Juego de pelota
Cada año la contienda entre el águila y
el jaguar se lleva a cabo en Chichén Itzá.
El jaguar anuncia su llegada, entre tambores retumbantes y diversos flautines, se acerca el señor de la guerra. Vestido tal dios, se presenta con una gran cabeza de jaguar como máscara y todo su cuerpo pintado con motes negras; pieles y garras forran su cuerpo. Detrás, siete nobles, capturados en batalla honorablemente, aptos y entrenados para el juego. Pintados de azul cielo y manchas negras. Sobre la cabeza cargan un cráneo de jaguar y lo portan con dignidad. Decenas de familias nobles aplauden la entrada de los jugadores. Uniformes dignos para Xibalbá.
En el otro lado de la arena, entra el águila, sentado en un gran trono de madera, con diversos tallados a mano y, en las posaderas, dos grandes águilas reales; cuatro hombres lo cargan sobre sus hombros sin mostrar el dolor sobre sus espinas dorsales. Los nobles guerreros; vencedores y quienes capturaron a los jaguares, traen alas de águila y sobre sus cabezas penachos pequeños representando al dios, a su dueño, a su señor. Todos vitorean la entrada triunfal del gran juego del año. El rito va a comenzar.
El gran sacerdote se acerca al centro de la arena. Los dioses son llevados a los costados del campo; lugar dónde la acción se percibe de cerca. Los jugadores hacen una línea frente a frente. El capitán, de cada equipo, da pasos al frente y recorre su mirada a sus contrarios; los catorce se hincan en señal de respeto. El sacerdote les provee la bola de hule recién consagrada a Xibalbá. Los tambores retumban a un ritmo mayor; empieza el juego.
La arena simple; rectangular. A lo largo tiene, aproximadamente, ciento cuarenta metros y a lo ancho unos treinta y cinco. De cada lado se sientan los dioses contendientes; observando un corredor de unos diez metros, que de cada lado se levanta hasta casi cinco metros en rampa; llevan por nombre taludes. Justo en el centro de cada talud se encuentra un círculo de piedra mostrando una serpiente enroscada y con hoyo al centro; lugar donde pasará la bola.
Las reglas son sencillas, cada jugador debe pasarla al contrario, únicamente pueden hacerlo golpeando la bola con la cadera y en caso necesario pueden utilizar su rodilla para acomodarla. El capitán del equipo deberá pasarla rodando hacia el otro lado, los jugadores deben tirarse y golpear la bola con la cadera hasta levantarla, así comienza el juego. Tras eso, cada equipo se para sobre su talud y comienza el intento de introducir la bola entre el orificio. Si un equipo pierde la bola, los contrarios, desde su rampa, pueden recuperarla y hacer el mismo intento. Los jaguares llevan la ventaja de dos puntos por encima de los otros; cada equipo se ha preparado casi cuatro años para el gran juego.
Tras algunas horas de juego, mientras el sol se encuentra en el punto más alto del cielo, el juego termina. El dios jaguar ha ganado la contienda. Los nobles vitorean el gran juego y se levantan dirigiéndose al gran Xibalbá. Los perdedores, sobre sus rodillas, veneran a los ganadores; los nobles jaguares han ganado su libertad.
El honor ha llegado para ellos.
El capitán jaguar se acerca al sacerdote, justo al centro de la arena, y entrega la pelota sagrada. Hule, piel y más hule para hacerla rodar y botar. Los guerreros águila siguen sobre sus rodillas, lloran de alegría y portan su persona con honor. En el idioma que no entiendo, se escuchan oraciones, mucho incienso se quema sobre unas piedras porosas; mientras, las doncellas hacen círculos para llenar a los siete perdedores. Xibalbá espera.
Y es así como los perdedores, los ganadores y los dioses son llevados al cenote sagrado; a un lado de la pirámide mayor. Una caída de cincuenta metros, agua helada y estalactitas filosas esperan en el fondo. Los jugadores perdedores son bañados en aceites y bendecidos por el sacerdote; las águilas revolotean mientras el jaguar ruge con fiereza. Los nobles se han acomodado alrededor del gran abismo a Xibalbá; todos festejan su ofrenda a los dioses.
Cada uno de los águilas caminan con honor y dignidad al desfiladero; se sienten orgullosos de llegar a Xibalbá. Los aceites permean el ambiente como el incienso en humo tibio; los corazones abren vuelo al gran dios proveedor de todo; “Xibalbá clama sangre” grita el sacerdote, todos se hincan y veneran el abismo. El canto comienza, el oro llega, jade por doquier y doncellas embadurnan la ofrenda requerida. El precio desnudo de los perdedores del gran juego de pelota; arrojados en el hoyo y atravesados por el suelo de estalactitas, la sangre proveerá vida; pero necesita un costo para hacerlo.
Las esposas e hijos de los perdedores lloran de alegría, gozo y pérdida. No tendrán a sus maridos en sus camas a partir de ese momento. El gran cuerno es soplado, produce un sonido grave y estruendoso; hace eco entre la selva. El jaguar sigue rugiendo. El dios águila se pone en pie y bendice a sus jugadores; estos se arrodillan frente a él y claman los fervores divinos, el dios los concede.
Los siete jugadores, perdedores, se enfilan al abrevadero; dispuestos a ofrendarse con orgullo y dignidad al gran cenote sagrado. Una doncella es degollada en la orilla para pintar el agua de rojo; la sangre abre el gran apetito del dios. En pocos minutos los águilas se arrojan al vacío, dejando un gran ¡splash!, con su caída y algunos gritos de dolor por las estalactitas. Los cantos retumban y el llanto de las esposas inundan la selva; nobles y familias veneran al ritmo del tambor. El juego de pelota se ha acabado.
Cuento publicado en la antología del IX Concurso Literario
de cuento "Gonzálo Rojas Pizarro", Lebu, Chile, 2011