La libertad.
Stefano miró asustado el arma que sostenía en su mano derecha. Un poco más allá vio con horror el cuerpo de un hombre tendido en el pasto que sangraba de la cabeza y se movía con espasmos incontrolables. Stefano estaba paralizado y presa de un tremendo shock. Permanecía hincado a un lado de aquel cuerpo moribundo sin saber qué hacer. De pronto, escuchó unas voces que le gritaban desde cierta distancia:
―¡Tire el arma! ¡Está rodeado!.
Levantó la mirada perdida y se asustó aún más al ver a una docena de carabinieri que le apuntaban con sus armas largas. Las voces volvieron a insistir. Ahora se daba cuenta de que no era la primera vez que le gritaban.
―Tire el arma o de lo contrario dispararemos. No tiene escapatoria, lo tenemos en la mira.
Su mente no alcanzaba a procesar la sucesión de emociones que lo habían invadido en los últimos minutos. Cuando los carabinieri cortaron cartucho, reaccionó. Más por temor que por obediencia, tiró el arma lejos de sí y permaneció de rodillas. Poco después sintió que una tremenda humanidad caía sobre él por la espalda y lo azotaba contra el piso. Quedó inmovilizado por la maniobra de aquel fornido oficial de policía, cuyo peso le dificultaba la respiración. Le esposaron las manos por detrás, pero el oficial mantuvo la rodilla con todo su peso sobre el cuerpo de Stefano.
El jefe de los carabinieri se acercó y le indicó a uno de los oficiales que reportara un homicidio ―o tentativa de homicidio, ya que la víctima aún se movía― y que habían detenido al asesino in fraganti. También le ordenó que solicitara los servicios de emergencia para la víctima.
Entre jadeos, a causa de la falta de aire por el peso del oficial, Stefano intentaba hablarle al jefe de los carabinieri:
―Pe… pe… pero yo… no….
Era inútil. Él no podía hablar y nadie lo quería escuchar. Después de unos minutos, lo levantaron y, casi en vilo, lo llevaron hacia un camión cerrado de la policía. Stefano trataba de detenerse, pero era en vano. Antes de entrar, en un intento desesperado, levantó la pierna derecha y la plantó a contra un costado de la puerta, impidiendo que lo metieran al camión.
―Es que ustedes no entienden. Déjenme explicarles ―gritó Stefano con desesperación.
―El que no entiende es usted. Ya tendrá tiempo de explicar todo durante los largos años que pasará en prisión ―le respondió uno de los carabinieri al tiempo que le propinaba un seco golpe en el vientre con la culata de su fusil. El golpe fue brutal, directo al hígado. Stefano quiso gritar, pero el dolor ahogó su voz. La vista se le nubló. Todo se tornó de color amarillo y perdió el sentido.
Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que iba tendido en el piso a bordo del camión, de camino hacia la jefatura de policía. Llevaba las manos sujetas con unas esposas en la espalda. Sobre los asientos, iban dos carabinieri escoltándolo con sus armas largas. Stefano comenzó a sollozar en silencio, intentando recordar cómo es que había llegado hasta ahí y cómo había perdido lo que más amaba: su libertad.
* * *
Stefano era un hombre sencillo. No tenía muchos amigos, pero tampoco tenía enemigos. Vivía la vida tranquilamente. Era un hombre independiente y su libertad era lo que más amaba. No tenía ningún compromiso. Desde hacía varios años se había mudado desde su pueblo natal en Umbría, en la campiña italiana, hacia la ciudad de Roma. Ahí había conseguido un trabajo en el servicio postal italiano, en donde ahora se desempeñaba como supervisor. Su sueldo no era muy jugoso, pero le alcanza para vivir.
Rentaba un pequeño cuarto en la casa de un matrimonio mayor en Lunghezza, en las afueras de Roma. Todos los días, muy temprano tomaba el tren suburbano en la estación ubicada a tres cuadras de la casa que habitaba. En pocos minutos, después de recorrer cinco estaciones, llegaba a Termini. Ahí descendía en la siempre atestada central de trenes de Roma y unos pasos adelante se introducia en el metro. El recorrido en el subterráneo era sumamente corto, tan sólo cuatro estaciones: República, Barberini, Spagna y Flaminio.
Al salir de la estación, frente a él se levantaba el antiguo palacio de correos, típico edificio de la arquitectura italiana del cinquecento. Aquel recorrido lo hacía metódicamente todos los días, sin fallar, excepto los domingos, en que descansaba.
Su trabajo era un poco tedioso, ya que no había nada nuevo. Todos los días la misma rutina. Pero Stefano se sentía contento con su empleo. Después de todo podía considerarse privilegiado, ya que la crisis había golpeado severamente al continente, especialmente a los países del sur: España, Italia y Grecia, entre otros, en los que el nivel de paro ―o en el mejor de los casos, de subempleo―, llegaba a niveles alarmantes. Se decía que en España, por ejemplo, una de cada cuatro personas estaba desempleada. Aquella situación provocaba una severa depresión entre la población y no pocos casos de suicidios. Pero Stefano se sentía ajeno a aquella crisis. Lo único que le importaba era hacer su trabajo y hacerlo bien.
Además, podía sentirse privilegiado, ya que el palacio postal se ubicaba a un costado de la Villa Borghese, un inmenso jardín que servía como pulmón de la siempre contaminada ciudad de Roma. Stefano gustaba de llevar su almuerzo hacia el parque y, sentado en una banca, disfrutarlo mientras escuchaba el canto de los pajarillos. Ahí es donde experimentaba, día a día, su verdadera libertad. Le gustaba admirar el paisaje, los jardines, las fuentes. Ahí se sentía, aunque fuera sólo por unos minutos, un hombre libre.
Ese día, al llegar la hora del almuerzo, como era su costumbre tomó su lonchera y se dirigió hacia uno de los rincones apartados del parque. Cómodamente se sentó, cerca de unos arbustos. Se disponía a sacar su almuerzo cuando, detrás de los jardines, escuchó una detonación. El corazón saltó en su pecho por el susto. No había sido un arma grande, pero por la cercanía del disparo, Stefano lo había escuchado perfectamente. Para su sorpresa, también escuchó el gemido de un hombre. De un salto llegó al lugar en donde se había escuchado la detonación. Con profundo horror vio a un hombre tendido sobre el pasto que sangraba por la cabeza.
El balazo al interior del cráneo le provocaba espasmos incontrolables. Sin embargo, en su mano derecha sostenía un pequeño revolver calibre 22, con el que intentaba dispararse nuevamente en la cabeza y terminar así con su vida. Por lo poco que conocía de armas, Stefano sabía que un disparo con un arma de calibre 22 no era mortal, pero difícilmente podría resistir un segundo tiro.
Se arrodilló junto al frustrado suicida y con no pocos trabajos le quitó el arma de las manos. En los ojos de aquel hombre pudo ver una terrible desesperación. Aquello lo dejó paralizado. No supo cuánto tiempo permaneció arrodillado junto a aquel desgraciado, sosteniendo el arma suicida en su mano. Cuando volvió en sí, Stefano se sorprendió de verse rodeado de carabinieri que le apuntaban directamente. Escuchó a uno de los oficiales decir por el radiotransmisor:
―Hemos atrapado al asesino. Aún tiene el arma en la mano.
Fue entonces cuando uno de los oficiales cayó sobre él y lo esposaron por detrás. En eso momento supo que había perdido lo que más amaba: su libertad.
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