Larvario.
Por si no te acuerdas del larvario, era un cuarto pequeño con un par de camas individuales, una más angosta que la otra. Las colchas estaban llenas de pelusas que con tan sólo verlas se desprendían llenando todos los espacios y la ropa de bolitas de tela. Inevitablemente había que barrer todos los días, de otro modo, las hebras de colores en tonos rosas y azules se iban acumulando entre las comisuras y nos ahogábamos en ellas. Por todos lados volaban las pelusas, los días que tendíamos la cama se veía más ordenado pero nunca era posible recogerlas todas, ya fuera que se escondieran detrás de las patas anchas de las camas, en las zapatillas del músico, en las pijamas, debajo del tapete o tan cínicas en medio de la almohada y la madera del piso. Lo que nunca hicimos fue darle la vuelta al colchón pero sí cambiamos de cama, ahí fue cuando nos dimos cuenta de que una era más grande que la otra. Creo que las últimas noches dormimos más incómodos que antes. Había que aprovechar que era cuando más nos amábamos, dormíamos más juntos y ocupábamos menos espacio, pero también dormimos más incómodos porque la cuenta regresiva de los días y las horas, la amenaza del tiempo y mi partida de regreso nos iba persiguiendo poco a poco. Más inevitable que barrer todos los días era escapar de los relojes de la gente. Lo único que nos marcaban, a lo único que nos atenían era a un pedazo de papel donde estaba impresa la hora del vuelo que me vio partir de Ezeiza algún día de agosto.
El larvario fue un cuarto gigante en historias. El techo era alto, lleno de mariposas que todos los días se escapaban de mi panza y se acomodaban para pintar el cuadro de tu cara, nunca repitieron sus matices, conocí los colores que en mi vida había visto; cuando era niña, mamá me leía un cuento de un pintor de mariposas, te parecías mucho a él. El armario y la vida de larva le dieron el nombre al larvario. ¡Qué buena es la vida de larva! ¡Qué grande el armario que no utilizamos! La mesita del cuarto nunca estuvo vacía: botellas de vino, pan para acompañar la pasta, un cenicero tosco de madera por lo general lleno de ceniza, hojas de propaganda de la visita guiada a la casa de Carlos Gardel y al reverso una nota que decía: Mon coeur, te vine a buscar y no estabas. Pintó faso y caminata vampiro. Te amo. Mientras cenábamos, la mesa protagonizaba la noche con su mantelito de plástico y figuras geométricas, con su par de hoyos por quemadura de cigarro, esa mesa estaba en la esquina del cuarto debajo de la ventana. La puerta de madera, que por lo general permanecía cerrada, tenía dos tragaluces con vidrios dobladizos, en frente y a un lado de la cama estaba el armario café oscuro, muy grande y pesado.
Cómo fumábamos, cuántas pláticas de pie, con llanto, con carcajadas, comiendo, bebiendo, cuánto fumábamos. Antes y después de comer, de vez en vez, de dos en dos y de seis a siete, al despertar, en medio de un brutal insomnio o casi dormidos. Cuántas veces se escondió el encendedor o se quedó en la mesa lejos de la cama, tan lejos como lo que puede medir un tapete rectangular a mitad de la habitación. La cama con colcha azul servía de perchero: la guitarra, los sacos, hojas y discos, un sombrero y un par de boinas, una mochila verde oscuro, un tin whistle, letras de canciones y poemas. La almohada de esa cama seguía siendo de esa cama. Nunca dormimos con dos almohadas, nunca dormimos en camas separadas desde que llegamos al larvario. Rosalina, nuestra vecina, no dejó de platicarnos sus historias con Juan Carlos. Le compusimos algunas canciones. Ella amaba su país, hinchaba por el Boca Juniors. Nunca entendimos por qué estaba en Argentina si hablaba todo el día de Ecuador. Nos miraba como un par de locos. Siempre tuvo razón y no tenía por qué vernos de otra forma. Nosotros tampoco pretendimos nunca mostrar algo que no fuéramos: sólo orates, amorosos, anartistas, magos, infantes en sus puertos, bello abril y las notas de septiembre. A pesar de todo, Rosalina nos prestó su cámara digital con la que nos fotografiamos desnudos una noche frente al espejo. Tal vez no haya mucho qué apostar por el larvario hablando de su estética. Siempre fue lo que menos nos importó. A mi me dejó de importar poco a poco.
¿Y tu Luna? -Siempre preguntaste-, pues ¡yo soy tu luna! encarnada en tus lunares, pedacitos de cometa salpicados en mis brazos como el fuego. Ya sólo debes recordar un larvario solitario, sin guitarras, sin humo de colillas ni colillas de cigarros. Sólo debes pedir que el tiempo nos mate juntos, que el pánico te ataque a besos y el tiempo que estés dentro de mí, ese que es el mismo que regala muerte dure siempre. Que tus uñas largas toquen Para Elisa, que tu angosto cuerpo te acompañe siempre, que ese siempre del tiempo sea tan hoy, tan tú, tan yo, que no haga falta explicar la diferencia entre las aves y los hombres porque al final son la misma cosa. Qué sería de mi muerte sin la tuya, qué sería de mis noches con insomnio sin tu oscura boca rondándome, manoseando mis ganas tímidas. Sin tu muerte, tú, mi fotografía, qué sería de mí y el redundar de los versos sin sentido. No habría escenarios, no habría manjares ni vino, no se escucharían los presagios del vasco, ni las locuras de Pedro. Nada existiría sin tu muerte ni la mía.
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