
La vida en Nell
(Capítulo uno)
Pasaron doce meses y siete días desde que Glyndialynn dejó de ser una estrella, ahora era la reina de Nell.
Hasta ese entonces, su reinado resultó próspero y pacífico; las personas se hicieron más solidarias y, debido a que ahora en el reino habitaban duendes, ninfas, centauros, sátiros y demás criaturas, las personas eran considerablemente más tolerantes que antes. Resultó una maravilla atestiguar cómo aquellas criaturas fantásticas podían vivir otra vez sin miedo entre los humanos, conviviendo con ellos con naturalidad.
De entre los nueve reinos, Nell mantenía una relación especialmente estrecha con Aeneas, cuyo príncipe, el Noble Andrew, visitaba con frecuencia a los reyes de Nell, sus mejores amigos y a quienes más confianza tenía en todo el mundo, después de su tutor Edwin y su aya.
Las gynëjai fueron invitadas a vivir en el reino de Nell tras la boda de los reyes, pero ellas eran seres no sólo fantásticos, sino también mágicos y las reglas de convivencia entre seres mágicos y mortales les impedían vivir entre humanos. Y aunque llevaban poco más de un año sin ver a los reyes, se conservaba fresco en sus memorias el recuerdo de su amistad.
Todo parecía haber resultado mejor de lo que Leander habría podido esperar. Los antiguos reyes de Nell, Stefan y Gladys, cedieron la corona a favor de su hijo tan pronto contrajo matrimonio, vivían en el castillo junto con Leander actuando como sus consejeros, pero ya no intervenían en las decisiones políticas. El rey Stefan quería descansar de toda una vida de gobernar. La reina Gladys llegó a querer a Glyndialynn tanto como si fuera su propia hija; pasaban mucho tiempo juntas, mientras que Stefan y Leander salían de cacería o se ocupaban de asuntos del reino.
Una vez cada mes, acudían al castillo Ademia y sus dos pequeños, Alicia con su esposo Albert y Andrew. El objetivo de la reunión era llevar a cabo un banquete en el que recordaban y honraban a los caballeros y las criaturas que habían muerto valientemente en el campo de batalla defendiendo al bosque de Callia.
Al finalizar el banquete, se realizaba en la plaza principal de Nell un baile al que podía asistir todo el reino.
A pesar de todo el regocijo que llenaba la vida de los reyes, Leander comenzó a experimentar un extraño sentimiento de culpa. Pensaba que no tenía derecho a ser feliz. No quería admitir porqué le sucedía eso, pero por dentro sabía que era por sus sueños constantes con Stacia. Recordaba aquellas duras palabras que ella le dirigía siempre en sus pesadillas, sin dejar de recriminarle su amor por Glyndialynn y su promesa rota.
La princesa de Aure jamás habría pensado algo así, ella habría comprendido que Leander conoció a Glyndialynn y que la amaba por quien era; pero el remordimiento lo hacía pensar de ese modo.
Desde luego que nunca le mencionó nada de eso a su esposa; lo único que ella sabía era la pesadilla en la que Stacia lo asesinaba a sangre fría. No sabía nada acerca del sentimiento de culpa que invadía a Leander: y él pensaba mantenerlo de esa manera; decírselo a Glyndialynn implicaría una carga más para ella, una que él decidió llevar solo.
Al principio de cada mes, la gente del reino acudía al castillo, Leander brindaba audiencia en el salón del trono y escuchaba las necesidades y problemas de su pueblo. Glyndialynn escuchaba a un lado de su esposo, pero no opinaba, la política es del rey y la reina siempre debe estar presente en las audiencias públicas, así lo dictaba la ley. Generalmente, las audiencias eran siempre iguales, tan aburridas para Glyndialynn que luchaba internamente por no quedarse dormida. La gente siempre se quejaba de lo mismo: robo de ganado, falta de dinero, granos podridos, disputas por tierra y todos aquellos problemas inminentes ante el rápido crecimiento de un reino. Pero ese día, mientras escuchaban a un campesino quejarse sobre un zorro que mataba a sus gallinas, Glyndialynn notó a su marido ausente, el hombre se veía desesperado y el rey no reaccionaba. La reina le dio un sutil golpecito en el brazo que lo hizo salir de sí mismo.
–Perdón... –comenzó Leander, pero ante la falta de atención y el no saber que contestar, Glyndialynn se adelantó.
–Veremos que podemos hacer al respecto –dijo tranquila–, enviaremos a alguien con trampas para atrapar al zorro.
El hombre asintió y se retiró de la sala. Mientras, Leander permaneció callado, con la mirada ausente, hasta que de pronto se detuvo en un anciano maltrecho y escuálido, casi al final de la fila. El viejo llevaba una capa negra muy maltratada que le arrastraba hasta los pies; un extravagante sombrero de punta, que también parecía de aspecto muy viejo y un bastón que lo mantenía de pie. Además, su arrugada cara estaba cubierta por una barba muy espesa que le llegaba hasta la cintura.
Leander inspeccionó detenidamente al anciano y luego le dedicó una sonrisa. Leander indicó a los guardias que lo acercaran al trono, tenía curiosidad de escucharlo. Sus pensamientos comenzaban a disiparse y volvía otra vez la atención a su audiencia.
–Buenos días, su majestad –habló el anciano con una voz temblorosa y ronca.
–Buenos días. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted este día?
–Quisiera ver a Stacia, reina de Nell.
El nombre de Stacia timbró en los oídos de todos los súbditos, dando pie a murmullos y cuchicheos en todo el salón. Además, el sobresalto al escuchar el nombre de la difunta princesa, hizo que Leander se enderezara en su trono, al tiempo que su corazón latía violentamente, al grado que casi sentía que se le salía. Resuelto a no dejarse dominar por sus emociones, el rey tomó una generosa bocanada de aire y suspiró profundamente, tratando de sosegarse.
–¿No querrá decir: “Glyndialynn, la reina de Nell”?
–No, alteza, quisiera ver a Stacia.
–Me temo que eso no será posible. Verá, la princesa Stacia... falleció hace ya un tiempo.
–¡Cómo! ¿Falleció? –inquirió el anciano, desconcertado. Era evidente que no sabía nada.
–Sí. Hace poco más de un año –contestó Leander con aires de melancolía.
–Y, si mi pregunta no es inoportuna, ¿en dónde fue sepultada?
–En el mausoleo de Aure, como lo marca la tradición.
–¡Cómo lo lamento, alteza! –exclamó el anciano, decepcionado–. Si no es mucha la osadía, majestad, me permitiré decir que hacían una pareja encantadora.
Leander abrió los ojos tanto como pudo, incrédulo ante el comentario tan osado de aquél anciano y asintiendo extrañado le dedicó una mirada fulminante. No estaba completamente seguro de qué debía decir, pero si evitaba a toda costa la mirada de Glyndialynn o siquiera voltear a ver la expresión que tendría ante aquél momento incómodo.
–Bueno, entonces me temo que partiré ahora –indicó el anciano. –¡Larga vida a Leander el buscador de la esperanza, rey del apacible reino de Nell!
El anciano salió del salón tropezándose torpemente con la capa, sin dejar de aclamar a Leander. La reina Gladys, quien tenía su puesto en el estrado de consejeros, miró de reojo a su hijo y pudo percatarse de que éste había estado haciendo lo posible por no derramar lágrimas frente a los presentes. Su estómago era verdaderamente un manojo de nervios.
–La audiencia ha terminado –decretó de pronto Leander, se escucharon murmullos de desesperación y queja, pero los guardias comenzaron a desalojar el salón tan pronto el rey se levantó y caminó hacia sus jardines privados.
Mientras aceleraba el paso y dejaba atrás todo el barullo del salón, su madre lo abordó abruptamente.
–Tal vez ahora es un buen momento para dar un largo paseo por los jardines, Leander –sugirió su madre, suavemente, tomándolo del brazo. A veces parecía como si pudiera leerle el pensamiento y siempre tenía la más asertiva solución a sus problemas. Sintió un enorme alivio, quizá su madre podría ayudarlo.
El príncipe atravesó de cabo a rabo los tres jardines del castillo, para terminar sentado bajo un sauce llorón a las orillas de la pequeña laguna que se encontraba en uno de ellos.
Tomaba piedritas que hallaba entre el césped y las arrojaba dentro del agua, creando ondas que se propagaban poco a poco. En ocasiones arrancaba hierbitas del césped y las partía entre sus dedos.
–¿Leander? –lo llamó la dulce voz de Glyndialynn.
El rey se volvió un poco para encontrarse con su esposa, recargada en el tronco de un árbol que daba sombra bajo sus frondosas ramas. Parecía como si ella hubiera estado allí durante mucho tiempo, pero había esperado el momento más apropiado para hablarle.
Leander le dedicó una sonrisita y volvió a su actividad de arrojar piedras dentro del agua. Glyndialynn se acercó y se sentó en silencio a su lado, sin dejar de estudiarlo con la mirada.
–¿Qué sucede? –Preguntó preocupada.
–No... no es nada, Glynd. Sólo que éste trabajo de ser rey ha resultado más estresante de lo que pensé que sería. Es todo.
–Pero no es así. Dime qué sucede –insistió dulcemente–. Sabes que no puedes ocultarme nada. Te conozco muy bien.
–Bueno es... es sólo que...
–Es el sueño, ¿verdad? –interrumpió.
–Sí, lo es –suspiró resignado–. Pienso todo el tiempo en lo que ella me repite dentro del sueño. Y lo repaso una y otra vez dentro de mi mente, aun después de que me convencí que no me hace ningún bien.
–Tal vez sería mejor que ocuparas tu mente con otro asunto.
–Lo intento, de verdad. Pero... no puedo.
–Leander, no puedes torturarte a ti mismo todo el tiempo...
–Cada que le doy vueltas al asunto, concluyo que no fue justo –interrumpió Leander–. Ella tenía el mismo derecho que yo de amar. De ser amada. De vivir.
–Sí, lo tenía. Pero Gaia decidió que su tiempo había terminado. No fue más que el ciclo natural de la vida. Lo único que tú querías era darle una segunda oportunidad.
–Y sin embargo no lo hice.
–No. Te enamoraste, ¿verdad? –inquirió Glyndialynn, sin ocultar una sonrisita que se extendió en su rostro.
–Sí, así fue. Me enamoré y me casé con una estrella –Glyndialynn sonrió cálidamente y se formaron pequeñas arrugas alrededor de sus ojos, cosa que no sucedía cuando era todavía una estrella.
–Ya no soy una estrella.
–No. Eres mi deseo hecho realidad –contestó, tomando entre sus manos el rostro de Glyndialynn y besando suavemente su frente.
Aquél día transcurrió con normalidad: el atardecer pintó los campos de anaranjado; los abarrotados y coloridos mercados cerraron, los pastores reunieron a sus rebaños, las personas volvieron a sus hogares y las estrellas hicieron su aparición en el cielo: brillantes y encantadoras.
En Nell, todo fue normal, pero no lo fue en el reino vecino Aure. Al caer aquella noche, un anciano que se apoyaba sobre un bastón, entraba al cementerio de Aure, llevando con él un ramillete de pequeñas florecillas silvestres.
Era el mismo anciano que había estado en el castillo de Nell aquella tarde. Se acercó renqueando hasta el mausoleo de criptas con los nobles de Aure y miró hacia ambos lados de donde se encontraba parado, para asegurarse de que no hubiera nadie observándolo. Al cerciorarse de ello, pronunció un conjuro en un idioma que sólo los hechiceros conocían: Inszhana ieshané dhon oshuma. Al hacerlo, se convirtió en un hombre alto, fornido e imponente, de mirada profunda y críptica como la muerte: lord Athan. El mismo hombre malévolo y perverso que hacía tiempo juró vengarse del entonces príncipe Leander y de su nueva esposa Glyndialynn y que ahora regresaba para honrar su juramento. Estaba preparado para llevar a cabo su venganza a cualquier costo, para él los límites no existían.
Con un simple movimiento de la mano, hizo que las puertas del mausoleo salieran disparadas con la mayor facilidad del mundo, como si se hubiera tratado de hojas al aire.
Dos guardias que estaban dentro custodiando las criptas, se abalanzaron con sus espadas sobre lord Athan, quien los derribó a ambos con un solo golpe, haciéndolos caer desfallecidos en el suelo.
Avanzó con pasos firmes y sin fluctuar hasta donde se encontraban las tumbas; y ahí, subiendo los escalones, se encontraba una vidriera diáfana dentro de la cual descansaba un féretro de oro y terciopelo. Una pequeña placa de oro, con marcas en una lengua desconocida, se posaba al pie de la vidriera.
Lord Athan torció los labios en una extraña mueca que se pareció a una sonrisa y con otro simple movimiento de manos hizo que, sin un sólo ruido, la vidriera se rompiera en mil pedazos, cada pequeño trozo del cristal se convirtió en agua cayendo sus pies.
Acto seguido, dio un paso hacia delante para quedar parado justo frente al ataúd. Sin tocarlo pasó ambas manos por encima del mismo y cerró los ojos. Luego pronunció otro conjuro en aquella misma lengua antigua de hechiceros: Kandaeni ashmak. Kalk veyiur.
Al decir esto abrió los ojos y miró fijamente el cajón. Levantó una mano y con el movimiento de un dedo la tapa del féretro se separaba, dejando al descubierto el cuerpo inerte de la princesa Stacia.
Lord Athan la miró fijamente durante unos segundos y su embelesamiento se vio interrumpido por el súbito parpadear de la princesa, que dejó expuestas las enormes y relucientes esmeraldas que llevaba por ojos.