Juguete de Joaquín
Dicen los mayores que en mi casa hay dinero enterrado. Yo no sé, pero de los cuarenta hoyos que he cavado solo me han salido pedazos de huesos. Parecen de pollo de lo pequeños que son y no tengo idea de cómo llegaron ahí pero Joaquín afirma que sí pueden ser de pollo mientras se carcajea. Si él dice que lo son, le creo porque es mi amigo y participa de mis juegos todos los días desde que abrí el primer hoyo y desenterré esos huesos junto a las raíces de los árboles que tapan todo el patio trasero. Nomás así apareció, como la llegada de nuevos vecinos a la colonia. No sé cuál es la casa de Joaquín, ni la calle donde está, pero eso no importa, llega todas las tardes al jardín del patio sobre la misma hora y se va ya oscureciendo. Creo que debe ser un niño muy obediente porque no se desbalaga por otras casas, ha de avisar que está aquí y deja sin pendiente a su mamá. Yo así lo creo porque lo dejan venir a mi casa sin castigarle los permisos y jugar sin preocupaciones y a nuestras anchas en el jardín de atrás. Dice mi mamá que me he vuelto muy travieso y yo se lo niego, le confieso que es solo la imaginación gigante de Joaquín que nos lleva a realizar muchas hazañas. Le cuento que hemos sido piratas y navegamos por mares de agua verde y brillante como los espejos, que nos hemos mareado de lo lindo y hemos vomitado por la borda las palomitas de maíz hurtadas de la cocina. Le señalo que hemos afinado la puntería y podemos hacer pipí adentro de un zapato puesto a gran distancia sobre sus macetas. Ya logramos columpiarnos sin cansarnos por las ramas bajas de los árboles del jardín, encuerados y haciéndonos popó al mismo tiempo. También somos unos buenazos en lanzarnos nuestras cacas y estamparlas en nuestras caras. Nos hemos convertido en grandes cazadores haciendo lanzas con los cubiertos y los palos de las escobas. Peleamos a gritos con lagartijas, arañas y hormigas que han querido sacarnos los ojos, y que luego asamos incendiando arbustos del patio. Conseguimos escupir cada vez más lejos y cabalgamos con nuestro ejército de hojas en lo más alto de los árboles. Platico cómo nos hemos dejado caer muertos de risa desde allá arriba y rebotar en la tierra con nuestras panzas infladas. Mamá me interrumpe y me dice que no conoce a ningún Joaquín y que no hay Joaquín alguno en las casas de nuestros vecinos. Le relato que a Joaquín le gusta disfrazarse, que usa pantalones cortos con tirantes, una camisa blanca y una boina gris como en las películas antiguas y que ella no se da cuenta cuando llega por estar entretenida jugando baraja con sus amigas. Mamá dice que va por su rosario grande que cuelga en una de las paredes de su recámara. Indago por una de las ventanas que asoman al patio, veo que Joaquín ya aguarda parado junto al primer hoyo que cavé. Se lo hago saber a mamá en un rápido alarido cuando paso corriendo delante de su cuarto. Escucho pasos tras de mí, pasos que me llaman y me siguen. Cruzo el umbral de la puerta del patio y al dejarla atrás, esta se cierra sin que la toque. Saludo a Joaquín que me mira diferente, sin alegría. Observo que desvía los ojos a mi espalda y volteó. No sé por qué mi mamá grita histérica detrás de la ventana de la puerta, golpeando y rompiendo el cristal con la cruz de su rosario…