La decisión.
(¿2020?)
“Siempre que alguien hable del hombre (...) como de un animal de un vientre con dos
necesidades y una cabeza con una sola (...) siempre que alguien no vea sino hambre,
apetito sexual y vanidad como los únicos verdaderos móviles de los actos humanos,
el amante del conocimiento deberá escuchar de una forma sutil y diligente”.
“Más allá del bien y del mal”. F. Nietzsche.
Anteayer cené con el anciano perverso. Habló de muchas cosas, pero casi al final, insistió en una palabra: obsolescencia. “Recuerde su última estancia en Sevilla: el vetusto edificio del Archivo General de Indias... ¿tiene ya esa imagen en su memoria? Una construcción remozada, impecable, antes depósito de información obsoleta, casi inútil; al fin receptáculo de antigüedades, objetos cuyo único valor verdadero es su precio entre los coleccionistas. Sí, hay que tener coraje para deshacerse de lo obsoleto, pero sólo los genios son capaces sacarle jugo”. En aquel instante, sus palabras me hicieron percibir, de golpe, la enormidad de nuestra situación. Sí, es cierto, todo ha cambiado. Justo cuando la desesperanza se apoderaba otra vez de mi espíritu, me hizo una propuesta inquietante. No puedo dejar de pensar en ella. Es por eso que ahora escribo, para darme fuerza, para reflexionar y tomar una decisión.
Él sabía bien del efecto que causarían sus palabras. Paternalmente me pasó un brazo por el hombro. “No se apure, piénselo”. Luego me llevó hasta la pequeña cantina de caoba. Bebimos cognac, y tras un momento de silencio, mientras yo miraba el fondo vacío de la copa, como para encontrar en ese acto inútil un alivio a la incomodidad que sentía, me sonrió y amablemente dijo: “recuerde a la Arendt, quienes hacen el mal no son hombres especiales, son hombres comunes y corrientes: padres amorosos, trabajadores cumplidos, gente de bien”. Después se despidió, insistiendo en que cenáramos de nuevo dentro de dos días: para entonces, debía darle una respuesta. La plática había sido intensa, pero, ¿a qué venía ese comentario sobre Hannah Arendt? Él nunca habla por hablar y en las actuales condiciones, sus palabras me turbaron en extremo. Pensativo, salí del comedor en silencio. Ya en el jardín fui custodiado hasta mis habitaciones por un militar.
Ahora que escribo esto, no dejo de encontrar divertido que mi nuevo hogar sea más una cárcel que un refugio. Una cárcel muy curiosa: rodeada de huertas, con luz y agua caliente, con servicio de alimentos, con video y música… un oasis atroz en medio del caos. Aún me cuesta creer que hace apenas un año estuviera tan despreocupado en Sevilla, en aquel congreso donde presenté los resultados de mis investigaciones en el Instituto de Medicina Genómica y que, para mí, fue el último de los espejismos. No dudaba que el mundo se había tornado violento, pero su estabilidad a largo plazo me parecía inexpugnable. ¿Cómo imaginar lo que pasaría después?
Me percato —muy tarde por cierto— de que los beneficios que en ese entonces gozaba eran efecto de una estructura local predeciblemente frágil, evidentemente injusta, pero, en lo inmediato, terriblemente eficaz. Vivir como científico exitoso en México era la quimera de un dispositivo sofisticado. El anciano perverso fue uno de los diseñadores de aquella máquina social. Él me lo dijo muchas veces, aunque hasta ahora comprendo el sentido profundo de sus palabras: “Mire doctor, los científicos, al fin, son hombres tan comunes como el que más. Responden a los mismos estímulos básicos que cualquier animal. Pese a tener capacidades intelectuales sobresalientes, sus motivaciones más sinceras tienen que ver sólo con el alimento y la reproducción. Por eso hay que satisfacer tales impulsos sin perderse en las fatuidades rebuscadas de los filósofos. Y, para tener éxito, eso ha de hacerse con inteligencia. No se puede permitir que un potencial así, se deje guiar por intenciones efímeras, de un egoísmo rebuscado, impuro. Eso de hacer “ciencia por la ciencia”, de “buscar el conocimiento por el conocimiento”, de “comprometerse sólo con la disciplina en la que uno ha sido formado”, no es más que responder a frases huecas, inútiles y, de permitirse como guía de la actividad intelectual de un país, mucho muy costosas. Sus costos no sólo son económicos, sino sobre todo, sociales. Siempre lo he dicho, hay que retornar al origen. Cuando propuse la estructura estatal para sostener la ciencia y la tecnología en nuestro país, tuve la intención de que la comunidad científica mexicana se guiara por principios básicos, por esos estímulos que comparte con todo el gran reino animal. Fue, si me lo permite, un modo de recuperar la inocencia del gremio.”
Qué palabras tan fatales. Cuando las mencionó hace tantos años, me parecieron parte del encanto cínico que adornaba la brillantez de su mente, pero no fui capaz de intuir la malignidad que entrañaban. Aquel anciano era un estratega que disfrutaba su labor. Habiéndose iniciado a la vida académica como físico, fue atrapado por el poder seductivo de la mecánica clásica. La idea de un universo regido por leyes cognoscibles era la promesa más concreta del poder absoluto como posibilidad real. Es más, era la razón más legítima para el ejercicio de un control inteligente sobre el mundo. El doctorado acentuó sus ideas, aproximándole a comunidades científicas que hacían del manejo del poder un arte. Conoció a Heisenberg, fue íntimo amigo del famoso “doctor Strangelove”: Edward Teller. Se relacionó con senadores norteamericanos, con jefes de empresas farmacéuticas, con políticos mexicanos. En este último caso lo hizo con reservas, pues, como me dijo una vez “siempre he despreciado a los políticos, pero más a los de nuestro país. Son gente pequeña y con frecuencia insensata. Por eso ha de tomar muy en serio lo que le voy a decir: jamás subestime el poder de la estupidez. Yo nunca lo he hecho, siempre los trato bien. Y como conozco a quienes ellos obedecen, doy la imagen de ser un mero vínculo con sus superiores sin mostrar nunca que yo soy, precisamente, uno de esos superiores. En México, mucho más que en otros países, el juego del poder exige discreción”.
Su frialdad era temible y encantadora, sin embargo, también él se sorprendió por lo que pasó. Nunca pudo preverlo, no imaginó el escenario que ahora vivimos. Aunque debo decirlo, a diferencia de los demás, en su rostro jamás desapareció la expresión de entusiasmo. Cuando la catástrofe cundió estábamos juntos. Me dijo casi en un susurro: “…las variables ocultas… ese condenado Mandelbrot tenía razón… no, no, no es que haya un caos inherente al universo, lo que pasa es que desconocemos todas las variables. La gran máquina del mundo está en crisis. La máquina local de este país se detuvo. Ahora hay que ver si la podemos echar a andar o si construimos otra mejor. Nosotros, la comunidad científica, tenemos ese reto.”
¿Una máquina mejor? No veo cómo. Estados Unidos ya no existe. Desde que Texas proclamó su independencia, luego de unas trágicas y fraudulentas elecciones presidenciales, las separaciones se vinieron en cascada. Cuando todos creíamos que estallaría la guerra, el ejército mostró su lealtad en cada una de las flamantes naciones libres, y en los estados que seguían unidos, hubo una sorda y abnegada aceptación. ¿Qué razones habrán generado ese comportamiento? Según el anciano perverso hubo un acuerdo entre Texas, California y los estados restantes garantizando el suministro de petróleo y la coordinación militar. ¿Será verdad? Imposible saberlo, lo único cierto es que por el momento pudo evitarse un desenlace brusco. Pero hoy, las cosas son más amenazantes. Está el riesgo de agresión en contra de las numerosas bases militares ex—norteamericanas. Ha habido un primordio de acuerdo para enfrentar el problema entre los incipientes estados libres, se habla de una confederación o de una nueva unión. Pero en el inter, las prioridades de este “mundo globalizado” nos han dejado totalmente solos. Nadie hizo nada, nadie pudo hacer nada, cuando la República de California reclamó como propia toda la península de Baja. Y está el caso de Nuevo León, que, a resultas de un referéndum se incorporó a Texas. Chihuahua, Sonora, Tamaulipas, son estados que viven ahora en el limbo: territorio virtual de un México fragmentado, acéfalo, son territorio real de disputa entre las dos grandes nuevas potencias del norte: California y Texas.
Justamente, en la cena de anteayer mostré mi escepticismo. ¿Cómo hacer algo si ya no existe ninguna comunidad coherente en México? Y peor aún, ¿acaso él, el anciano perverso, sería capaz de convocar a tan ilusoria comunidad? Su ahora obsoleto plan se había encargado de destruirla. “Mire —me dijo— sólo la comunidad científica de México puede hacer algo para salvar lo que queda del Estado. Usted dice que ya no existe tal comunidad, yo digo que sí. Usted habla de obsolescencia, pero creo que no sabe lo que esa palabra significa en verdad. Hoy más que nunca los frutos de mi estrategia prometen sacarnos de este caos. Mire, mi plan fue tan exitoso que los científicos se convirtieron en un gremio consciente de su papel subordinado a los intereses del país. Y por cierto que ahora mismo no tiene sentido hablar de países, pero bueno, es un decir, me refiero a cierta determinación geográfica, coherente, que podría sobrevivir en lo que la nueva maquinaria mundial termina de emerger. Debo insistir en lo obvio; en este inédito ámbito geográfico, la comunidad científica mexicana se aglutina en torno a poderosos intereses: los de su condición biológica. Ese es el gran fruto de mis ideas. Por eso, si garantizamos satisfacer con holgura sus necesidades básicas, prestos estarán a organizar las acciones para que con sus conocimientos, este caos adquiera un poco de orden. Créame, sólo necesitan un guía que sea a la vez, generoso proveedor. En eso mi experiencia es absoluta.”
No hubo manera de interrumpirlo, estaba entusiasmado. Habló mucho, tal vez por efecto del vino, aunque no lo creo, pues sus acciones son cuidadosas y nunca se permite perder el control. Precisamente, del control, de su experiencia en ejercerlo, fue de lo que versó su monólogo. “Mire doctor, todo es cosa de adaptación. Selección Natural y supervivencia, qué ideas tan brillantes. Fíjese, a fines de los años setenta, nadie en la comunidad científica mexicana tomaba en serio el discurso de la globalización. Estaban enfrascados en investigaciones caras e ilusorias, las más de las veces improductivas, cuando no polémicas y francamente rebeldes. ¿Por qué? Simplemente por que no consideraban al entorno real. Los suyos eran trabajos centrados en sí mismos. Cada científico padecía un autismo que le hacía perder de vista su condición de miembro subordinado a las exigencias sociales. Esas exigencias aún no emergían con el vigor absoluto y claro de los años ochenta, pero ya estaban allí desde que comenzó nuestra vida “independiente”. Una palabra y un breve predicado las sintetiza: el mercado, su supremacía sobre las naciones. Yo y otros tuvimos la visión de aproximarnos a políticos talentosos, rarísimos ejemplares de una especie fundamentalmente idiota. Con ellos ideamos un plan a mediano plazo que debía cumplir objetivos precisos: convertir a los científicos en una comunidad consciente de su papel subordinado ante el estado, hacerlos miembros de un sector dispuesto a cooperar sin reparos con las nuevas y cambiantes metas de un mercado global, generar en ellos la convicción de ser empleados expertos al servicio de la sociedad, o sea, del gobierno, y al fin, extirpar la nociva influencia del pensamiento crítico, de la especulación filosófica, de la arrogante autosuficiencia que había empezado a adquirir el gremio, al creerse heredero de disciplinas que, en su miopía, consideraba independientes del poder político. Dese cuenta doctor: en esa imperdonable ceguera, no percibían cómo era que, precisamente ese poder, constituía el factor definitivo que garantizaba la estabilidad social indispensable para que la ciencia prosperara. La ilusión de su “independencia” los llevó muchas veces a patear el pesebre. Mal. Muy mal. Con la mayor brevedad esa situación debía corregirse. Pero tal cosa no iba a lograrse de manera directa. Uno de los puntos cruciales de nuestra acción se centró en las universidades públicas. Se habían convertido en centros conflictivos que lejos de preparar trabajadores expertos o científicos como los que requería el estado, formaban puñados de jóvenes ilusos e inconformes. Era indispensable neutralizar ese problema. Algunos brillantes compañeros tuvieron la idea de convertir la universidad pública en un núcleo capacitador de obreros calificados, que en el peor de los casos, sería una guardería sedante, un verdadero “silenciador de rebeldías”, como dijo algún rector por aquel entonces. Encabezados por él justamente, entre todos se encargaron de planear las acciones para lograr su propósito: programas de tutorías que trataran a los jóvenes como inválidos; eliminación de enfoques críticos, en fin, todos sabemos muy bien la historia. Nosotros tuvimos otra tarea. Reformar no a las universidades, sino al núcleo mismo de la comunidad científica. Así ideamos la institución que centralizaría todo el apoyo a la ciencia, enfatizando una igualdad que los filósofos se habían encargado de poner en duda: el hecho de que ciencia y tecnología son lo mismo. Todavía recuerdo las cansadas discusiones con los más tercos… que si la ciencia busca en lo desconocido y la tecnología sólo desarrolla lo conocido, que si la ciencia es crítica y la tecnología acrítica… pobres diablos, ¿no se daban cuenta que con sus argumentos sustentaban aún más lo que nosotros queríamos expresar? El poder no se puede dar el lujo de la crítica, mucho menos la pretensión ociosa de indagar en lo desconocido. La ciencia contemporánea sabe lo bastante como para llevar a la práctica, exitosamente, aquello que se conoce y ya: eso es tecnología. Si se quiere podríamos nombrar al gran escenario donde esto sucede como “mercado de la ciencia”, pues son las fuerzas del mercado las que dirigen cada decisión para que de la ciencia se desarrolle tal o cual técnica. En fin, la retórica es un arte que los filósofos modernos han despreciado; por fortuna quienes buscan el poder con inteligencia, la cultivan y la aplican. Con retórica logramos el beneplácito de la mayoría y fundamos el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. El objetivo de incorporar a los científicos en su nuevo papel de empleados gubernamentales al servicio del mercado podía comenzar a cumplirse en orden, con una agenda programable, eficiente. Pero, ¿el Consejo sería capaz de extirpar la arrogancia del gremio? Eso requirió un poco de más ingenio, y como suele suceder, el ingenio surge del razonamiento simple. Científico, artista o filósofo, todo intelectual es un sencillo animal humano. Come y copula. ¿Para qué polemizar sobre aumentos en el presupuesto a “la ciencia”, así en general? Lo ideal sería optimizar los recursos, es más, no gastar ni un centavo adicional en muchos años. ¿Cómo? Muy simple, en vez de incrementar sueldos, de invertir en investigaciones arriesgadas, elaborar un gran Sistema Nacional de Investigadores, dentro del cual, los más productivos, los que mejor desempeñaran su papel de empleados expertos del estado y del mercado, recibieran dinero. Sexo, estatus, comida. El retorno a la inocencia. Y además, el ejercicio del egoísmo natural, de la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto. En el mundo del mercado, el más apto es el que vende más, y si no, el que aparenta que vende más, el que especula con las promesas, en una palabra, el que comprende los principios que alientan la bolsa de valores, quintaesencia del mercado. El Sistema Nacional de Investigadores logró un efecto adicional, sembrar las semillas de un sano individualismo. No más ruidos filosóficos, no más ilusiones malsanas de ser descendientes de una genealogía insulsa, con héroes como Kant, Marx o Kepler. No más intentos arcaizantes para guardar recuerdos obsoletos en elefantes blancos como el Archivo Histórico de Simancas, en dispendiosas instituciones inútiles como el Archivo General de Indias. ¿Acaso la memoria infame de la conquista merece la pena de ser conservada? ¡Ni un peso para instituciones análogas en México! La verdadera filosofía es la filosofía del éxito, la filosofía de “el mejor”. El mejor es el que publica más, el que publica más es el que genera más dinero; de donde se deduce que no basta publicar, sino publicar en las revistas que son relevantes para el mercado de la ciencia. ¡Qué criterio más adecuado para medir esa productividad que el citation index!: minucioso registro del valor de cambio en los productos científicos más competitivos. El mejor es el que entrena más empleados expertos para generar más dinero y para publicar más. ¿Qué criterio más adecuado para medir ese índice que el número de postgraduados que se formaron en torno a un laboratorio productivo? Loosers, excluidos, aquellos que no entren al aro, con todo y sus doctorados, con todo y sus tristes y arrogantes alegatos. El mercado, el único dios verdadero de ateos y no ateos… bueno, en ese entonces. Ahora, no sé cual sea el nuevo dios, y como no hay por el momento ningún dios, eso no me importa, ni me preocupa. Sólo hay lugar para el entusiasmo de diseñar una nueva máquina. ¡La máquina ha muerto, que viva la máquina!.”
Insisto, es tarde para lamentarse. Si ahora vivo esta situación es sólo por mi culpa. No puedo huir, estoy en su casa y tengo que dar, hoy mismo, una respuesta a sus insinuaciones. ¿Qué hago aquí? Una pregunta muy tonta. Lo conozco desde hace años y nadie sino yo fue quien incitó esta relación. Recurrí a él en busca de apoyo, luego de que el éxito en mis investigaciones me hiciera entrever las posibles dificultades a las que estaba por enfrentarme. Tras años de esfuerzo, al fin logré insertar secciones del genoma humano en DNA viral. Usé un procedimiento desarrollado años atrás en México, aunque claro, no debo ser falsamente modesto: mis propias aportaciones lo modificaron de tal modo que, por derecho propio, se puede hablar de una técnica nueva. El vehículo viral con el cual trabajé fue también alterado a partir de un stock inicial de retrovirus, factor que da un grado de dificultad mayor a lo que hice. No entraré aquí en los detalles que caracterizaron a mi ponencia de hace un año, pero en pocas palabras, con mi investigación pude obtener resultados exitosos en la recesión de tumores cancerosos en humanos. El mecanismo de cura es muy simple. Se inserta el virus sintético en el paciente. Ese virus ya ha sido enriquecido con una sección de DNA saludable, el cual, gracias a las modificaciones genéticas que realicé en el DNA viral, sustituye en cada célula enferma al DNA causante del cáncer. La estructura de la cápside del virus es la clave para que éste ataque únicamente a las células enfermas, generando además, una resistencia definitiva a posteriores brotes tumorales, ya que el virus queda en estado latente, activándose cada vez que aparece una célula enferma. Luego de la inoculación, el porcentaje de recesión en los pacientes con cáncer fue del 100%.
La eficacia rotunda de mi trabajo fue su principal defecto, pues no consideré algo que la claridad cínica del anciano perverso jamás olvida: la supremacía de las leyes del mercado. Dado que las secuencias de genes saludables que usé habían sido registradas con derechos comerciales, mi técnica no podía llevarse a la práctica generalizada si no se pagaba la tasa correspondiente estipulada por la ley. Por eso acudí a él. Y fue él quien no sólo me impulsó a que presentara mis resultados en el Congreso de Genómica, sino que simultáneamente se dedicó a buscar patrocinadores para que con sus recursos, fuera posible salvar el obstáculo que ya he mencionado. Recuerdo sus palabras entusiastas: “Doctor, no sabe lo significativo que es para mí apadrinarlo en su presentación ante los mayores expertos del mundo, precisamente en Sevilla. Esa ciudad es un símbolo. Su pasado, origen de la arquitectura bellísima pero obsoleta que adorna sus calles, es ahora un capital inmenso para el turismo. Su tradición intelectual, sumida hasta hace muy poco en un conservadurismo medieval, ha tenido el coraje de darle la cara al futuro. No es casual que ahora, en lugar de celebrar un congreso que rememore hechos de un pasado que se ha convertido en anécdota, que ya a nadie importa, en lugar de celebrar, le digo, un congreso de historia por ejemplo, se dé a la tarea de celebrar el congreso de genómica. Ni más ni menos. Sevilla pone los ojos en el futuro, y nuestro país, México, tendrá en usted a un vocero de ese futuro. Ni más ni menos”.
A raíz de aquella ponencia tuve numerosas ofertas de diferentes industrias farmacéuticas, pero en todas ellas había un mismo requisito: que vendiera los derechos de mi técnica a la empresa. Curiosamente, el anciano perverso me sugirió que no cediera a ofrecimientos tan abusivos. Me dijo: “Doctor, deme un poco de tiempo, estoy negociando un ofrecimiento que será mucho mejor.” A los pocos días sobrevino la catástrofe. Mi laboratorio, ubicado en la Ciudad de Monterrey, fue expropiado por el nuevo gobierno y mi puesto se condicionó a oscuras cláusulas que me obligaban a ceder los derechos de todas mis investigaciones a la República de Texas. Ante mi negativa fui amenazado. De inmediato, sin siquiera solicitarlo, el anciano perverso acudió en mi auxilio. Gracias a misteriosos contactos, logró que mi familia saliera de Nuevo León rumbo a la Ciudad de México, luego, él personalmente, fue por mí con un grupo de guardias del gobierno texano, quienes garantizaron la salida de mi equipo, mis documentos y por supuesto, mi persona. En el avión, el anciano me indicó que para mayor seguridad iríamos a su casa, situada en un hermoso lugar del estado de Morelos. “Mire, las cosas, como ya lo sabe, no son nada fáciles. Hay una violencia casi incontrolable en las calles. El gobierno es apenas un nombre, pues no tiene el poder real para garantizar el orden. Me da pena decirlo, pero vivimos en medio del caos. Por eso llevé a su familia a mi propia casa en la Ciudad de México. Allí están totalmente seguros. Y a usted lo traje a Tepoztlán, pues, además de ser un lugar protegido y en el que nadie sospecha de su presencia, debo comentar con usted asuntos de vital importancia. Déjeme decirle que el futuro depende de lo que hagamos, usted, yo, la comunidad científica”. Esa fue su primer perorata para preparar el camino a lo que hoy he de decidir.
Hace ya media hora que espero al militar que ha llevarme a la cita. ¿Qué resolveré? El anciano estableció muy bien sus propósitos: “No quiero darle la impresión de ser un viejo arrogante, pero tampoco puedo evitar enorgullecerme de poseer ciertas cualidades. Una de ellas es la intuición. La intuición, mesurada por el raciocinio, es un arma poderosa. Hace más de 30 años intuí la proximidad inevitable del mercado como pensamiento único, de su imperio global. Hoy que la contingencia ha roto el orden, mi intuición ya me ha preparado para entrever lo que podría ser la nueva dirección de la historia. Cuando Roche y Bayer le entregaron sus propuestas leoninas, yo me sonreí un poco. Tenía un As bajo la manga y estaba por mostrárselo cuando sobrevino lo que ya sabemos. Desde ese entonces yo ya tenía una oferta muy apropiada de quien menos se imagina: CHEIN”.
Mi reacción fue más de enojo que de sorpresa. CHEIN (Chemical Enterpises Incorporarted) era una recién formada empresa china, sobre la que ya pesaban numerosas sospechas de actividades ilícitas, entre otras, la fabricación de exterminadoras armas biológicas. “Doctor, ¿a qué esa cara? No debe creer todo lo que se dice por ahí. Los chinos son astutos, no iban a meterse en proyectos tan burdos como la fabricación de armas de exterminio masivo… por favor… ellos son descendientes de una civilización en verdad antigua y poderosa. China ya era vieja en los viejos tiempos de Roma y desde entonces, en ella ha existido una continuidad de la que ningún país de occidente puede presumir. Desde hace años, los chinos vieron con desprecio la vulgaridad de los métodos que, para ejercer el poder, se aplicaban en occidente. De hecho, lo que más detestaron de Mao fue su extrema occidentalización, por eso decidieron purificar su obra social recuperando viejas tradiciones. Pero nosotros, en este hemisferio, sólo hemos empeorado. Vea lo que sucedió con el terrorismo. El remedio fue tan bárbaro como el mal. Si la gran promesa del mercado se vino abajo fue por la vulgaridad de nuestra cultura. Mire, los chinos se preparaban con paciencia para un cambio. Ahora, el cambio ha llegado del modo menos esperado, pero ellos, a diferencia de los demás, toman las cosas con alegría. Bien, por el momento no interesa hablar de esas sutilezas, lo que importa es lo que CHEIN me propuso, bueno, lo que en verdad le propone a usted a través mío”.
Recuerdo la inquietud que me causaron esas palabras. Después de lo hablado durante la cena, no podía esperar sino algo tremendo. Caminamos hacia el jardín, luego, como hacía frío, el anciano entró al comedor y me sirvió una copa de cognac. Apenas acababa de servirse a sí mismo cuando reinició su monólogo. “Realmente la propuesta de CHEIN es su oportunidad de convertirse, para siempre, en un personaje de la historia. Será un embajador hacia el futuro. Hoy que estamos en medio de la nada, sin dios, sin máquina, usted podría ser un eje de la historia, un punto de partida. Mire, hasta en el centro de este caos persiste el fundamento de nuestra civilización: el mercado. Los chinos, desde hace años, se incorporaron a las reglas del pensamiento económico; pero no lo hicieron pasivamente, analizaron la raíz, la piedra de toque del enmarañado mecanismo. Sabiendo que el petróleo sustenta al 90% de la economía mundial, y ya que en su extenso territorio ese recurso escasea, dirigieron en secreto, por años, gran parte de su esfuerzo científico a la generación de hidrocarburos sintéticos. Explorando la biosíntesis bacteriana, accidentalmente dieron con una cepa extraordinariamente eficaz, no en la generación, sino en la degradación del petróleo. El descubrimiento se guardó con gran discreción. Algunos militares pensaron que, de inyectarse tales bacterias en los pozos petroleros de occidente, se pondría en jaque a todas las grandes potencias, dejando el paso libre a un renovado poderío chino. Es obvio que tal acción era descabellada, pues además de plantear dificultades enormes en cuanto a la técnica de inoculación, ésta, de tener éxito, también les afectaría a ellos. Sin embargo, el proyecto no se desechó, sólo se dejó para mejor ocasión. El tiempo llegó. Cuando usted presentó su ponencia en Sevilla, a los científicos chinos se les ocurrió lo obvio: ¿por qué no aplicar la misma técnica, sustituyendo los genes humanos por genes de las bacterias degradadoras que ellos tenían? A eso se abocó CHEIN: construir una potencial y revolucionaria arma biológica. La información se filtró, pero todos la interpretaron mal. Los chinos no pensaban fabricar armas de aniquilación masiva, sólo armas de aniquilación económica. ¡Qué novedad! ¡qué genialidad!, ¿no le parece? En fin, no estamos ahora para expresar admiraciones entusiastas. Debo explicarle de una vez por todas lo que CHEIN me propuso para hacérselo extensivo a usted en aquella ocasión. Ya se lo he dicho, la idea genial de los chinos se topó con dificultades técnicas insalvables. La teoría no lleva directamente a la práctica. Necesitaban, muy a su pesar, del talento de un mexicano: usted. Se contactaron conmigo. No es necesario dar los detalles, en síntesis, ofrecían pagar todos los derechos requeridos para que iniciara, sin restricciones, las medidas con las cuales aplicar la terapia genómica que usted había inventado. Se comprometían a montarle un laboratorio, a respetar por completo sus derechos sobre el invento y sobre los subsecuentes avances que en ese laboratorio se lograran. A cambio, usted se comprometería a armar otro laboratorio paralelo en las instalaciones de CHEIN, con el objeto de desarrollar, también sin restricciones, cualquier potencial uso de su técnica en otras investigaciones de índole genética, ésta vez bajo la dirección y absolutos derechos de CHEIN. Su responsabilidad en tal proyecto se limitaría únicamente a la fase inicial, quedando después al margen de toda decisión. En aquella oportunidad, claro, no mostraron su juego abiertamente. Yo sospeché, aunque no estaba seguro de qué se traían entre manos. Pero luego, cuando este pequeño Apocalipsis nos alcanzó, hablaron rápido y claro”.
No era necesario explicar más. Los chinos pedían aplicar mis habilidades para lograr que un virus portador de los genes de bacterias degradadoras infestara los pozos petroleros. Sólo se requerían unos cuantos organismos infectados: el resto lo harían las propias poblaciones bacterianas del subsuelo, que pasarían de ser escasas e inocuas, a inmensos focos de contagio. El anciano me miró. Vio en mis ojos que había comprendido. Sonriendo, se me acercó y palmeándome la espalda dijo: “¿Y bien, qué dice? Deme su respuesta dentro de dos días, cuando estén aquí los representantes de CHEIN. Mire, el personal que estaría a su cargo será elegido entre miembros distinguidos de la comunidad científica mexicana. Claro, tendrá que admitir a un buen número de investigadores de CHEIN, pero ellos estarán siempre subordinados a sus instrucciones. ¿Lo ve? Aún en medio de este caos, gracias a mi intervención, en México podrá continuarse haciendo ciencia de primerísimo nivel. ¿Qué país “subdesarrollado” puede ufanarse, hoy día, de un lujo tan extremo? Pero no sólo eso, la comunidad científica mexicana, esa que usted creía inexistente, jugará un papel central en el nuevo mundo que está por nacer. Y fíjese bien, cuando Texas se anexe Tamaulipas —algo inevitable y muy próximo—, en los ricos pozos de Tampico habrá una sorpresa que usted, ni más ni menos, les regalará. ¡Qué magnífica Némesis! ¿No le parece hermoso?”.
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Al fin, vinieron por mí. No tardé mucho en mi charla con el anciano y los representantes de CHEIN. He tomado una decisión. Es cierto, el mundo ya cambió. Qué tanto importarán mis actos para generar algo nuevo, no lo sé. Si los chinos tienen éxito, en muy poco tiempo la estructura de la civilización actual se derrumbará. Será algo amargamente rápido, más radical aún que la caída de EEUU. No sé qué haremos sin el petróleo. ¿Cómo se transportarán las gentes, los alimentos, las tropas? ¿de dónde se obtendrá la energía que exige la voracidad del consumo y el mercado? ¿qué sucederá con la información? Sin computadoras —pues sin energía éstas no funcionan— ¿dónde quedará nuestra memoria? Si desaparece ¿cómo podría ser ésta un objeto del mercado? ¿acaso sobrevivirá el mercado? Sí, la palabra clave es obsolescencia. El mundo como un inmenso edificio inútil. Ahora mismo evoco la imagen que me sugirió el anciano: el Archivo General de Indias, ya transformado en un fantasma vacío, devorado por el olvido. La enfermedad de nuestra memoria no tiene remedio.
Algo han de tener planeado los chinos. La disciplina con la que han dominado a su pueblo muy pronto será nuestra cotidianidad. Sí, estoy de acuerdo con el anciano perverso: el caos que hoy mismo padecemos es apenas “un pequeño Apocalipsis”. El verdadero está por llegar y tal vez, yo sea uno de sus jinetes.
Es curioso pero ahora que he tomado la decisión, el anciano perverso me parece infinitamente pequeño. Miserable. Es un pobre hombre, un simple instrumento al servicio de una estructura acéfala, que al fin, ha muerto. Cuando “la máquina” (como le llamaba) era poderosa, llena de vida, su mente, su cuerpo, estaban al servicio de ese dios idiota. Pero ahora, él sigue siendo esclavo del mismo dios. Un dios no sólo idiota sino muerto. Un dios al que, tal vez, también yo adore. Cuánta razón tuvo en citar a Hanna Arendt: la banalidad del mal. Tan banal como él, tan banal como yo. Tan banal como el mundo que está a punto de nacer: entre otras cosas, un mundo sin memoria.
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