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La cueva

 

 

El calor había llegado y como era costumbre, la vida diaria se mudaba a los exteriores de la vieja casa. A la edad de ambos, la diversión consistía en tomar limonada, algo de vino, botanas ligeras, conversar sobre los nietos y mirar al jardín desde la terraza. Y sin embargo, no necesitaban más. Una de aquellas tardes en que la esposa prefería dormir la siesta, el esposo hizo el descubrimiento de su vida.

   Detrás del cobertizo donde guardaba la herramienta, al fondo del jardín, miró en el suelo un cuadro de lámina oxidado con una manija en la parte superior. ¿Podría ser que en más de treinta años de vivir dentro de aquella casa jamás había visto aquello? Comenzó a hacer memoria sobre las veces que había caminado por aquel vértice de su propiedad. Sin duda eran pocas ya que la hierba siempre se acumulaba en dicha zona y la flojera era más fuerte que la estética para hacer una limpia. Tomó una pala del cobertizo y limpió toda la maleza que permanecía encima de aquella especie de puerta. Aventó la pala y tomó la manija para después impulsarse hacia atrás y con esfuerzo logró destapar lo que parecía un acceso subterráneo. Miró hacia su casa cual niño realizando una travesura y después hacia la negrura del fondo. Tímidamente comenzó a bajar uno a uno los escalones. Necesitaría una linterna. Subió y regresó. Ahora podía alumbrar su camino. Diez escalones después, su cuerpo ya había sido engullido por su propio jardín y se encontraba frente a una puerta negra cuya perilla dorada resaltaba. Giró la perilla y pudo ingresar. Caminó recto hasta que encontró una nueva puerta color rojo como la sangre. A lo lejos aún podía ver los rayos del sol colarse por el cuadro de lámina hasta las escaleras que lo tenían como topo en laberinto. La segunda puerta estaba cerrada con llave. Tocó tres veces y ésta se abrió apareciendo un hombre vestido de esmoquin con una enorme sonrisa en el rostro. El bullicio de una gran concurrencia dentro de una especie de festejo se alcanzaba a escuchar al fondo.

   –Bienvenido.

   –¿Dónde estoy?

   –No creo que este lugar tenga nombre. Lo que le puedo asegurar es que solamente tiene derecho a visitarlo por espacio de cinco horas. Al término de ese plazo, tendrá que regresar voluntariamente o por la fuerza al exterior.

   –¿Qué es esto? ¿Quién ha construido este lugar?

   –No tengo una respuesta exacta. Pero debe saber también que no aceptamos niños, solamente adultos. Y en la segunda visita no hay retorno, si vuelve a este lugar, será aceptado por un plazo de un día entero, pero al terminar esas 24 horas, usted fallecerá. La vida en este lugar dura solamente 29 horas.

   –¿Quiere entrar?

   –Sí –dijo pensando en su retorno, en su esposa y las tardes de limonada, vino, nietos y botanas ligeras.

Le cedieron el paso y comenzó a internarse en aquel lujosísimo salón donde había un centenar de personas. El grupo en vivo entonaba sus canciones predilectas hasta que comenzaron los abrumadores encuentros. En una mesa se escuchaba la discusión política entre Churchill y Kennedy quienes le saludaban al pasar. Sus dos políticos favoritos estaban a unos metros y sabían quién era el. Al borde de su propia locura sus ojos se cruzaron con los personajes de varios de los libros que le habían causado una grata impresión. Joseph K se veía subiendo por un elevador que no llevaba a ningún sitio pero no se detenía, Raskolnikov se daba cachetadas en la barra del bar para levantarse de la pesadilla de la culpabilidad. Melquiades le hacía señas a lo lejos para que descubrieran juntos el hielo, McMurphey saltaba en los sillones para animar a los otros locos que le acompañaban a la cena.

   Holly Golightly se ponía sus guantes larguísimos, fumaba un cigarro y lo veía de manera sensual mientras Smowball incitaba a otros cerdos a tomar el lugar por la fuerza. En un oscuro rincón, Holden Caulfield le ponía balas a una pistola mientras leía un libro. Esas cinco horas, pasó su tiempo bebiendo, riendo, aprendiendo y jamás fue tan feliz como en aquella tarde calurosa de verano.

   Al regresar, le explicó todo a su mujer quien aburrida de la vida bajó sola a la cueva para toparse con Grace Kelly, la Princesa Diana, Maria Callas, Maria Curie y Frida Kahlo. Al volver sintió algo que había creído perdido. Algo en ella se había prendido para iluminarla por dentro y la sangre le volvió a correr. Asustados por tanta felicidad, dejaron en pausa la experiencia por varios meses y volvieron a sus actividades normales. Llegaban y se iban los hijos con los nietos mientras las jarras de limonada, las botellas de vino y las botanas ligeras se servían una y otra vez. Ambos se miraban en silencio y sabían que estaban pensando en lo mismo.  

   Fue justo el día de navidad en que ambos tomaron la decisión de regresar al sitio por segunda vez. El llanto fue tan sentido que dejaron sendas cartas para sus hijos y sus nietos. Se abrazaron, se enfundaron en ropa de gala, llenaron dos copas del más fino champagne y caminaron lentamente por el jardín de siempre. Miraron la casa que les dio un hogar y una familia. Agradecieron al cielo y de la mano bajaron por aquella escalera y jamás regresaron. A las 24 horas cumplidas, ambos fallecieron como se los habían anunciado.

   Tiempo después, se descubrió el acceso a la cueva y la noticia corrió como pólvora por toda la ciudad y después, por lo largo y ancho del país. Todo había cambiado para siempre. A las afueras de aquella casa de más de treinta años de antigüedad, todos los días había dos filas: la de las primeras visitas que siempre promediaba entre cincuenta y setenta personas y la fila de las segundas visitas que no tenía fin…  

 

 

 

 

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