La rebelión de las cochinillas.
Cierto día de cierto verano, me dio por matar cochinillas. Tenía razón al matarlas; se habían metido a mi casa. Ignoro qué causó la plaga pero recuerdo vagamente que las pisaba con alevosía, ventaja y traición. Tres de los cuatro agravantes que la ley impone, pues el primero, la premeditación, no lo tenía, ya que aquél era un acto espontáneo.
Mi mujer dormía, como siempre, cansada de hacer el amor si es que lo que ella y yo hacemos es hacer el amor. Yo había salido a refrescarme un poco. En ese momento que algunos llaman el después, improvisé una historia que acaso, por sí sola, tiene sentido: ...de pronto las vi: eran muchas, de verdad muchas. Entonces fue que me dio por aplastarlas como un loco, con mis botines de rockero, pues en ese tiempo era yo un rockero. No sé cuántas maté. Recuerdo que algunas se hacían bolita antes de su último suspiro, si es que suspiran las cochinillas. Lo que más me gustó fue que las maté. Sencillamente. Imaginaos: para ellas tal vez yo era un enorme monstruo y simplemente acabé con su vivienda, sin importar el dolor que les podía causar; tal vez había madres, quiero decir, cochinillas madres que veían morir a sus hijos desesperadas e impotentes ante mi locura. Pues mi locura es lo que me llevó a matarlas.
Meses más tarde sucedió algo inesperado. Yo escribía un poema a mi mujer, pues ella es lo que más amo, cuando escuché un grito en el traspatio. Eran las cochinillas... se habían organizado en ejércitos. Entraron como una alfombra negra, rabiosas, inexorables, enredando a mi esposa entre sus patas, y entonces supe que todo acto tiene consecuencias. Las cochinillas estaban locas, furiosas. Pienso que pienso: Retrocedí hasta la recámara, pero ellas subieron por las escaleras. Me encerré en el baño; también fue inútil. No había ya nada que hacer. Eran millones de millones. Como las estrellas.
Lo último que se me ocurrió fue correr hacía la cuna, ya vacía, de mi hijo Andrés. Antes de morir, enredado entre los millones de patitas de estas feroces enemigas, pensé que las palabras también son cochinillas. Y por un momento casi logré aborrecerlas.
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