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Laboratorio de soluciones imaginarias.

 

 

Soy de la generación de escritores que a falta de guerra mundial conoció la aventura y el peligro hasta que se vio obligado a entrar a dar clases a una secundaria.  Mi situación era en cierto grado delicada, terminó mi beca de Gobierno del Estado, la novela que escribí no me había vuelto famoso y en mis bolsillos ni siquiera aleteaban las polillas que viven en los libros y en las cabezas de los novelistas jóvenes. Me arreglé el bigote, busqué mi folder de documentos importantes, miré con cierta nostalgia los borradores primarios de la novela y regresé a la secundaria.

    El edificio de la secundaria, una fortaleza de ladrillos sobre una colina soleada, mostraba un semblante un tanto desalentador. Buscando la sala de maestros me fui haciendo paso entre bandadas de estudiantes que evidenciaban en sus murmures encontrarse al acecho. El último profesor de español había escapado, en su escritorio había aspirinas pulverizadas y una torre de exámenes por calificar. Como escritor detecté de inmediato la sugerencia macabra y fui formulando la tragedia que la situación me sugería.

    Tres cafés encima preparé mis programas de clase, desempolvé mis aburridos libros de gramática y me dirigí al salón de primero de secundaria. Nervioso, esperé a que el director me presentara. Los alumnos, con mirada luciferina, estudiaban mi estatura y cada uno de mis movimientos. Tenían frente suyo a la presa perfecta: el jovencito romántico con un libro de poemas sobre la edad media bajo el brazo. El director me miró con cierta preocupación y me dejó frente a un auditorio expectante. Escribí mi nombre en el pizarrón y les conté la historia de Cosimo Piovasco, el héroe indomable del Barón Rampante: un renegado más o menos su edad quien negándose a comer un plato de caracoles decide dar una lección ejemplar a sus padres. El muchacho, imponiendo su autoridad, sube a las copas de una encina y sosteniendo un grito de batalla les asegura que no bajará nunca más.

   ─Bien muchachos ─les dije asomándome por la ventana— ¿Cómo harían ustedes para sobrevivir toda su vida sobre las copas del árbol que está plantado en medio del patio? 

   Un suspenso inquietante recorrió las centrales nerviosas del salón de clase. El escritor Miguel de Cervantes me miraba desesperanzado desde una litografía.

    —¿Nadie? —pregunté tomando asiento sobre el escritorio. De inmediato uno de ellos levantó la mano.

    —Pues yo pondría un negocio de tareas con los niños de la primaria, con el dinero me iría manteniendo.

    —Bien, la vida criminal ¿Alguien más?

   —Pues yo le pediría a Gunter que se robara cosas del laboratorio, haría crecer el árbol lo suficiente para que sus raíces destruyeran la escuela.

   —Bien — le contesté entusiasmado.

  Uno más levantó la mano: pues yo sembraría más arboles, cada uno sería un salón, después de un tiempo tendría una escuela más chida que ésta. Apenas dicho esto, un muchacho que había estado dibujando toda la clase, levantado su lápiz dijo: pues yo tendría un rifle francotirador y le dispararía a los maestros que reprobaran a mis amigos. Varias risas se escucharon a lo largo del aula. Pues yo atraparía palomas, las educaría y las mandaría por todo lo que necesite, respondió otro con lucidez.

   Bien, les dije entusiasmado, la primera actividad de la clase será que escriban como sobrevivirían sobre el árbol que vive en medio del patio.

  —¿Puede pasar lo que sea? — Preguntó un niño afilando la punta de su lápiz. Lo que sea, le contesté pensando en las consecuencias.

   Me senté una vez más sobre mi escritorio. Todos se pusieron a trabajar. Cómo me hubiera gustado encender un cigarrillo, frente a mí había treinta escritores resolviendo un problema al mismo tiempo. Uno de ellos, interrumpiendo los trabajos de pensamiento me preguntó: ¿Usted qué haría profe? La verdad es que no supe que contestarle. El joven escritor sabía quien escribiría su primer libro de cuentos.

 

 

 

 

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