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La cena [A mí, con Caarl].

 

 

 

Sin darme cuenta comencé a perderme. A sumir la laringe en las profundidades del lago de la quietud. Comencé a valorar secretamente el silencio que se desliza por la boca abierta. Irrigué con la sangre nueva del corazón dormido, como en un arrullo que mece arboledas de soledad, la ansiedad que el temor alimenta cada día y se levanta sobre mí como una bestia que me doma la esperanza. Comencé a perderme en las entrañas de las horas que caminan lentas y preñadas de los días, iguales todos, idénticos a los mismos días, de las mismas semanas, de cada mes con sus años. Comencé a desear que llegara el final de los días. Comencé a perderme en la resolución que nunca llega, que nunca tomo, que nunca espera. Aliada de la metáfora, mi mente actúa primero, se estira como un gato, resuelve atar y desatar en el cielo y bajo la tierra.

 

Hay un costal colgado en el patio de mi casa a donde acudo a desbocar las causas perdidas. Hay una cuerda atada al techo que me reta a entrar viva en la cuenta de las cosas. Hay una flor marchita en mi mesa que exuda olor de muerte, la muerte resoluta que atraviesa las formas de la vida con la delicadeza de un poeta. Un espejo me espera cada día a la entrada de mi casa, y no sé qué decir sobre eso... cuando me le acerco descubro una bestia que me acecha oculta en la humedad de mis ojos, fijos en el futuro que no existe.

     Tengo una sombrilla colgada tras la puerta, aguarda la salida a la avenida, aguarda días de lluvia, aguarda el día en que la olvide en el taxi de regreso y se escape al fin de su suerte tras la puerta.

     Hay un silencio asesino que habita bajo mi cama, cuando me acuesto y miro el techo, el silencio sale de debajo de la cama y trepa a las paredes en forma de sombras que cambian de apariencias; el silencio que juega a ser animales, y monstruos, y manos, y nubes, y tormentas. Cuando escucho un ruido tengo miedo, sé que el ruido provoca el instinto asesino del silencio, ya sea de día o de noche, el ruido lo despierta y lo pone a tramar la suerte de las horas que se sientan a mi lado, en la cena... él las mata a todas y me deja a mí la tarea de deshacerme de sus cadáveres.

     Hay un closet que me espera siempre al fondo de mi habitación, en él guardo los disfraces, algunos vuelven con el tiempo, otros se encogen, otros se vuelven recuerdos... pero siempre vuelven todos, y los cadáveres de las horas me esperan sentados a la mesa.

 

 

 

 

 

 

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