La puerta de ladrillos.
Eran las cinco de la tarde cuando vi llegar a Rogelio a recargarse en la puerta de ladrillos en la calle de Morelos esquina con Carranza. Yo lo observé desde la vidriera del local de mi padre que está justo enfrente. De pronto llegaron a mí un montón de recuerdos de la infancia, llenos de pan con cocas y novelas del corazón. Allí estaba Rogelio, inmóvil, como una estatua de ladrillos, camuflajeado, sin moverse, sin hacer una mueca, con su sombrero de paño beige, una camisa blanca ya muy neja y sus pantalones café chocolate.
Ahora lo recuerdo todo. Rogelio es el último sobreviviente de la tienda de don Carlos y Nico , sí, diría la gente, allí fue muchos años una tienda de revistas, de cocas, conchas y pan francés. Pero no fue así, esa tienda fue mucho más: era el café de los portales para quién no tenía dinero para irse a tomar un café, era el billar para quien no jugaba billar, era la cantina para quien no tomaba y era el punto de reunión para ver a las muchachas que iban a comprar el pan y sus revistas del corazón.
Don Carlos era el dueño de la tienda, un señor de estatura bajita, calvo, gordito, con unos lentes gruesos de aro negro. Creo que Nico era su hermano, no estoy segura si de sangre, pero sí de corazón. Él era de piel blanca, chapeado, pelo de plata rizado y bigote tupido. Nico era muy simpático, siempre estaba cantando. Don Carlos era más serio, pero se reía mucho de todas las ocurrencias de Nico. Yo tenía como 8 años y era cliente de la tienda; iba con mucha frecuencia pues me quedaba algunos días a la semana en casa de Maye, mí queridísima abuela, la cual vivía a un costado del local de vidrieras que ahora heredó mi padre y que en ese entonces era la cantina del mudo. Iba a la tienda de Don Carlos a comprar mi coca, un gansito y una revista de terror; me encantaba esa revista en formato miniatura, con dibujitos en color sepia y papel viejo. Las novelas eran para adultos, en verdad me daban miedo, pero el formato de la revista era tan pequeño que don Carlos y Nico nunca pensaron que yo no tenía edad para estar leyendo esas historias.
Esa tienda existió por muchos años desde que yo tengo razón, toda la vida. Don Carlos y Nico ya eran muy viejitos y todo el día se la pasaban caminando del mostrador a la bodega, no había sillas, ni para ellos ni para los clientes, la gente siempre se recargaba en ese mostrador de madera café muy viejo y desgastado por el tiempo, que era como la barra del bar. Los niños confianzudos como mi primo Manolín y yo, saltábamos arriba del mostrador y nos sentábamos, para ver todo lo que había y pedir como grandes.
Era una tienda con un estilo para vender, que los expertos en ventas de hoy en día no podrían entender. Recuerdo cuando mi hermana Marie hizo su primera comunión y mi mamá me encargó ese día ir a comprar todo el pan francés que tuvieran en la tienda, para acompañarlo con el riquísimo pozole rojo que ella había preparado. Nico solo me vendió 5 piezas de pan. Yo no entendía, pues la vitrina estaba llena y yo quería todo el pan y le enseñaba el dinero. Pero el me respondió diciendo, No, ya no te puedo vender más, porque luego ¿Qué vendo?, además falta que venga doña Lupe, don Ricardo y muchos más que ya no me acuerdo.
Ese día cuando llegué a la casa, enojada porque Nico no me había querido vender más que cinco piezas de pan, mi papá soltó una carcajada y me empezó a contar que un día fue a comprar el períodico porque mi abuela se lo había encargado, ese día había salido Angélica su hermana en la sección de sociales, entonces Nico le dijo antes de vendérselo, que ya se lo habían llevado a la casa de mi abuela, que salía Angeliquita en sociales, en ese momento un amigo y cliente de Nico, le dice a Nico Bueno que eres tonto, tu véndelo y ya, que te importa si ya lo compraron dos veces o no quieres vender? No, si la tienda vendía pan y revistas era un puro pretexto para existir, lo que realmente regalaban en ese lugar era otra cosa.
Allí se reunían todas las tardes muchos personajes del pueblo. Algunos muy humildes que no tenían para comprar la revista. Nico se las alquilaba por diez centavos para que la leyeran mientras se tomaban su coca con una concha de pan. Un personaje era Nacho Saucedo más conocido por todos como El adiós porque todo lo respondía con esa frase y depende el acento y ademán que hacía quería decir; apoco, no te creo, ¿por qué? Cómo olvidar también a Don Cheno, con su lenguaje al revés, Nico y él se hablaban todo el tiempo en ese idioma que solo ellos entendían, al llegar lo saludaba diciendo que sopa con goti o sea Que pasó contigo.
Rogelio seguía parado en esa puerta de ladrillo, pero ¿qué lo detenía allí? Si la tienda ya no existe desde hace 15 años. Él estaba firme como un soldado resguardando algún tesoro, aunque su vestimenta era muy sencilla y humilde conservaba su postura con dignidad.
La tienda se cerró para siempre cuando murió Don Carlos de tristeza. Se dijo que murió de un infarto pero yo sé que murió al perder a su querido hermano. Nico murió antes, pero no murió de forma natural.
El día que se mató Nico, el pueblo entero se quedó en ayunas. Se había marchado alguien que había sido mucho más que un vendedor de revistas con cocas y pan de dulce.
Nico fue un ser triste, aunque uno lo recuerde siempre tan alegre. Su corazón sufría de soledad. La tienda era su terapia de lunes a domingo. Cerraba la tienda todos los días a las ocho y media de la noche, solo se le veía caminar a paso lento por la calle de Morelos, camino a la casa de su hermana soltera con la que desde hace años vivía.
Él se empezó a sentir mal, le daban unos dolores de cabeza intensos que lo hacían llorar y gritar. Fue al médico, quien le encargó unos análisis para ver el mal que lo aquejaba. El diagnóstico fue fatal. Tenía un tumor en el cerebro. Unos días después de haber recibido la noticia, sólo se le vio en la tienda algo distraído, más que de costumbre.
Y una noche fría, a las ocho y media cerró la tienda como siempre, pero esta sería la última vez que lo hacía y la cerró por primera vez en su vida por dentro. Al día siguiente, don Carlos abrió la tienda como siempre a las ocho, entró a la bodega a prender la luz y se tropezó con unos zapatos que estaban al lado de la puerta de la bodega y al caer, sintió como le rozaban en el cuerpo, los pies colgantes de Nico.
Ramos ya no es el mismo, han pasado 15 años y muchas cosas han cambiado. Llegó la modernidad al pueblo y con esto los grandes supermercados. Ahora, si quieres comprar todo el pan francés del supermercado, lo puedes hacer si lo pagas. Ya no hay un Nico que cuide que Doña Lupe no se quede sin su pan. La cajera de la tienda no te conoce ni tu tampoco sabes su nombre ni su historia. A veces ni siquiera te miran a los ojos al cobrar, sólo hacen la misma pregunta a todos los clientes ¿Encontró usted todo lo que buscaba?
A Ramos ha llegado la modernidad, pero a Rogelio no le tocó nada. Él sigue aferrado en la esquina de lo que fue el lugar donde pasaba sus tardes. Con los años alguien decidió clausurar esa puerta, donde se para Rogelio y la cubrió con ladrillos rojos, pero a Rogelio no le importa, el sigue allí fiel sin importar que la vida ya le quitó ese espacio. Para él sigue siendo la tienda de Don Carlos y Nico donde va puntual a su cita cada tarde a las cinco. Ya no hay cocas ni pan de dulce, yo lo observo desde la vidriera de enfrente y veo que tiene los ojos cerrados.
Volver a Verónica Ramos