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Las muertes de Ramón

 

Cuando Ramón nació se trajo a la muerte con él. Sí te lo aseguro. Mira, salió medio asfixiado y pues todos pensamos que ya ni iba a respirar y de repente que empieza a dar unos grititos así medio raros, y yo que pienso, ya se viene el agua y las ranas estas no se callan, pero no, era el chamaco que estaba de terco y yo toda afligida porque de veras quería un hombrecito, pero no así, con la cara medio chueca y un cuerpecito enano. Pero pues ni modo, me dije, y así lo he querido todos estos años, aunque, ¿sabes?, cada vez que festejamos su cumpleaños se nos muere alguien cercano. Ya estoy acostumbrada, por eso junto una lanita para cooperarme con la caja del que se muere y no sentir tanto remordimiento. Lo bueno es que el hijo me salió bien inteligente y hasta dizque literato, por eso ando hoy por acá en la presentación de su libro, porque a los hijos hay que apoyarlos siempre, aunque una no siempre los entienda.

          Respirar la noche es abrir la densidad del pensamiento. Hoy no tengo equivalencias al aire, sólo existo entre mazmorras de parias homosexuales y un libro de Rimbaud entre las manos deformes. Mi madre se tiñe el cabello de rojo, transgrede los espacios vitales de mi mundo y yo se lo permito porque sin ella mi tristeza sería igual al deshielo de los días. Estamos ligados de manera cruel. Yo soy el tiburón y ella mi rémora, cazadora del alimento cotidiano que nos mantiene vivos. Esta noche escribo en sus manos lo inalcanzable que es la muerte, pero ella no comprende, sólo sonríe con esa sonrisa de mares y penurias y me saluda suspendida entre las filas de personas que vienen a escuchar mi poesía, a reflejar sus destrucciones en las mías, a roerme los huesos para dejarme un poco más vacío. Y acerco mi rostro al micrófono y mi voz paralítica llueve metáforas en el silencio, roto apenas por las aspas de los ventiladores, y mi voz paralítica es una cascada vieja de viento y cristales.

          El salón medio lleno, las sillas cafés, el mantel verde sobre la mesa de triplay, un micrófono gastado de tanto reproducir voces y la jarra de cristal con el agua recién vertida. La mano izquierda de Ramón anclada en su brazo derecho en un impulso de detener los movimientos involuntarios del cuerpo y el nombre de su madre antepuesto a la lectura. Una pila de libros grises y muchas sombras que llegan tarde. Las sonrisas, algunas compasivas y otras de admiración, y el viento haciendo revolotear las hojas blancas en el estrado. Ramón es un ejemplo para los jóvenes, una nueva voz que abrirá caminos a futuras generaciones, un luchador, y los aplausos redimiendo el dolor del poeta que ahora se ve más pequeño y estira sus brazos hacia la figura de su madre en un intento de contener las lágrimas.

          Mi casa queda de frente a la cordura. Extraviado de mí mismo siento miedo de los días. Los pescadores arrojan redes en el mar y cada pensamiento urde en su espíritu un verso muy antiguo, paso mucho tiempo con ellos, hilando metáforas de peces muertos y sargazo violeta. Pero no se rezar. Para exhalarme necesito proas luminosas y siempre tengo prisa y envejezco. Dentro de mi casa arrecia la tormenta y el demonio dicta los espacios que existen entre mi madre y yo. Y sigo sin poder rezar. La casa se deshace, la cuna del monstruo incita a la violencia. Desde aquí fluyo. No me atrevo a entrar a esos cuartos donde todo está inundado. No hay bordes ni fronteras. Me golpeo contra los barrotes de la cama y naufrago perdido para siempre en mi interior.

          ¿Qué crees? Ayer este Ramón me llamó por teléfono dizque para despedirse, y pues que dejo el trabajo y me voy volando a la casa y el muchacho estaba a punto de colgarse del tubo de la regadera. No lo entiendo. Si la lectura le salió muy bien y todos dijeron cosas muy bonitas de sus poemas. Esto de ser madre a veces es una carga. Si por lo menos tuviera hermanos todo sería más fácil. Bueno, pues que lo bajo del banquito que había puesto y le quité el mecate del cuello y entre tanta lloradera, mía por supuesto, que me dice que es homosexual, que ya no aguanta más y que el otro muchacho, del que está enamorado, ni caso le hace. Y yo ahí, como paralizada porque pues de eso no entiendo nada. Pero a los hijos nomás hay que quererlos, y yo que comienzo a pensar en él como una hija, ¿me entiendes?, ¿qué más me queda?, y a decirle que ya lo querrá, que el muchacho, como se llame, va a reaccionar y a llamarlo porque Ramón es bien listo y buena gente y hoy ando como ida, a ver si no me corren de la chamba con tanta bronca que me da el hijo.

          La muerte significa deshacerse de la bruma y volver a templos incendiarios. ¿En qué parte del cuerpo se rompen los latidos? Mi madre se sienta en la orilla de la cama y me protege de tu fantasma. Te extraño. Lo que podemos ser es un sueño que se deshace por los muslos. Mis manos intentan prohibirme una nueva herida en la entrepierna. Vencido, después del orgasmo soy el que siempre fui. Después de recorrerte con mis labios, los ángeles censuran este deseo. Este es el tiempo. Las horas sólo albergan el veneno. Quise salvarte y mi madre detuvo la fuga. Tengo miedo de soñar y sigo intacto. No hablaré de ti, los meses se extienden al horizonte, ¿y después?, sólo queda enumerar las tardes, los días en que te llamé. Tú me acaricias el cabello con ternura y dices: sabes que no te amo. Contigo la muerte llega después de la muerte. Un niño me observa desde dentro. Estoy aprendiendo a rezar.

          Ramón camina a la iglesia tomado de la mano de su madre. Arquitectura posmoderna que llena huecos entre el Backstage, refugio de homosexuales, y un cine remodelado hace poco. Los puestos de comida a la orilla del estacionamiento, la cascada anaranjada de los flamboyanes y los chavos banda sin saber a qué banda pertenecen. Del portafolio asoman algunos ejemplares del libro y muchas plumas sin usar. Su madre lo ayuda a hincarse y lo abraza para unir su silencio al de Dios. Un muchacho se acomoda unos bancos más atrás y espera. El reloj anuncia la hora, la madre que parte y las miradas que se encuentran más allá de cruces y oraciones. La tarde los resguarda de la lluvia y la madre en el trabajo, sonriendo satisfecha del encuentro, pero no de este, del otro, Ramón y Dios. Ramón y el muchacho, Ramón y su madre, cómplices para siempre, redivivos en otros cuerpos que son la salvación.

          La sangre abraza toda lucidez; no hay nadie en casa. Mis caderas se amoldan a las tuyas, nada detiene nuevas tormentas. Es tiempo de despertar. La libertad disuelve tu silencio, lo inesperado de estar siendo, y el lugar del encuentro es sólo tiempo. Vencido a la espera dejo de rezar. Cada noche será ahora la primera. Comienzo a escribir un libro nuevo, pero esta vez lo haremos juntos. Tú serás mi madre y mi amante. Nadie nos conoce. Permanecerás sentado en esa silla café disfrazado de mujer y abriré los brazos para tocarte con mi aliento. Quizá soy culpable. Exigí un Dios sin darme cuenta. Nunca sabrás de escapatorias, permanecerás unido a mis versos. La tinta erosiona tus muslos entreabiertos. Mi madre cuelga del tubo de la regadera. Su ausencia no cuestiona el delito de inventarnos. No hay nadie en casa. Para evadir culpas abro los armarios de la orfandad y repaso las sábanas sucias de semen desde las cuales un ángel se aferra al eco de un cumpleaños más.

 

 

Texto incluido en la Antología Fantasiofrenia, Antología del Cuento Dañado

 

 

 

 

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