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Los senderos de Mogor.

(1987)

 

 

 

¿Cómo dar una cualidad tangible a un producto de la mente? ¿cómo asegurar que una abstracción llegue a tener los mismos atributos de  un objeto capaz de ser percibido por los sentidos? Antes de seguir, debo declarar que amo a la música. ¿Qué otra cosa sino este amor ha podido mantener mi cordura hoy que perma­nezco varado en el tiempo, protegido por la esfera eterna del quadrivium? He de reconocer, sin embargo, que  la música  me trajo hasta aquí; tuve que huir de las voraces armonías sin más remedio que postrarme en este refugio singular.

         Solo yo que ahora lo vivo,  puedo asegurar esto: el quadri­vium es una intuición  genial.  Los pensadores griegos lo descu­brieron muy temprano. Entendían la vacuidad sospechosa de las jerarquías pero no por eso eran ciegos a la necesidad —propia de un cerebro limitado como el humano— de jerarquizar.  Así que, sin soberbia, establecieron un modelo para aprender a percibir la realidad. Jerarquizando, distinguieron dos grandes categorías: la sensorial y la racional. Ésta última, raíz y origen del logos: vehículo imprescindible para transmitir conocimiento. Platón fue uno de los precursores de esa ciencia fragmentaria y única a la vez; ciencia que a través del latín, perduraría en la mal llamada “edad media”. Fue gracias a Platón que Atenas brilló bajo la luz de las siete artes liberales: la gramática, la retórica y la dialéctica, cuya unidad forma el trivium; y la aritmética, la geometría, la astro­nomía y la música, el divino quadrivium a quien debo  la conservación de esto que no sé si llamar aún vida.  Y aquí es donde entra mi cuestionamiento inicial, pues la abstracción inexpresable del quadrivium –porque en este caso, la palabra, el logos, es incapaz de transmitir algún conocimiento, alguna descripción siquiera de lo que ahora vivo— me protege como una esfera sólida, tangible, que puedo ver con mis ojos pese a que la mente sea incapaz de resolver tal absurdo.

         Acabo de atribuir a la música mi actual estado. Seré más preciso, me refiero a cierta música. Y sobre todo a su vínculo con ese lugar.  Desgraciadamente conservo en la memoria cada detalle que lo caracterizaba: los grandes árboles y la intermina­ble alfombra de flores, el cielo anormalmente azul en un lugar tan cercano a la ciudad; el viento más bien mudo y el silencio penetrante.

         Mi primera impresión fue casi agradable y la sensación extraña evocada por el paisaje me hizo calificarle como “mágico”.  Hoy descubro que esa imagen engañosa seduce a la mayoría. Si tan solo hubiera conocido aquel bosque mi vida habría permanecido más o menos igual. Pero quiso el destino o el azar, que finalmente son lo mismo, enfrentarme a su triste conjunción con mi afinidad —¿o vulnerabilidad?— hacia la música...  de no haber sido tan ingenuo tampoco estaría aquí; aquella música no me era desconocida.

         Años atrás, cuando aún estudiábamos juntos, asistí con Manuel Ugarte a un recital, poco antes de que él fuera alienado por los ritmos cíclicos y las notas obsesivas que ahora mismo golpean las paredes de mi refugio. El concierto fue en la Universidad. Recuerdo haber reaccio­nado con interés ante aquellas melodías extrañas, ajenas. Pero en poco tiempo mi ánimo se tornó inquieto y me sumergí en una somno­lencia enfermiza. Al cerrar los ojos sentí un ligero mareo; como si hubiera estado corriendo en círculos dentro lo que mi mente identificaba como un laberinto arcaico e inexplicablemente fatal. Manuel percibió mi inquietud y yo, temeroso de cualquier pregun­ta, me apresuré a justificar esta súbita incomodidad como el efecto acumulado de varias noches en vela, excusa bastante plau­sible pues entonces estábamos en exámenes. Evité toda alusión directa a la música o al persistente malestar que ésta me había provocado. Tal reacción, era por completo anormal en mí, sobre todo porque no había ninguna razón lógica para mentir.

         Pocos meses después y a pesar de tal experiencia, accedí sin dificultad cuando Manuel, ahora integrado al grupo de músicos, me invitó a un ensayo en su casa. El efecto que esa vez me provoca­ron las armonías surgidas de los antiguos instrumentos, fue mucho mayor.

         Pasaron luego algunos años. Manuel se dedicó por completo a la música y yo cedí a mi natural inclinación por los libros, emprendiendo el doctorado en Sevilla, a medio camino entre los legajos del Archivo General de Indias y las piernas esbeltas de una andaluza. Sin fortuna perdurable en el amor, los libros me brindaron su fidelidad perenne. Cuando regresé a México, solitario y algo triste, recuperé la felicidad –o algo muy parecido— enclaustrándome como investigador en la Biblioteca Central.

         Cierto día recibí en la oficina una nota de mi amigo donde me invitaba a un concierto. Había pasado ya tanto tiempo sin verlo que no dudé en ir. El recital sería el sábado en Tlal­puente, un fraccionamiento privado a las faldas del cerro Ajusco, en el extremo sur de la ciudad. Pese a que el trabajo que tenía entonces era apasionante y aunque me absorbía por completo, decidí posponerlo. Sin embargo, para evitar preocupaciones, me empeñé en él las últimas horas de aquella tarde. Era viernes y quería dejar las cosas ordenadas; sé por experiencia que cualquier cabo suelto puede convertirse en un dolor de cabeza. Y es que mi tarea se había concentrado a últimas fechas en organizar e inventariar los ejemplares de nuestras bodegas: una labor con mucha propensión al caos. Así pues, me dirigí a la enorme estancia donde mis asistentes incorporaban el material clasificado al  banco de datos de la computadora, en la Biblioteca Central.

         En cuanto llegué, fui recibido por una sorpresa: habían encontrado un baúl con textos antiquísimos. Esto era notable ya que hasta el momento lidiábamos con más libros comunes que otra cosa. Con cuidado abrí la apolillada caja; guardaba mucho más de lo que hubiera podido esperar.

         Con una excepción, todos eran volúmenes extraordinarios; dos de ellos constituían un verdadero hallazgo: la “Biblia Valenciana” de 1478, con sus tapas de madera impecables y la extraña obra de Isidro de Sariñana, “Mitología Sacra” editada en México en 1652 y de la cual sólo se conocía un ejemplar muy deteriorado que llegué a ver en el Archivo General de Indias, cuando todavía era un enamoradizo doctorante en Sevilla. Como una mácula, entre tales joyas se había escurrido el cuarto tomo de un libro reciente sobre la historia del arte en España. Me dirigí con él al estante destinado a la sala de consulta general. Entonces, por un descuido, resbaló de mis manos. Al caer quedó abierto en las láminas centrales, donde una fotografía me llamó la atención. Era el acercamiento del bajo relieve tallado en un antiguo megalito. Sus líneas sinuosas, arregladas como espirales y círculos concéntricos, se entremezclaban, causando un efecto casi hipnótico. Leí la nota al pie: 

 

          “Laberinto de Mogor, inscultura gallega en las peñas de

         Mogor, cerca de Pontevedra,  con gran afinidad a otras

         de Irlanda y Gales que en su caso,   representaría...”

 

         Soy aficionado a la historia y en otras condiciones me hubiera entregado a la lectura detenida de aquella nota, sin embargo tenía tanto trabajo que decidí apartar ese ejemplar junto con las dos rarezas recién descubiertas. Ser director de la Biblioteca me da privilegios; entre ellos la posibilidad de revisar en mi propia casa las obras que lo merezcan. Ingresé el código de seguridad y dispuse lo necesario para transportar, con las garantías indispensables, libros tan preciados. Esa misma noche me dedicaría a estudiarlos... por supuesto que las antigüedades me iban a acaparar toda la atención, pero la nota sobre el “laberin­to de Mogor” sería un buen condimento para la lectura.

         Según lo esperado, casi a media noche, salí de la biblioteca. Por supuesto me llevé los libros. Tenía la intención de al menos hojearlos luego de darme una ducha. Al llegar a la casa, después del baño, merendé con ligereza, pero estaba tan rendido, que en cuanto puse la cabeza sobre la almohada, el sueño me envolvió profundamente.

         Desperté muy tarde y apenas si pude tomar un café antes de subir a mi automóvil rumbo al concierto. Eran casi las diez de la mañana y el recital daría comienzo a las 12. Vivo en el norte de la ciudad, así pues, tuve que atravesarla para llegar a Tlal­puente. En contra de mi costumbre manejé muy rápido, con imprudencia. Detesto la impuntualidad, es lo único que al menos explica tan censurable comportamiento. Estaba inquieto, por el tránsito y por mi potencial tardanza. Fue un alivio constatar que llegaba a tiempo. De cualquier manera, el ánimo aprehensivo no me abandonó. Tal vez por eso el lugar donde se enclava­ba aquel fraccionamiento me generó un curioso nerviosismo. Las casas se perdían en medio de un tupido encinar de árboles añosos, que permanecían sumidos en la humedad constante del musgo; cosa rara estando en plena Ciudad de México –pensé. La vigilancia era extrema y toda la propiedad estaba bardeada, algo que explicaba en cierta medida la perfecta conservación del bosque. Sumido en mis cavilaciones, llegué a la entrada. Los guardias vieron mi invitación y de inmediato me dejaron pasar, indicándome que siguiera el camino hasta el final. Así lo hice.

         La terracería, en muy buenas condiciones, era sinuosa. A veces, los árboles la cubrían por encima, dando la impresión de que uno atravesaba un túnel. En general, el aspecto del lugar era extraño. Algo tenía que ver sin duda, la arquitectura de todas las casas. Sin excepción, su estilo recordaba al de la campiña británica. Esto se acentuaba más por el paisaje boscoso y el clima húmedo. Por largo rato, según yo, anduve dando vueltas por aquellos senderos. Hasta me pareció estar perdido; aunque eso era imposi­ble pues el camino era único y jamás se había ramificado. De todos modos me inquieté, era como si estuviera en un laberinto. Lo cerrado del bosque me agobiaba, el penoso transcurrir del tiempo también. ¿Llegaría tarde pese a todo?

         Con alivio, vi que el camino estaba obstruido por una larga hilera de autos. Era indudable que ahí se realizaba el concierto. Mientras me estacionaba, observé cómo el bosque se abría un poco dejando ver al fondo una imagen casi olvidada: la ciudad.

         Quizás fue su apariencia de un mar gris y monstruoso, quizás su contraste extraordinario con aquel bosque, pero aquella visión me impactó. El bosque entonces me pareció vacío. Era como si la ciudad hubiera extendido un terrible tentáculo para extraerle el alma, dejando un cascarón verde y engañosamente vivo.

         Salí muy pronto de estas reflexiones, o mejor dicho, Manuel me sacó muy pronto de ellas, pues en cuanto me vio, se dirigió ostentosamente a mi auto. Lo saludé con mucho afecto, como ya he dicho hacía tiempo que no lo veía. De inmediato me presentó a los otros músi­cos. Todos extranjeros. Eso no era raro, pues la música que tocaban era también extranjera: música celta. Lo que me produjo una sensación casi desagradable fue más bien que todo el público parecía extranjero. Aunque había algunos gallegos y dos o tres irlandeses —por cuyas venas seguramente corría sangre celta— la mayoría eran sajones... no quiero dar la impresión de ser un xenófobo, pero mi incomodidad puede ser comprensible si sumamos este hecho a que todo ese bosque parecía ser un fragmento ajeno insertado en las entrañas de la enorme ciudad.  Literalmente, me sentí fuera de lugar.

         Busqué una banca y tomé asiento. Comenzó la música. La flauta inició un tema que fue imitado en crescendo por los demás instrumentos. De hecho, la melodía principal casi no varia­ba, más bien se repetía. Poco a poco, fui adormeciéndome. En verdad me sentía muy relajado así que cerré los ojos. En ese momento, como en un sueño intensamente real, me hallé en un camino bordea­do por árboles retorcidos que ocultaban al sol de vez en cuando. Era una repetición casi exacta de lo que había experimentado mientras buscaba el lugar del concierto. La visión me causaba malestar y procuré, de manera infructuosa, abrir los ojos repetidas veces. Seguí recorriendo aquel camino. Ahora  mi  andar era más lento y podía ver las baldosas desiguales y húmedas que lo guiaban. Los encinos retorcidos mostraban su corteza oscura, manchada por las huellas verdosas de los líquenes. Entre los árboles, crecían hierbas perladas de rocío, coronadas aquí y allá con flores anómalas, semejantes a insectos iridiscentes. Arriba, el cielo intensamente azul contrastaba con la ciudad, cuyo rostro gris y amorfo se asomaba no muy lejos, entre los árboles.

         De pronto, la música. Vi que una sombra blancuzca se escon­día entre el encinar. Comencé a correr. El sonido me rodeaba haciendo contrapunto a mi desesperación: un obstinato que se correspondía con la sensación de estar corriendo en círculos; un crescendo como el de mi persecución. Porque ahora estaba seguro. Me perseguían, y no había escapatoria. Ese sendero era parte de un laberinto; todo el bosque era el laberinto. Y por fin supe porqué ese encinar me había dado una sensación de vacío. Todos los árboles, cada hierba, cada gota de agua, todo estaba vacío. Y eso me esperaba a mí, era indudable.

         Abrí los ojos. Alrededor escuché los aplausos. El concierto había terminado. Me sentía muy mal. Tenía que salir de ahí.

         Me alejaba rumbo al coche cuando Manuel se me acercó. Me preguntó por el concierto, su interpretación... Yo contestaba distraído. Me dolía la cabeza. Manuel seguía con­versando. “¿Vives donde siempre? ¿sigues en la biblioteca?...”

         A todo respondí que sí. Estaba muy incómodo, sobre todo porque tenía que ocultar mi malestar. Cuando sentí que iba a reventar, una mujer se puso a platicar con mi amigo. Fue un descanso. Cuanto antes subí al coche y me alejé. El trayecto dentro del bosque fue agobiante, sentía viva­mente la persecución. Por fin salí a la autopista.

         Llegué a la casa. Estaba agotado por completo y me dolía la cabeza. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Necesitaba descan­so. El alivio inicial se tornó muy pronto en un sordo murmullo, cada vez más claro: eran los acordes del concierto. La terrible monotonía se repetía incesante dentro de mi cabeza. Abrí los ojos y el sonido cesó. Nervioso me levanté, fui al refrigerador por una cerveza. Me dirigí al estudio. Para distraerme, más que otra cosa, hojeé los grabados de la “Biblia Valenciana”. Después abrí la “Mitología Sacra” de Sariñana. Con descuido leí la primera hoja que me destinó el azar.

 

          “...y así desde que las demolió, su celo adquirió el nombre de Jerobaal, a la manera de Gedeón, cuya exposición es: el fuerte contra Baal, significando Baal lo mismo que ídolo vino a ser su renombre: El fuerte contra los ídolos. Porque para su difícil empresa fue necesario invocar el nombre de Dios, en el oscuro y único lenguaje del quadrivium. Así el invencible Jerobaal, no sin divina inspiración, salvó su alma de un terrible fin en los Senderos. Senderos, porque el mismo camino de los laberintos, con sus rutas circulares y ciegas, se repite en los bosques y en la música pagana de los Drvidas, en cuyas oscuras, turbias sombras, obscenamente acechan a las almas.”

 

         La cita me aterró, se relacionaba de manera atroz  con mi experiencia. Di un largo sorbo a la cerveza. Guardé con cuidado los dos incunables. Logré mantener la mente en blanco. Luego abrí el tomo IV de la Historia del Arte. Leí la nota al pie sobre el “laberinto de Mogor”:

 

          “...inscultura gallega en las peñas de Mogor, cerca de Pontevedra, con gran afinidad a otras de Irlanda y Gales que en su caso, representaría la mágica 'extracción musical del alma' practicada por los druidas. Su origen celta sin embargo, aún es discutido por los especialistas.”

 

         Antes de que pudiera reflexionar cualquier cosa, la música regresó. Esta vez nada la alejaba. Comencé a entrever que era imposible huir. Yo había salido de aquel bosque, pero el bosque se había metido a mi cuerpo.

         En momentos difíciles, la mente suele iluminarse con una intuición superior. A eso debo mi salvación. Mientras mi cabeza parecía estallar, recordé a Pascal:

 

          “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”.

 

         Aquellas palabras ya las conocía Platón, y todavía antes el propio Hermes Trimegisto. Sabía muy bien que Pascal había culti­vado el quadrivium... súbitamente relacioné a Pascal con la cita de Sariñana.

         Era obvia mi persecución. También era claro que había surgi­do en el mundo abstracto de la música. Así pues, la salvación debía encontrarse en ese ámbito.

         Como un sacerdote oficiando un arcaico rito, canté, dirigí imaginarios trazos geométricos a los puntos zodiacales; susurré como un matemático desquiciado las extravagantes series de Cán­tor. Y mientras hacía todo esto, descubrí que  Pascal conocía uno de los secretos del quadrivium, pues me encontraba protegido por una esfera inconcebible, cuya circunferencia no está en ninguna parte. Supe que debía refugiarme justamente ahí, y lo pude hacer.

         Ahora todo ha cambiado. Percibo al mundo abstracto, imagi­nario, con lo que podría considerar la “innegable realidad” de los sentidos. Sin embargo, lo que antes yo llamaba “el mundo”,  solo puedo inventarlo.

         Si cierro los ojos, puedo imaginar a Manuel entrando a mi departamento con sus amigos. Puedo ver cómo al entrar, ellos se topan con mi cuerpo, vivo, pero mudo e inmóvil. Puedo oír a Manuel diciendo:

         —Creo que aparte de este cuerpo, aquí no hay nada.

 

 

 

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