John Lackland
–¡Maldita sea! –Exclamó John azotando el puño contra la mesa–. Es un solo hombre ¿debo suponer que ese maldito campesino bastardo puede más que mi guardia entera? –Su furia estaba marcada en las venas de su frente que palpitaban debajo de la corona incrustada de diamantes que parecía volverse más pesada cada día.
–Si me dejaras matarlo… –empezó a susurrar el sheriff.
–No necesito un maldito mártir –cortó John de forma brusca– ¡Lárgate! y no regreses hasta que lo traigas VIVO.
El sheriff azotó la puerta al salir del salón del trono sin tratar siquiera de disimular su enojo. Necesitaba hablar con el, necesitaba detener tantas muertes innecesarias. John odiaba a su hermano un poco más a cada segundo. Su juego de ser el héroe en una tierra extranjera estaba matando a SU país. El país de John, no de su hermano, el león extranjero quien lo había convertido en el personaje más odiado de una nación en decadencia.
Si tan solo ese ladronzuelo de cuarta entendiera al príncipe de la forma en la que él podía entender al ladrón. John había perdido el apetito, solo comía en los banquetes que se organizaban con excesiva frecuencia para su gusto. Pero no podía ser de otra manera, los emisarios de Francia, Escocia e incluso los de los reinos Hispanos, esperaban cualquier símbolo de debilidad para invadir el reino sin rey, la otrora poderosa nación que ahora podía sucumbir ante cualquier enemigo mientras el grueso de su ejercito luchaba del otro lado del mar siguiendo las ambiciones de un loco que nada sabía del pueblo que lo adoraba.
John lo sabía, lo recorría por las noches y maldecía a su hermano en cada bocado de elegantes piezas de caza que entraba en la boca del enemigo mientras su pueblo moría de hambre. Lo odiaba a cada gota de vino derramada por los elegantes obispos que celebraban a su hermano mientras sus feligreses temblaban de frío a las puertas de sus iglesias.
Pero sobretodo lo odiaba a cada aclamación de júbilo dirigida al ladrón de Sherwood, ese maldito bastardo mataba en nombre del Corazón de León, un león que había pisado su tierra en una sola ocasión y así se consideraba Rey. Estaba harto de ver los cuerpos de sus guardias, masacrados en robos que solo generaban un circulo vicioso: si el no subía los impuestos el dinero de la corona no era suficiente para mantener a raya el conflicto político, si el bastardo lo robaba ponía en riesgo a la nación: cualquier debilidad política podría llevar la lejana guerra a las puertas del reino, y entonces a la hambruna se sumaría el infierno de los invasores.
John se asomó por la ventana, por un lado se veía el territorio de caza, extenso, pero prohibido para los campesinos, ellos estaban limitados a las tierras de cultivo, que hubieran podido alimentar sin problema a los habitantes de su país, pero mantenerlos a ellos y al ejército de su hermano era una tarea titánica.
John escuchó el crujido de la puerta, se giró espada en mano, y descubrió que su acero apuntaba a una bella joven. Con una mirada hizo que John enfundara su espada. Levantó los hombros al tiempo que fruncía el ceño. Debía haber sabido que su sobrina estaba cerca.
–¿Espiaste de nuevo Marian?
La joven sacudió su cabellera dorada y suspiró sentándose en el trono de su tío.
–No puedes con ellos, no puedes con ninguno ¿Cuántas personas más tendrán que morir para que entiendas que me necesitas?
John tensó los puños y desvió la mirada. Marian tenía razón. Marian siempre tenía razón. Pero era su única familia, la única que entendía sus motivos y la única persona en ese enorme palacio que era querida por el pueblo, los nobles y los emisarios extranjeros por igual. Su condición de mujer la hacía verse noble cuando ayudaba a los necesitados, postura que a el lo podría marcar como débil. Había más de un emisario interesado en la mano de la chica y los sirvientes obedecían hasta sus miradas. Esas miradas verdes que combinaban siempre con sus largos vestidos y que John no podía mirar al momento de negarle lo que fuera.
–Te necesito aquí Marian, si te vas, harás que el pueblo se levante, solo tu puedes mantenerlos a raya.
–Y solo yo puedo con el ladrón. Lo sabes, y sabes que no soporto tener que consolar viudas cada día, entregar a las madres los cuerpos de sus hijos, cada día reclutas guardias más jóvenes, y hay otra solución, nadie tendría porque saber que me fui, si usamos el espejo yo puedo regresar siempre que lo requieras. Puedo hablar contigo y sabes lo útil que sería eso.
–¡No! –John dio un manotazo y tiró la mesa que estaba frente a el. Marian se encogió en el trono y suspiró, sabía que esa sería la reacción de su tío. La magia siempre venía con un precio, y la herencia de Morgana seguro incluía un precio alto.
–Tu abuela perdió la cabeza por culpa de la magia Marian, lo sabes, puso en riesgo el reino, puso en riesgo todo y al final perdió su vida.
–Y tu abuelo mantuvo el reino gracias a ello, y pese a Morgana, sabes que no hay otra salida, si no detengo a Robin Hood, va a seguir matando, con el espejo puedo volver siempre que haga falta y puedo advertirte de sus movimientos. Sabes que tiene un espía en el castillo, si no fuera por eso no estaría enterado cada que hay dinero en camino, y tu en cambio no tienes a nadie entre sus hombres. Si yo fuera parte de ellos, tendrías una ventaja al menos. Nuestro pueblo viene de la magia, no puedes alejarnos de ella.
–Cuida tu boca niña –John hizo la señal de cruz, y miró nervioso a la puerta–. Dios sabe que las paredes escuchan y no podemos enemistarnos con la iglesia que tanto defiende a mi hermano.
Los ojos de Marian destellaron con furia, levantó la mano, pero la mirada angustiada de su tío la contuvo.
–Tienes dos opciones tío, me dejas ir por las buenas y me encargo de ayudarte a salvar nuestro reino, puedo hablar contigo cada anochecer si eso te da paz, o me voy como pueda, y sabes que puedo, y me uno al bandido que está terminando con el dinero que requieres para mantener esta farsa. Es tu elección, soy una druida, no una doncella y estoy harta de sonreír para tus aliados políticos mientras mi pueblo se muere de hambre.
John observó el collar en forma de “M” cambiar de color mientras su sobrina apretaba los puños y trataba de contener la fuerza que se escondía en su interior. Sabía lo que le había pasado a su abuelo Arturo al enemistarse con su abuela, la bruja, aunque la historia culpaba a Morgana, el sabía que no era inteligente provocar a una mujer tan poderosa, y viéndola así, casi olvidaba que era la niña que había cuidado desde la infancia. No, Marian ya no era la criatura indefensa que despertaba llorando por la muerte de sus padres, había aceptado su ascendencia druida y estaba dispuesta a usarla para salvar el reino. No solo no podría detenerla, la necesitaba de su lado. Se desplomó en una silla y movió la mano por su barba resignado a dejarla ir.
–¿Cómo esperas que lo acepte? Solo hay hombres en su banda… –dijo en un susurro esperanzado.
–Para eso puedo utilizar otro tipo de magia –dijo levantándose del trono y caminando lentamente hacia su tío. John observó la figura delineada por el vestido de Marian, la niña que había cuidado estaba perfectamente formada como mujer, se acercó a la corona, John tensó las manos en los bordes de la silla y sus labios rojos, gruesos y perfectos se acercaron a su oído–. No tengo problemas para controlar a ningún hombre –susurró Marian–, espera noticias mías cada anochecer en el espejo –fue lo último que dijo antes de alejarse contoneando su cadera y dejando a John perplejo y seguro de que si Marian no podía con el ladrón, nadie más podría.