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La rampa.

 

Encontramos a Nacho en calzoncillos frente a la estufa. Con las manos se aferraba a los bordes laterales y la cabeza caía vencida entre el hueco de sus brazos. La única luz de la habitación y del resto de la casa era la que ofrecía el fuego azul de las cuatro hornallas encendidas y un tímido claro que del exterior lograba colarse por entre las delgadísimas cortinas de la ventana. Eran las dos de la mañana.

        La escena provocó que la sangre se me fuera a los pies y que me quedara inmovilizada por unos instantes. Alberto pasó decidido y vi  su figura grande acercarse a la de Nacho; me llamó con el agitar de su brazo rompiendo mi inmovilidad.

        —Hace un frío del carajo, Nacho, vamos a vestirte para ir al hospital —dijo Alberto con un tono firme que acentuó su voz gruesa y clara.

Nacho fue levantando poco a poco la cabeza. El cabello rizado, casi del todo gris, revelaba en su aspecto enmarañado horas de desesperación. Primero fue emergiendo la frente, al tiempo que su nariz larga la representaba primitivamente una línea de luz; en pocas horas las arrugas se mostraban como surcos cincelados. Después fue apareciendo la curvatura de los párpados vencidos; cubrían buena parte de los pequeños ojos que, hundidos casi al punto de perderse en el abismo de la cuenca, eran circundados por unas oscuras ojeras. La boca delgada, casi femenina, apretaba una mueca de dolor que le impedía hablar. El resto del cuerpo, en búsqueda de un poco de calor, temblaba. Meneó la cabeza de un lado hacia otro negando e intentó soltar los brazos, pero sus piernas le advirtieron doblándose que no serían capaces de sostenerlo. Alberto adelantó un paso y extendió las manos en un ademán instintivo por sostener el cuerpo de Nacho, aunque él volvió a aferrarse a los costados de la estufa. Yo miraba la escena y, aunque inmóvil en mi exterior, una turbulencia interna me desplazaba hacia la figura de un delirio. Comencé a sentir miedo. Rápidamente Alberto se quitó el abrigo largo de lana que traía encima del pijama y que, a excepción de su sombrero de fieltro gris, era lo único que había alcanzado a ponerse. Los pies los traía enfundados en unas viejas y gastadas pantuflas que parecían sufrir de sarna.

        —No hay nada que discutir, vamos a llevarte al hospital, estás grave —ordenó Alberto, asumiendo naturalmente una posición de mando. Me extendió el abrigo y luego llevó sobre su hombro el brazo izquierdo de Nacho; en medio de varias maniobras difíciles se lo puse, y luego echada en el piso, también le calcé sus huaraches. Pude sentir entre mis manos unos pies gruesos y ásperos; terrosos y abandonados de todo cuidado. No me sorprendió recibir desde ahí el olor ácido y penetrante de los corrales. Al incorporarme escuché débilmente de labios de Nacho:

        —Mis lentecitos, Sara, mis lentecitos.

        Me incorporé y busqué los lentes por encima de la mesa de madera y del resto de los escasos y modestos muebles de la habitación que servía de cocina, de comedor y de sala; no los hallé. Tuve intenciones de buscar en el resto de la casa, pero Alberto me advirtió que no perdiéramos tiempo.

        Eché sobre mis hombros el otro brazo de Nacho y el mío lo crucé por su espalda para ayudar a sostenerlo, tal y como también lo hacía Alberto. Nacho protestaba sabiendo lo inútil de su resistencia y dramáticamente pedía del mismo modo tanto sus lentes como el que lo dejáramos morir tranquilo en su casa. Los diminutivos característicos de su tono cobraron un aire lastimero; mendigaba nuestra respeto a su decisión que nosotros, en el papel de los buenos, traducíamos en una suerte de asesinato.

        Salimos de la casa y, mientras nos acercábamos hasta el auto, el Naranjos y el Tomillo —los dos perros pastores—, nos custodiaban con sus lamentos a la par de su amo. Hasta me estremeció escuchar el crujir de la grava de la pequeña vereda que a nuestro paso lanzaba voces plañideras. El pecho me percutía a un ritmo acelerado. El miedo crecía pensando en que Nacho pudiera morir en el camino; tampoco quería que muriera en mi auto. No era él un amigo entrañable pero, ciertamente, en los pocos meses de conocerlo había desarrollado una simpatía hacia su persona y más todavía un gusto tremendo por su relación con los animales del rancho, que me recordaba una buena parte de mi infancia ligada a mi padre y al campo. La aspereza de su trato, mal disfrazada con su hablar en diminutivo, se desvanecía mientras Nacho se encontrara entre sus animales. Lo había visto alegremente transformar una cubeta galvanizada en una gran mama tibia de múltiples ubres para alimentar al mismo tiempo a seis becerros glotones. Lo vi también abrazar a un becerrito de escasos días y tumbado sobre la tierra darle biberón, como si fuera su madre.

        —Sólo te falta tejer chambritas —le decía yo riéndome, pero profundamente conmovida. Él sólo entrecerraba los ojos y ensanchaba su grueso cuerpo ignorándome.

        Detuve la mirada en su rostro pálido y, sin pensarlo, apreté su mano que caía por mi hombro; quizá era una forma de darle fuerza a mis palabras:

        —No puedo dejarte así nomás, Nacho, y que te mueras; mañana verás las cosas distintas. Anda, sé bueno y sube al auto.

        Los dolores que Nacho sufría no nos permitieron recostarlo sobre el asiento trasero; ni siquiera sentarlo. Se tuvo que colocar en cuatro patas, posición que aumentó su sentimiento de humillación. El goteo involuntario de la orina había rebasado sus calzoncillos y comenzaba a caer sobre la vestidura de tela del asiento. Veíamos caer, también, su dignidad. El olor a orines comenzaba a invadir el auto y, a pesar del frío, bajé la ventanilla de mi puerta, pero de inmediato Alberto protestó y no tuve más remedio que cerrarla.

        Arranqué rogando que los cuarenta minutos de camino que nos separaban de la ciudad no nos condujeran a la fatalidad; pedía que mágicamente se acortara. Ni Alberto ni yo pronunciamos palabra por varios minutos. Nacho insistía y machacaba nuestros oídos con un ruego inútil porque lo dejáramos morir con dignidad en su casa.

        Me sacudían sus palabras y dudaba que estuviéramos haciendo lo mejor. Después de todo, qué derecho teníamos de pasar por encima de su voluntad aprovechando su vulnerabilidad y sometiéndolo a lo que él consideraba una humillación que no estaba dispuesto a soportar. Sin embargo, me atacaba también la  idea de imaginarlo a sus sesenta años muerto en medio del rancho; sus animales huérfanos, sus becerros sin tetas de donde mamar, y sus cactus cerrando flor en señal de duelo. El Naranjas y el Tomillo formarían con sus aullidos parte del cortejo fúnebre. Después me hice a la idea de que todo su discurso era el desahogo que no se permitía a los hombres por medio del llanto. El dolor debía de ser atroz y soportarlo no era humano; debería estar como La Dolorosa entre sudores y lágrimas y mocos. Lo peor de todo es que mi egoísmo era lo que me hacía conducirme así; yo no podía cargar con la culpa de su muerte y eso era lo que verdaderamente me atormentaba.

 

La carretera era buena, de concreto, pero sin iluminación. Manejar nunca me ha gustado, aunque lo haga con habilidad, pero manejar de noche me provoca un temor irracional haciéndome perder por completo la seguridad. Conducía con las manos apretadas al volante y forzando las mandíbulas. Sentí entonces la mano tibia de Alberto sobre mi pierna derecha. Lo miré y encontré sus ojos claros, grandes y plenos de seguridad. Apretó un poco mi muslo entre sus dedos y una sensación placentera rezagó los temores. Me sentí mejor. Seguimos así el resto del camino y el placer que me ofrecía esa mano grande y tibia se me confundía entre las culpas, el olor a orines y los lamentos de Nacho. En el fondo deseaba estúpidamente que el camino se alargara; las luces de la ciudad anunciaron lo contrario.

        Alberto me fue indicando el camino para llegar al hospital de la Cruz Roja y, por fin, pude ver con alivio el letrero luminoso de “urgencias” del edificio hospitalario y ahí mismo me estacioné. Como no hubo nadie quien nos recibiera, Alberto se bajó rápidamente del auto. La luz blanca de neón de la puerta de entrada me hizo evidente su aspecto, que hasta ese momento me había resultado de lo más natural. Iba con su pijama de franela a rayas azules en distintos tonos, su sombrero gris y las pantuflas sarnosas.  Claro, si yo había llegado a su casa poco antes de la una y media de la mañana apresurándolo para ir a rescatar a Nacho. Alcancé a murmurar un “¡coño, van a creer que está loco!, cuando atravesó las puertas de emergencia. Unos tres o cinco minutos después regresaba empujando una camilla solo y frunciendo el ceño. A grandes voces me decía:

        —¡No hay camilleros! ¡Tenemos que ingresarlo por la puerta principal para que lo atiendan!

        Me bajé del auto y abrí la puerta trasera para sacar a Nacho, que se resistía a bajar agarrándose de los cinturones de seguridad del asiento. Alberto abrió la otra puerta y logró soltar sus manos, momento que aproveché para jalarlo de la cintura. Entonces La Dolorosa fue minúscula ante sus gritos de dolor. Lo solté asustada. Sin perder la calma, Alberto arrastró la camilla hacia este costado del auto y me hizo a un lado. Con una mezcla de órdenes y ruegos logró bajar a Nacho y hacerlo subir a la camilla, aunque en vez de acostarse se puso de nueva cuenta en cuatro patas. Alberto me señaló un lateral de la camilla hacia el frente donde me coloqué y él tomó el extremo de la cabecera desde donde comenzó a empujar hasta llegar a la puerta principal. Entramos a los pasillos blancos, largos y abandonados, fantasmales; me indicó que debíamos subir hasta el primer piso por la rampa, pues no existían elevadores. Tratamos de iniciar el ascenso, pero la pendiente resultó excesiva para nuestras fuerzas y nos echaba hacia abajo. Nacho volvió a quejarse y, mientras dábamos marcha atrás, nos dijo que éramos unos cabrones y exigió que lo bajáramos, pero no le hicimos caso. Alberto consiguió detener la camilla y yo hice otro poco agarrando el extremo opuesto. Con cierta contrariedad, pero tratando de mantener la calma, Alberto me pidió volver a colocarme a un costado de la camilla y en la parte del frente, agarrando con fuerza el barandal para ayudarlo en el impulso hacia arriba. Nacho insistía en que lo bajáramos y su voz me aturdía. Alberto dio la orden de ¡empújale, Sara! y los dos intentamos trepar la pendiente con los mismos resultados estériles que antes y las protestas desesperadas de Nacho, que repetía:

        —¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Déjenme en paz; no tiene derecho!

        Vi que el rostro de Alberto comenzaba a enrojecer y que, a pesar del frío, ya se le notaba el sudor en la frente. Yo también sudaba y sentía que la espalda se me humedecía. Fue cuando entonces a Alberto se le ocurrió separarse dos o tres metros del inicio de la pendiente para que tomáramos impulso y pudiéramos subir. Vino de nueva cuenta el ¡empújale, Sara! Con el impulso tomado en la recta y con todas nuestras fuerzas logramos llegar al inicio de la loma de la pendiente que, furiosa, nos lanzó hacia abajo. Yo iba prácticamente colgando del costado de la camilla y con la punta de los zapatos trataba inútilmente de frenar la carrera hacia abajo, mientras Nacho se agarraba de los barandales de la camilla y pedía auxilio desesperadamente. Alberto tuvo que subir parte del cuerpo a la camilla, para no ser atropellado. En un momento, resultó que los tres íbamos arriba de la camilla y que era la mismísima camilla la que conducía. Al llegar a la recta Alberto bajó los pies para meter freno, aunque lo único que logró fue reducir en algo el impacto contra la pared. Yo no lo podía creer. No podía creer que estuviera a eso de las tres de la mañana luchando por trepar una camilla con un hombre en calzoncillos cubierto a medias por un abrigo y lloriqueando en cuatro patas, y otro más con su pijama rayadito y el rostro encendido, pero colocándose el sombrero que unos segundos antes recogiera del piso, como si se colcara la dignidad perdida en la caída. Tampoco podía creer que nos encontráramos en la Cruz Roja y que, a pesar del escándalo, nadie asomara. ¿Qué era todo esto? Sentí cómo el sudor me corría por la espalda y cómo el corazón agitado le restaba fuerzas a mis piernas. De pronto comencé a reírme; primero discretamente y luego ya fueron francas carcajadas que iban en aumento y que me doblaban obligándome a abrazarme del estómago.

        Alberto se acercó hacia mí con lentitud y me tomó del brazo con fuerza. El ataque de risa disminuyó y me sentí un poco avergonzada, aunque no lograba controlar del todo las risitas. Me miró fijamente a los ojos y me exigió un nuevo intento echando todas nuestras fuerzas. Entonces me enojé y mis protestas se unieron a las de Nacho, pero fue inútil. Alberto ya se encontraba en posición de arranque y yo me imaginaba que amaneceríamos los tres hospitalizados. Nacho me suplicaba que no le hiciera caso a Alberto, pero yo ya estaba de nueva cuenta en mi posición; no podía nada contrario a la voluntad de Alberto. Eso era clarísimo. ¡Empújale, Sara! volví a escuchar y tomamos vuelo en una recta mayor que la anterior. No sé de dónde sacamos la energía necesaria, pero casi milagrosamente ya nos habíamos posesionado de la joroba de la rampa y arribábamos al primer piso acompañados, por supuesto, de los gritos de Nacho. Unos metros más adelante, sobre el pasillo, vimos una habitación iluminada y hacia allá nos dirigimos. Al entrar encontramos a un minúsculo hombre joven, chaparro y vestido con una bata blanca percudida y con un estetoscopio colgando del cuello. Su piel morena y su ralo bigote negro contrastaban fuertemente con el color de su vestimenta. Nos indicó que pusiéramos la camilla con el enfermo entre dos cortinas que hacían las veces de consultorio. Cuando se acercó a la camilla, Nacho en cuatro patas y con el abrigo abierto que lo exhibía en calzoncillos, le gruñó:

        —¡Si me tocas te mato, cabrón!

        El joven médico dio un paso atrás. La figura de Nacho bien podía evocar la de un mastín herido, por lo que se dirigió a Alberto preguntando con cierto tartamudeo:

        —¿Qué le pasa?

        —Es la próstata —respondió con naturalidad, mientras extendía las palmas de las manos y abría y cerraba los brazos en un ademán de entendimiento, y agregando—: tiene que ponerle una sonda para evitar que colapse la vejiga.

        Entonces él meneó negativamente la cabeza y respondió con su tartamudeo:

        —No puedo, soy pasante, y no contamos con médico de guardia. Llévelo a otro hospital.

        Nacho sintió que sus ruegos por fin habían sido escuchados y que pronto saldríamos de ese lugar. No estaba tan equivocado.

        —¿Cómo es posible que no sean capaces de atender una urgencia en la Cruz Roja? —le pregunté indignada en forma de reclamo al hombrecito de blanco que antes creí médico, pero como respuesta recibí simplemente un alzar de hombros.

        —Consígame una sonda estéril y una cubeta —intervino Alberto—, yo lo canalizo.

        —No, por favor, no sean malitos, llévenme a mi casa y déjenme morir en paz —pidió lastimeramente Nacho por enécima vez.

        —No tenemos ese material —dijo con simpleza el hombre de blanco.

        —¡Vámonos! —ordenó Alberto— y comenzó a empujar la camilla.

 

En silencio recorrimos de regreso el pasillo y al llegar a la rampa, que ahora nos tocaba de bajada, Alberto instruyó con serenidad:

        —Desde este mismo extremo entre los dos sujetamos la camilla y la hacemos bajar lentamente —agregando para Nacho—: sujétate bien.

        Con resignación, Nacho se agarró de los barandales y yo, cargando con un hoyo negro en el estómago, sujeté el mismo extremo que Alberto e iniciamos el descenso. Era para nosotros imposible bajar con lentitud, y resistiendo con los pies de frente descendimos abruptamente, aunque logramos detenernos antes de chocar con la misma pared. De ahí al auto. Ayudamos a Nacho a subir y de nuevo estábamos prontos para arrancar. Mientras metía la llave para dar marcha pensaba que nunca antes había reparado en el físico de los camilleros; era tan natural verlos subir y bajar por las rampas de los hospitales, que jamás se me hubiera ocurrido lo titánico de la situación. Estaba absolutamente agotada. Alberto me acarició la cabeza y con suavidad me pidió que me dirigiera al centro de la ciudad. Poco antes de las cuatro de la mañana enfilé el auto hacia la avenida, en medio de fuertes vapores amoniacales. Al entrar al centro me indicó el cruzamiento de calles al que debíamos dirigirnos para llegar al Sanatorio Alcocer. El estacionamiento estaba abierto y entramos con el coche hasta llegar a la puerta de entrada que aparecía cerrada. Alberto se bajó y tocó el timbre varias veces, pero nadie le respondió. Entre toquido y toquido se quitaba el sombrero, se mesaba los cabellos y se lo volvía a poner. Entonces se decidió a golpear la puerta. Nada. Insistió fuertemente, pero fue inútil. Nadie acudió a la puerta. Yo volví a observar su pinta e imaginé que quizá pensarían que se trataba de un borracho trasnochado y que por eso se negaban siquiera a atender la puerta. Nacho comenzó a quejarse con lamentos profundos; estaba pálido, casi transparente. Desesperado, Alberto se subió al auto y me dijo que fuéramos a una farmacia. Cerca de mi casa había una con servicio nocturno y hacia allí nos dirigimos. Ya en la farmacia, compró la sonda, un sedante y un par de jeringas desechables. Cuando subió al auto, me pidió que fuéramos a mi casa. Nacho protestó de nueva cuenta:

        —Por favorcito, no sean así; Alberto, no seas cabrón llévame a mi casa.

        Irritado, Alberto se dio media vuelta desde el asiento del auto y alzando la voz, aunque sin gritar, le dijo con dureza:

        —Yo te voy a canalizar ahora mismo antes de que revientes, y hazme el favor: ¡ya cállate!

        Pensé por un momento que Nacho se echaría a llorar, pero no fue así; quizá era yo la que necesitaba llorar. En su posición de cuatro patas seguía goteando orines y, ya en forma de murmullo, persistía en que si su dignidad, en que si su derecho, en que si sus últimos momentos. Alberto se acomodó en el asiento ignorándolo; solamente sacudió ligeramente la cabeza y me pidió que fuéramos a mi casa. A las cuatro y media de la mañana estábamos entrando. Sobre nuestros hombros pusimos los brazos de Nacho y abrazándolo para sostenerlo lo llevamos a mi recámara, le quitamos el abrigo y lo acostamos poniéndole varias almohadas en la espalda para evitar la rotunda posición horizontal, que acentuaba su dolor. Mientras Alberto se lavaba las manos, yo proveía de algodón, alcohol y una cubeta de plástico. La operación comenzó cerca de las cinco de la mañana.

        —Sara —me llamó Alberto discretamente desde el baño—, necesitaría que estuvieras conmigo por cualquier cosa, pero no sé si tengas condiciones para soportarlo.

        Yo asentí fingiendo sacrificio. En realidad la sangre nunca me ha asustado y, el imaginar a Alberto introduciéndole en el pene la sonda a todo su largo, desnudaba totalmente mi morbosidad. Y, así, sin un asomo de vergüenza, me puse en mi puesto de guardia. Yo sabía que Alberto había ejercido la medicina y fue por eso, además de su amistad con Nacho, que decidí recurrir a él. También sabía que se retiró tempranamente sin un motivo claro.

 

Alberto le quitó los calzoncillos a Nacho y le explicó que el procedimiento sería doloroso, pero que el alivio le llegaría rápidamente. Comenzó a introducirle con firmeza la sonda por el uréter. Conforme entraba esa sonda, Nacho apretaba los ojos, apretaba los dientes, apretaba las manos, apretaba todo, todo su cuerpo de tanto dolor. Un escalofrío me sacudió; las culpas también me sacudieron. Algunos quejidos se le escaparon involuntariamente, pero el hombre aguantó. En un momento, la sonda se tiñó de rojo; había comenzado a brotar sangre. Después un líquido amarillo que no era otra cosa más que la orina. La espuma y el hedor dijeron, presente. Pasado un minuto los lamentos de Nacho cedieron; la rigidez abandonaba su cuerpo y varios larguísimos ¡ah!, ¡ah!, ¡ah! se derramaron de su garganta ronca, mientras se le vaciaba la vejiga.

 

Era viernes y esa tarde Nacho había conseguido entradas para un espectáculo de canto, que recreaba —con jarras de cerveza sin límite— el cabaret alemán. Y ahí estuvimos, y ahí bebimos y ahí comimos algo también. Al finalizar me dijo él que traía una botella de un excelente vino blanco portugués y decidimos tomarla en mi casa. Allá fuimos; él abrió la botella y, mientras se oxigenaba, se metió al baño. Estuvo un buen rato dentro, pero no le presté atención. Al salir noté que su pantalón estaba mojado; me sorprendió, aunque me quedé callada, porque inmediatamente él me dijo que se sentía mal y que estaba muy apenado y que lo disculpara por favorcito, pero que se marchaba. Yo le pedí que se quedara, que no se fuera así, que podíamos llamar a un médico. Por más que le insistí, no logré convencerlo. Volvió a entrar al baño, esta vez de manera abrupta, y salió consternado y dolorido. Noté que la incontinencia que estaba experimentando le dolía más, que su mismo dolor. No alcancé a decir nada y se marchó. Una hora y media después, preocupada, le llamé por teléfono y casi no podía ni hablar del dolor que le atacaba. Le dije entonces que iba para allá y fue cuando decidí pasar por Alberto para que me acompañara.

 

Cuando dejó de brotar orina por la sonda, Alberto colocó una bolsa de plástico como contenedor. Mi ayuda se limitó a retirar la cubeta y a deshacerme de los orines. Luego le aplicó un sedante por vía intravenosa y, antes de que Nacho se durmiera, le advirtió que era importante ir a un médico a primera hora, porque de lo que sí se podía morir entonces era de una infección.

        —Gracias, hermanito, me salvaste la vida —alcanzó a decirle Nacho antes de quedarse dormido.

        Alrededor de las seis de la mañana llevé a Alberto a su casa; nos besamos al despedirnos. Regresé y me acosté a un lado de Nacho para cuidarlo, pero de inmediato me quedé profundamente dormida. Abrí los ojos sobresaltada cerca de las once de la mañana; Nacho aún dormía; me resultó extraño encontrarme con él en la cama. Me levanté con sigilo y preparé un café bien cargado que bebí gustosa. A eso del mediodía lo desperté. Él localizó a un médico amigo, quien lo citó de inmediato. De entre mi ropa escogí lo menos femenino que encontré para que se pudiera vestir y lo llevé al hospital donde lo citaron a consulta. Al bajar del auto, Nacho me abrazó y me dijo que no tenía con qué agradecerme lo que había hecho por él.

 

Yo cargo todavía con grandes culpas. A Alberto sólo lo volví a ver el domingo, día en que enterramos a Nacho.

 

 

 

 

 

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