La quinceañera.
No sé si deba contar mi historia, soy de las personas a las que nadie recuerda. Me llamo Blanca. A veces creo que ese nombre me ha traído mala suerte.
He sido la hija de Carmela Beltrán y la nieta de don Pedro el de las velas. Así es como me identifican cuando me presentan con un ahhhh! Pero de mí no saben nada.
Con decir que mi amiga y compañera de la primaria, con quien tanto jugué y tantos recuerdos tengo, cuando al salir de misa me acerqué a saludarla de luto de su padre, note en su mirada la angustia que se siente al no saber ni el nombre de quien te está saludando y tratas de hacer un esfuerzo para que la otra persona no lo note, pero es inútil, yo me di cuenta pues ya estoy acostumbrada, le ayudé para que no se sintiera mal. Le dije, soy Blanca, estuvimos juntas en la primaria. Para que no quedara duda, le dije que era hija de Carmelita. Hasta entonces vi cómo descansó de su angustia con una sonrisa tibia, como recordando en ese instante en que la boca se alarga y los ojos medio se cierran y pasan la película de tu vida en su mente.
Mi madre se casó a los diez y nueve años. Nunca se fue de casa del abuelo porque mi padre no salía de la cantina y ella de la iglesia. Mi abuelo hacía cirios y velas, y mi madre atendía la tienda. Nuestra casa está en la esquina de la iglesia. Recuerdo el olor a cebo que usaba mi abuelo para las velas, que tanto repugnaba y me hacía devolver el estómago.
Otra vez suenan las campanas de la iglesia.
Un día mi padre no llegó a casa. Todos se pusieron de negro y lloraban y gritaban. Pregunté por él y sólo me dijeron que no volvería más, que se había quedado dormido en las vías del tren. Yo no creí esa historia y pasé mi infancia buscándolo.
Aprovechaba cualquier oportunidad para ir a caminar a las vías, de punta a punta del pueblo, brincando de durmiente a durmiente. Me iba silbando, como mi padre lo hacía. El silbido era un lenguaje que sólo mi padre y yo entendíamos.
Conocí a todos los maquinistas y garroteros del tren. Me hice amiga de Francisco, un viejo que me traía dulces y platicábamos siempre que me encontraba sentada en la estación. Yo le conté de mi padre y él me dijo que mi padre no se había dormido en las vías, que se había ido en el tren a Chihuahua y si yo quería me podía llevar.
Suenan las campanas.
Planeé todo, y una tarde de noviembre me fui, exactamente un día después de mi cumpleaños que no pude festejar, porque a un cristiano se le ocurrió morirse ese día y en vez de festejo me la pasé ayudándole a mi madre en la tienda vendiendo veladoras. Ese día, a las 6 de la tarde, con la última campanada de la iglesia de Dolores, mi madre se fue a misa y yo me subí al tren. Era el día más feliz de mi vida, iba a volver a ver a mi padre y lo traería de nuevo a casa, era el regalo de cumpleaños que más anhelaba.
Francisco dijo a sus compañeros que yo era su hija. Era la primera vez que me subía a un tren. Vi cómo el desierto desolado se iba abriendo entre huisaches y magueyes para que pasara el tren con su sonido majestuoso. El viaje duró poco, aunque a mí se me hizo eterno. Nos bajamos en la noche en Paredón, un pueblo que está a dos horas del mío.
En la estación de Paredón había unos vagones viejos que adaptaron como casas y en uno de ellos nos metimos. Al entrar vi que solo había un catre viejo y angosto. Por un momento me dio miedo, pero Francisco me abrazó y me dijo que no temiera, él nunca me haría daño. Mañana al fin vería a mi padre. Francisco me ofreció un trago de tequila, yo no quise pero me obligó a tomarlo, me dijo que me quitaría el frío. De lo demás no recuerdo mucho, estaba oscuro y sólo sentí su cuerpo sobre el mío que me asfixiaba. Pegó su boca a la mía, me quitó el vestido de un tirón y me comenzó a meter los dedos por todo el cuerpo. Al otro día desperté entre sangre y moretones. Él no estaba. Como pude me levanté, me puse mi vestido desgarrado y no me quedó más remedio que subirme al tren. El maquinista, al verme, me preguntó de dónde era y qué diablos hacía allí. Yo comencé a llorar. Tuve que contar la historia.
Mi madre y mi abuelo no me reprendieron, pero creo que nunca me lo perdonaron. Mi madre me bañó ese día por horas con agua y muchas lágrimas. Y aunque me talló tanto hasta sacarme más sangre, siempre quedé sucia.
De infancia no me quedó mucho, tan sólo tenía ocho años, pero no me volvieron a dejar salir a caminar sola como tanto me gustaba, ni juntarme con amiguitas de la escuela por las tardes. Sólo salía del brazo de mi madre a la iglesia y ayudaba a mi abuelo a hacer las velas. Aunque seguía detestando y vomitando el olor a cebo. Así terminé la primaria, sola. Mi madre me decía que no podía tener amigas, porque un día yo les podría querer contar mi historia.
Ya no pude entrar a la secundaria, según mi madre, yo no tenía cabeza.
Me dieron la tarea de dar catecismo en la iglesia y querían que me hiciera monja. Mi abuelo me dejó la tienda de velas y a mí me gustaba mucho ese trabajo. En especial los fines de semana. Por las tardes sacaba una silla a la banqueta y me sentaba a ver la gente que llegaba a misa. Veía de todo, bodas, quinceaños y muertitos. Lo que más me gustaba era ver a las quinceañeras y pensar que yo todavía podía ser una de ellas, pues apenas tenía catorce años.
El día de mi cumpleaños número quince se acercaba. Separé con el padre la misa. Sólo me faltaba el vestido, pero eso no sería problema, pues yo ya ganaba mi dinerito en la tienda de velas del abuelo. A escondidas fui a separar mi vestido, era rosa pastel con una crinolina de cinco aros, con cien pesos me lo apartaron y hasta me dejaron probármelo, no tenían que hacerle ningún ajuste, me quedaba a la perfección.
Ya solo faltaba un días para mí cumpleaños. Otra vez las campanadas de la iglesia, alguien se había muerto. Don Faustino, el hombre más rico del pueblo. Esa noche mi abuelo se puso sin descanso a hacer montones de cirios y veladoras para poder abastecer a todos los dolientes. Hacía mucho frío, era noviembre. Mi abuelo chorreaba de sudor en el taller de velas, con todos los cazos llenos de cebo y parafina ardiendo. Ya muy de madrugada cruzó el patio de la casa para irse a dormir, pero una pulmonía fulminante lo sorprendió. Quedó tirado en el suelo, apestando a cebo, ese olor a cebo que no se le quitó ni estando en la caja. Otra vez las campanadas de la iglesia llamando a misa de muerto, en el día de mi cumpleaños, de mis quinceaños. Lloré mucho, pero de rabia. Nunca le perdoné que se haya muerto el día de mis quinceaños.
Nos quedamos mi madre y yo solas. Nunca pude hacer una vela. Cada vez que mi madre a gritos me obligaba a entrar al taller de velas, empezaba a vomitar. Mi madre tuvo que hacerse cargo del taller. Íbamos a misa de seis todos los días y mientras ella rezaba a la virgen de Dolores y le pedía por el descanso de mi abuelo, yo también le pedía a la virgencita que se llevara pronto a mi madre, igualito que a mi abuelo.
Mi madre no se moría y ya habían pasado cuarenta años. Fue entonces cuando se me ocurrió lo del accidente. Con las campanadas de las siete de la tarde, se fue al novenario de la virgen de Dolores. Yo prendí todos los cazos de parafina y cebo. Después de una hora ya estaba todo que ardía de caliente. Como pude, volteé un cazo para que cuando llegara mi madre se resbalara, pero no contaba con que la parafina se iba a ir directo a la puerta de madera y empezó a arder todo.
A mi madre la llevaron a un asilo y a mí me encerraron en esta casa blanca como yo. La ilusión que tengo es que en unas semanas va a ser noviembre y me han dicho que me van a festejar mis quinceaños, con mi vestido rosa. Todos aquí ya me llaman la quinceañera.
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