánica; al menos durante su adolescencia se intere­só por la filosofía y la literatura. A los catorce años aprendió a leer, animado más que nada por su avidez de saber cómo funcio­naban las máquinas de Boulton y Watt. En las oscuras habitaciones de un viejo y anónimo fellow de Oxford, conoció las obras de Shakespeare y de Milton, leyó a Lucrecio y se obsesionó con las ideas de Plotino. Hasta los 29 años, su interés por las máquinas compitió con una secreta pasión por la poesía. Su biógrafo, Samuel Smiles (The Story of the Life of George Stephenson, including a Memoir of his Son Robert Stephenson, 1857, p.349) nos menciona los títulos de algunos de esos poemas  de  juventud,  que por desgracia se perdieron para siempre: “Time”, “System of Eternities”, “Aeon”, “A Dam of Time”, “Span”[1].  Stephenson temía que esos textos fueran leídos; al parecer su ortografía era pésima y además, en el medio en que él se desenvolvía, los poetas no gozaban de buena reputa­ción.  Así que en secreto, se reunía con otros aficionados a la poesía en la granja de uno de sus amigos, Winston Hodgson. Bajo la opaca luz de una lámpara de aceite, leían a Shakespeare y también, gracias a las ocasionales visitas que les hacía un viejo que venía a verlos desde Chesterfield, a poetas como Coleridge y Wordsworth. A Stephenson no le importaba que a causa de estas sesiones tuviera que caminar cerca de dos millas en medio de la lluvia; no le importaba mancharse de barro los zapatos y empapar sus pantalones; no le importaba dormir unas cuantas horas: era joven y sentía que el tiempo a veces dejaba de correr... pero al fín se daría cuenta de que el tiempo jamás se detiene.

         Con 44 años a cuestas, Stephenson se percató de que la juventud se le había acabado. La vida transcurría con demasiada rapidez. Al menos en apariencia, olvidó sus cavilaciones metafísicas y se dedicó arduamente a consolidar prestigio y una fama para la posteridad. Viajó por Europa, instalando vías férreas en España y Bélgica. Su máquina fue convirtiéndose en el medio de transporte terrestre más rápido y eficiente del mundo. Hacia 1830, John Stevens inició en los Estados Unidos la misma labor que Stephenson había emprendido en Europa. Las vías férreas se comenzaron a extender como una gigan­tesca telaraña por todo el hemisferio boreal. Sin embargo, Ste­phenson, por algún motivo que a todos pareció oscuro, se oponía fuertemente a lo que en 1844 dio por llamarse la  “railway mania”. Lo más singular de todo era su negativa a que las líneas de ferrocarriles unificaran su anchura entre rieles. En una actitud que a muchos pareció mezquina, Stephenson utilizó toda su influencia para impedir que en Inglaterra se utilizara el ancho de vía que prevalecía entonces en las larguísi­mas líneas férreas de los Estados Unidos. La razón de esta curio­sa actitud no se encontraba en la envidia, sino  en ciertos sucesos que le ocurrieron en 1831 mientras experimentaba buscando una relación ideal entre el ancho de la vía y la tracción óptima.

         Como era su costumbre, en aquella ocasión él mismo conducía la máquina. Hacía pruebas en una sección de nueve millas de longi­tud en la ruta de Birmingham a York. Ya había ensayado con  diversos anchos de vía; esta vez probaba con una medida de 4 pies con 8 1/2 pulgadas. Su tren atravesaría la campiña por un tramo recto de casi 6 millas de longitud. En ese punto había situado una pronunciada curva, luego de la cual, otro tramo de 3 millas le serviría para frenar, hacer el cambio de vías y regresar. La eficiencia del diseño sería verificada por su hijo Robert, quien con la ayuda de un catalejo observaría el comportamiento de las ruedas de hierro al desli­zarse sobre los rieles. El día era espléndido. Stephenson inició su marcha. Al pasar la primera milla aumentó la presión del vapor hasta lograr una velocidad extraordinaria para aquella época: 35 millas por hora. Al acercarse a la curva, vio con extrañeza que una súbita niebla avanzaba en su dirección impidiendo completa­mente la visibilidad. Pensó que su hijo no podría observar nada así que decidió no arriesgarse y disminuyó la velocidad. Cuando llegó a la curva la niebla pareció adelgazarse un poco, apenas lo suficiente para dejarle ver que un rebaño de ovejas cruzaba las vías. Frenó con dificultad. Pese a lo peligroso de aquella manio­bra su máquina no descarriló; se comportó con una estabilidad extraordinaria, sin embargo, no pudo evitar arrollar a un par de animales. Por fin se detuvo. Bajó de la máquina, seguro de que su hijo estaría muy cerca: gritó su nombre. Nadie le contestó.  Entre la niebla vio aparecer a un niño de unos diez años; era el pastor. Se disculpó por el accidente prometiéndole pagar el daño. Apenas había terminado de hablar, cuando una sensación paulatina pero muy persistente comenzó a agitarlo. Algo le inco­modaba, aunque no podía precisar qué con exactitud. Pensó que tal vez era un efecto de lo inesperado del accidente, o incluso de que su hijo no se presentara de inmedia­to. Mientras trataba de explicarse sus emociones, aquel niño no dejaba de ver al ferrocarril. Stephenson comprendió que una máquina así era extraña en aquel sitio. Pensó en ese hecho y justo entonces se dio cuenta de algo anormal.  Desde el primer día en que habían comen­zado a instalar los rieles él no recordaba haber visto ningún rebaño en los alrededores; ni siquiera recordaba alguna granja cercana.  Le preguntó al niño de donde venía. Le contestó que vivía ahí mismo, en la propiedad de Mr. Wiley Post. El nombre no le pareció familiar, así que con más curiosidad que cortesía, le pidió al muchacho que lo llevara con su patrón para pagarle los daños. La niebla se había disipado casi por completo, aunque el frío seguía siendo intenso. Buscó con la mirada a su hijo. Fue en vano, sin embargo, sus ojos le descubrieron una gran sorpresa: a un centenar de metros, en el valle, había una casa de campo. El niño le dijo que esa era la casa de Mr. Post. Apresuradamente llegaron hasta las puertas. El mayordomo, vestido de un modo curioso y muy anticuado, mantuvo un semblante atónito mientras Stephenson intentaba explicarle lo sucedido. Permaneció en silencio, pero al fin habló, advirtiendo que la familia Post visitaba muy rara vez sus propiedades. Con creciente impaciencia, el ingeniero se limitó a disculparse, insistió en dejar dinero y sin esperar ninguna réplica le dio al mozo una suma considerable. Dejó su tarjeta, indicó la dirección de sus oficinas en York y sin más dilación se dirigió hacia su tren. Apenas si escuchó que a lo lejos, el mayordomo le gritaba algo. Como estaba resuelto a irse de inmediato, sacó el último dinero que traía y se lo dio al muchachito, que curioso, lo había acompañado hasta su máquina. “Dale estos billetes a ese hombre y dile que para cualquier duda me localice en la dirección que ya le he dado, y mira bien, todas las monedas son para ti, anda ve rápido”. Trepó al tren, abrió las válvulas de vapor y con una prisa extrema, echó a andar. Las pesadas ruedas de hierro patinaron sobre los rieles, rechinando con estridencia. Una nube blanquecina cubrió los costados del extraño vehículo ocultando el valle, la casa y la mirada absorta del muchacho. En las entrañas del ingeniero, la incomodidad persistía y lo que fuera, comenzaba a provocarle malestar físico. Asomándose por las estrechas ventanas, largo rato buscó a su hijo. Recorrió la última milla del trayecto ansioso por contarle lo sucedido a Thomas Richardson, su sobrino, quien lo esperaba al final. Al llegar, nadie salió a su encuentro, por lo que él mismo tuvo que realizar el cambio de vías. Reanudó el viaje de regreso, esperando que todo se aclarara. Arribó nuevamente a la curva y lo sorprendió una presencia: su hijo. Detuvo la máquina y para entonces la sorpresa era mutua. Robert esperaba a su padre en el trayecto opuesto, no sabía cómo podía venir de regreso si nunca lo había visto pasar. El suceso exasperó a George Stephenson, sobre todo, porque luego de buscar con cuidado, luego de andar rondando obsesivamente en las proximidades para desembocar al fin en el valle, ante la extrañeza de su hijo, tuvo que aceptar lo imposible: la pradera estaba desierta; ni un rebaño, ni una oveja y claro, ni una construcción. Sin entrar en detalles, ordenó a su hijo que no se dijera palabra de lo que allí había pasado. En lo que intentaba resolver el enigma, suspendió provisionalmente todas sus pruebas con el ancho de vía de 4 pies 8 1/2”.

         Aquella suspensión provisional se volvió definitiva un mes más tarde, cuando investigando la historia de los alrededores de York, se enteró de que en efecto, su tren había atravesado las antiguas propiedades de la familia Post.  A raíz de la muerte de Mr. Wiley Post en 1798, todo había sido comprado por Sir William Dobson, por lo que desde entonces era propiedad de la Dobson's House. Su sobrino, de hecho, conocía a Sir William y fue por ello que había obtenido el permiso de colocar los rieles en su propiedad. Thomas Richardson le decía que, desde hacía años, en aquellos parajes no había ni una sola granja, ni una sola oveja. George Stephenson procuró olvidar el rarísimo suceso y por supuesto, a nadie lo comentó. En el libro de Samuel Smiles hay una brevísima nota de Robert Stephenson mencionando la anécdota y el persistente efecto que tuvo en la vejez de su padre.

         El anciano ingeniero pasó  sus  últimos días en Tapton House, Chesterfield. En las extensas colinas de los alrededores construyó un pequeño circuito ferroviario. ¿Su ancho de vía?: 4 pies 8 1/2 pulgadas...

         El viejo Stepehenson era un solitario que pasaba la mayor parte del día en su ferrocarril. Pese a ser una autoridad en mecánica e ingeniería, ya casi no hablaba de eso con nadie; en cambio, renació su pasión por la poesía. Según su hijo Robert era frecuente verlo salir por la tarde para viajar en su tren. Por horas nadie sabía de él, hasta que bien entrada la noche, se oía el estruendo de la máquina. George Stephenson regresaba entonces a casa, recitando de memoria algún poema de Coleridge, con los zapatos llenos de barro y el pantalón empapado.

 

 

 

III

                                                                              “Dios no juega a los dados...”

A. Einstein

 

Smiles (Lives of the Engineers, Vol. V) comenta que “la idea de Mr. Stephenson acerca de que el ancho de vía de 4 pies 8 1/2 pulgadas era un diseño en extremo peligroso y causa potencial de accidentes cuyas consecuencias serían inimaginables (...) pareció exagerada y algo llena de celos profesionales o resentimientos poco dignos, pero fue una reacción natural al ver que su creación, su genio, eran utili­zados en los Estados Unidos de América, sin habérsele siquiera consultado”. Sin embargo hubo quienes no opinaron así. Sir Arthur Eddington, el astrónomo británico, era un profundo admira­dor de George Stephenson. Él aseguraba que si en la aleación de los rieles se utilizaba “un determinado porcentaje de ciertos isótopos de carbono en nanoarreglos moleculares, el efecto sobre el campo bosónico logrado por una exacta separación entre las vías podría llegar a causar alteraciones inesperadas en el continuo espacio-tiempo”.  Claro está que una declaración así fue causa de polémica. Recientemente, Stephen Hawking ha dicho que “afirmaciones como la de Eddington son simples bromas ante la ingenuidad de los periodistas”.

         Lo cierto es que las experiencias de Stephenson no fueron ignoradas. Inspiraron uno de los muchos cuentos de Ray Brad­bury y a Arthur Honegger, aparte de  suscitarle las notas de una sinfonía, le llevaron a exclamar sin pena alguna: “para mí las locomotoras son seres vivos, las amo de un modo pasional, igual que otros aman a las mujeres”. El mismo Albert Einstein llegó a decir que su confianza en un Universo Ordenado y Eterno se fundaba “no solo en la armonía de las matemáticas, sino en certidumbres como las vividas por George Stephenson”.

         La idea de que el tiempo es una imagen móvil de la eterni­dad, puede brindar calma ante un mundo que parece dominado por el azar. Con la eternidad como absoluto, el determinismo extremo pareciera una consecuencia lógica y el destino sería el veredicto irrevocable para impedir la libertad. Sin embargo, lo experimentado por Stephenson, no deja de ser inquietante; y quizás más inquietantes sean las interpretaciones derivadas de su experiencia.

         Uno de los títulos más extraños de sus poemas perdidos, “System of Eternities”, nos deja perplejos. La eternidad no puede ser más que una, pero él, al parecer pensaba — sin preocuparse por el aparente sin sentido—  que existían varias.  Ante una eternidad puede haber calma, pero también ese molesto escozor que da el saber que la libertad es una ilusión. Ante el sin sentido de múltiples (y tal vez infinitas) eternidades, en cambio, queda el vértigo y el sagrado terror que da el saber que la libertad es posible: siempre y cuando se ejercite la facultad de elegir.

         Existe un curioso fragmento en la obra de Smiles que me parece justo copiar: “George Stephenson, austero en sus costumbres y parco en la charla, con sus amigos íntimos llegaba a ser un conversador profundo o tal vez  — como dirían sus detractores — enigmático y oscuro. Aseguraba por ejemplo, que su vida era muchas vidas, y que daba gracias al Señor por haberle otorgado el don de inventar el ferrocarril. 'Gracias a él — decía — he podido llevar una vida exquisitamente inútil, dedicada enteramente a la poesía, en un mundo donde los terribles anarquistas son dulces, donde las desquiciadas danzas de Ann Lee dieron lugar no a una secta religiosa, sino a lo más parecido a una moderna Edad de Oro, donde no existe una sola máquina pues el demonio Urizen de Blake fue confinado a su pequeño reino y las acciones de Ned Ludd fueron comprendidas por todos. Un mundo donde nuestra querida reina Victoria murió muy joven, y donde los ingenieros únicamente se dedican a la humilde tarea de abrir canales y construir acueductos. También gracias a él ahora estoy aquí, con ustedes, en un mundo moderno, lleno de progreso, de optimismo y de una ingenuidad tal vez insensata. Gracias a él podré escoger, y en la hora final, creo que moriré al lado de ustedes, mis fervientes amigos, tratando a mi vez, de serle fiel a éste lugar que permitió inventar mi máquina (...) estaré algo triste por el mundo que vivirán mis nietos, convencido de que también el dolor otorga sentido a la vida (...) pero al menos, tendré la alegría definitiva de que en otro lado, otros nietos, otros amigos tan nobles como ustedes, vivirán en un mundo menos tortuoso y más sutil'.

         Hubo quienes vieron en estas palabras hasta cierto punto absurdas,  una crítica al progreso –“ridícula y penosamente senil”—. Pero todos sabemos que George Stephenson fue siempre un ejemplar súbdito inglés, un genial ingeniero y un convencido filósofo del progreso, que además guardaba una secreta pasión por la poesía y ¿quién se atreverá a exigir lógica y rigor racional a los pensamientos metafóricos e intuitivos de un poeta?”.

         He escuchado infinidad de veces que en las estaciones de trenes, el tiempo parece haberse detenido. Yo mismo, caminando por los andenes de alguna vieja estación, atrapado por algún color percibido en la niñez, por algún sonido o algún aroma, he enganchado mi memoria a ese viaje interior donde — usando las palabras de Stephenson— “cada momento es la vida entera”. Si allí se encuentra la puerta para que nuestros sentidos perciban la eter­nidad, no deja de ser una paradoja, que, encerrados en la inercia de medir cuanto nos rodea, aún sigamos discutiendo sobre cuál es la naturaleza del tiempo.

 

 


 

[1] Su hijo Robert, sin embargo, cita a pie de página fragmentos del poema “A Dam of Time”, tal vez el único que ha llegado —aunque incompleto— hasta nosotros.  El peculiar modo de usar el lenguaje que tenía George Stephenson y la versificación, más bien ingenua, pueden darnos una idea de su estilo:

               

        A Dam of Time

The Neverending Flow

Always stopped in a Span

From the surface sinking down

Rolling over as it can

(…)

Childhood Games, Lovely Wife

Live together in the Dam

Every moment is Whole Life

Rolling over as it can.

 

 

 

 

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