top of page

El principio de la historia

(Capítulo uno)

 

 

 

 

¿Alguna vez te has preguntado, qué pasaría si las estrellas pudieran pedirse deseos entre ellas?, ¿o si sería posible que una estrella bajara del cielo sólo para cumplir uno? Bueno, pues debes saber que ambas son posibles y sucedieron.

     Si quieres leer una historia de amor imposible entre un muchacho plebeyo y una princesa, o te interesa conocer el cuento de una chica de larga cabellera esperando ser rescatada por su amor verdadero en la torre más alta probablemente estés buscando el libro equivocado. Esta historia sucedió hace mucho, mucho tiempo, más del que siquiera pudieras imaginar; cuando las criaturas mitológicas vivían escondidas entre los humanos, en tiempos de hechiceros poderosos, príncipes valientes y hadas guerreras. Todo comenzó en un apacible reino llamado Nell.

     Se vieron tiempos difíciles en la tierra de ese entonces; las diferencias ideológicas y codicias entre reinos, los llevaron a desacuerdos y conflictos hasta convertirse en enemigos. Iniciaron años de guerra, conquistas y destrucción, la maldad asoló la tierra y quedaron nueve clanes que se dieron cuenta que no podían mantenerse enemistados para siempre; la humanidad estaba desapareciendo con rapidez. Otras criaturas emergían y los hombres necesitaban la certeza de que, si algún peligro externo los acechaba, podrían contar con otros reinos que acudieran a su llamado de auxilio. Así fue como se formó la hermandad entre los nueve clanes que quedaron tras las guerras. Se establecieron a través de los años sus reinos, llamándoles a cada uno con el nombre de su fundador: Nell,  Aure, Aeneas, Ianthe, Megan, Naida, Kaia, Jeno y Altaír. Cada uno destacaba de alguna manera especial: Nell, por ejemplo, era un reino de verdes praderas, vivos riachuelos,  tardes cálidas y apacibles. Aure, el país vecino, era un soleado reino con extensas y envidiables playas doradas de agua fresca; Aeneas era un lugar más bien seco, con edificios de mármol y adobe, donde abundaban los mercados, palmeras y camellos; Ianthe era un reino especialmente agradable, que se caracterizaba por la abundante vegetación de flores de un peculiar color lila; abundaban también las lagunas, lagos y cascadas. Unos kilómetros mar adentro, se encontraba una amplia isla, donde se levantaban imponentes los reinos de Megan, Kaia, Naida y Jeno. Megan era el reino más poderoso de todos: no era extraño mirar transitar por la calle carruajes con incrustaciones de zafiros y oro puro; doncellas que utilizaban en el rostro polvos blancos traídos de las tierras lejanas de oriente y pelucas extravagantes, se veían vestidas con las más caras y magníficas telas; había erigidas mansiones de tres o más pisos donde se vivía con los lujos más exóticos que pudieran encontrarse. Naida y Kaia eran bastante parecidos, ambos cálidos y húmedos debido a la cercana costa, de poca extensión territorial, eran las principales fuentes de pesca; cualquiera que se quisiera involucrar con la navegación y la vida en altamar, sabía que Naida y Kaia eran los lugares para hacerlo. Jeno era el más pequeño de todos los reinos, donde se disfrutaba de un poco convencional cielo lila; nubes blancas y esponjosas; carruajes con ruedas de plata y enormes casas con amplios ventanales del cristal más grueso, vino especiado que proveían a todas las regiones de la Tierra. Toda la ciudad estaba conectada por pasillos tapizados con azulejos celestes y dorados. Cada tarde era común disfrutar de arcoíris que adornaban todo el cielo.

    Frente a esta Isla, se encontraba una similar, con el reino de Altaír, el más grande de todos: contaba con la zona urbana y con enormes campos silvestres llenos de lagos, bosque y costa. Era también allí donde se realizaban asambleas anuales, a las cuales acudían los embajadores de cada uno de los reinos para reforzar la diplomacia y hermandad.    

    En Nell, reinaba entonces un buen hombre digno de admiración y respeto: el Rey Stefan Rhirel, junto con su dulce esposa, la reina Gladys. Desde que asumieron su posición en el trono de Nell, reinaron siendo un admirable ejemplo de paz y armonía para los otros reinos, ya que además de su capacidad económica, era bien conocido por su fama de ser apacible y encantador. Las personas que allí habitaban vivían  felices, con la certeza de que Nell se convertiría en un lugar más próspero para vivir.

    Stefan y Gladys tenían un hijo único y heredero a la corona Rhirel: el príncipe Leander. Era un niño muy bien parecido, de tez apiñonada y cabello  oscuro como sus ojos. El chico era vivaz e inteligente. Era aplicado en sus lecciones; destacaba en latín, matemáticas, historia y ciencias. Y en cuanto a sus actividades físicas, tenía enorme talento en artes marciales, siendo especialmente diestro en la esgrima. Los reyes siempre supieron que, si llegaba el momento, sería un fiero guerrero.

    Desde muy chico, el príncipe fue instruido por Argus; un hombre muy viejo, pero conocido como el más sabio de todos los ancianos. Lo que muchos ignoraban, es que ese hombre era un mago. Conocía todo lo que había que saber acerca de cualquier habilidad, hechizo y encantamiento mágico, pero su verdadera pasión eran las criaturas míticas; las conocía con excelente precisión y a detalle. No era raro encontrarlo en su estudio, fumando su pipa en forma de búho y sosteniendo en sus manos un murciélago, una libélula, una lechuza, una serpiente o un escarabajo. Y menciono únicamente estas criaturas entre la infinita variedad que se podía encontrar en su estudio. Los reyes estaban conscientes de los conocimientos y prácticas del mago Argus y preocupados por la imaginativa y despierta mente de Leander, le fue prohibido instruir al pequeño en magia y todo lo que aquello englobaba. El mago no comprendía la razón de los reyes; la magia no podría hacerle ningún mal a la mente del niño, al contrario, la fortalecería y lo haría más inteligente de lo que ya era, pero, muy a su pesar, obedeció las órdenes que se le dieron, ya que estaba muy encariñado con el niño y no estaba dentro de sus planes abandonarlo de la nada en caso de que sus padres decidieran destituirlo si le enseñaba magia.

    Fue así que el mago convirtió todos sus conocimientos de magia y de criaturas míticas en cuentos que le contaba al niño. Historias que, hasta donde el pequeño príncipe sabía, eran ficticias; simples cuentos creados por su mentor para entretenerlo. No obstante, Leander disfrutaba imaginando que todo aquello realmente existía. Era normal que se le encontrara sentado detrás de las cortinas, con los ojos cerrados, recreando en su mente algún cuento que el viejo Argus acabara de contarle. Pero conforme fue creciendo, perdió la ilusión a medida que se involucraba cada vez más en asuntos relacionados con el reino, que en un futuro, aún entones lejano, sería su responsabilidad.

     Cuando Leander tenía seis años, sus padres lo llevaron con ellos a un banquete celebrado en Aure, el reino vecino. Los anfitriones; el rey Zander, su esposa Isadora y su hija, la princesa Stacia, eran los más atentos y recibían a sus huéspedes con una sonrisa cálida. La princesa, por cierto, era una niña enérgica y ocurrente, cosa que a veces la hacía redundar en la irreverencia, o eso decían los adultos. Su cabello negro como ala de cuervo y su piel bronceada como las doradas playas de Aure, era poseedora de una increíble belleza, con hipnóticos ojos verdes que parecían destellos de esmeraldas al sol. Probablemente en sus años de adultez, sería una de las solteras más cotizadas.

     No pasó mucho tiempo antes de que Leander y Stacia fueran presentados y casi obligados a convivir aquella noche. “A regañadientes” no es expresión suficiente para explicar cómo fue que comenzaron a hablarse: casi sin abrir la boca, definitivamente sin mirarse. Pero pocas horas después y como es común a una edad tan corta, los niños comenzaron a encontrar maneras de divertirse juntos: escondiéndose debajo de la mesa junto con la bandeja de postres; correteándose por todo el castillo, escaleras arriba y escaleras abajo; haciendo figuras con las sombras de sus manos a la luz de los candelabros. En fin, no pasaron para nada un mal rato y los padres de ambos lo notaron. A la mañana siguiente, los reyes de Aure invitaron al príncipe a pasar con ellos el verano, a lo cual, los reyes de Nell accedieron honrados.

     Fue así como comenzó y fue creciendo una estrecha amistad entre los jóvenes príncipes, tanto, que pasaron los años y Leander fue olvidándose cada vez de las historias mágicas de Argus e interesándose más en la princesa. Ella tenía un carácter fuerte, pero Leander, quien había sido su amigo desde la infancia, no veía ese lado de ella, sino el de la joven entusiasta, divertida y elocuente. No había ocasión en que pasara un mal rato estando con ella.

    Durante los años siguientes, Leander la visitó cada que tenía la oportunidad, sin esperar a que llegara el verano y cuando no estaban juntos, se escribían. Leander enviaba seguido mensajeros a caballo llenando a la princesa con regalos; casi siempre joyas ostentosas y ella, a su vez, enviaba de regreso algún pañuelo perfumado envolviendo un mechón azabache de su cabello o alguna flor seca que a veces recogía y guardaba de sus visitas a otros reinos.

     Estación tras estación, año tras año, visita tras visita, el cariño que se tenían iba creciendo, tanto que a veces Leander pensaba que era demasiado para contenerlo dentro. No fue hasta una noche en el reino de Aure mientras tomaban la cena cuando Leander estuvo seguro: Stacia reía de una divertida anécdota de la juventud que había narrado su padre, la reina disfrutaba también de la historia y todos pasaban una agradable noche en compañía del príncipe; pero él no estaba pensando en nada de eso, solamente miraba a la princesa reír, le pareció que tenía un brillo en el rostro. Ya no era la niñita traviesa que había conocido hacía dieciséis años; ahora era una mujer, de hecho cumpliría veintiún años en dos semanas y Leander sabía que debía preparar algo especial, muy especial, pues aquella noche aceptó que lo que sentía por ella era amor.

   Leander se convirtió también en un joven apuesto e inteligente, aunque por dentro seguía llevando en su corazón la magia y en todas las cosas maravillosas que Argus le había narrado en su infancia. El mago, por cierto, no envejecía un solo día, mintiendo cada año acerca de su edad. Afortunadamente, a Leander jamás se le ocurrió preguntar por qué sucedía eso. 

   Después de mucho planear, preparar e idear, Leander tuvo la idea de realizar un pomposo banquete en Nell para el cumpleaños de Stacia. Aunque no se trataba de un banquete nada más, pues Leander tenía planeado proponerle matrimonio a la princesa y cumplir su sueño de contraer nupcias con su mejor amiga.

    El día llegó por fin, había tanto regocijo en Nell como en los demás reinos de la hermandad que también fueron invitados. Acudían entusiasmados a la importante celebración, luciendo sus más suntuosas joyas y trajes de ricas telas.

   Tan especial era la ocasión, que la reina Gladys sacó el anillo de bodas que perteneció a la madre del rey Stefan; anillo que guardó durante muchos años y que ahora sería el obsequio de bodas para Leander.  Ellos estaban orgullosos de que su hijo, ya hombre, se casaría; pronto estaría listo para heredar el reino.

   —¿Leander? —llamó la reina mientras caminaba a través de la amplia terraza que dividía el balcón y la habitación del príncipe.

   —¿Sí, madre? —contestó el muchacho, concentrado en el tablero de ajedrez, mientras acariciaba con una mano su barbilla.

    —Leander, querido —comenzó la reina, colocando una mano sobre el hombro de su hijo—, después de tantos años, finalmente veo los frutos de aquel primer verano que lo pasaste fuera. No puedo creer que vea tu compromiso con Stacia; debo confesarte que lo vimos venir desde que fuimos al banquete en Aure —el príncipe se levantó de la mesa que compartía con el viejo Argus, para prestarle atención a su madre—. He guardado algo durante el tiempo que he estado casada con tu padre. Algo que quiero obsequiarte.

    La reina Gladys extendió las manos hacia su hijo, entregándole una pequeña caja forrada con terciopelo negro. El príncipe, intrigado, la tomó y luego de examinarla la abrió, encontrando dentro de ella un magnífico anillo de plata.

    —¿Madre? —inquirió el príncipe mirando a la reina, confundido.

  —Era de la madre de tu padre, tu abuela Agneta. Ella se lo dio a tu padre antes de que nosotros nos conociéramos y le dijo que se lo obsequiara únicamente a la mujer a quien verdaderamente amara. Y lo hizo —dijo ella mientras un arrebol se formaba en sus mejillas—, ahora es tu turno, Leander —dijo, mientras que el príncipe escrudiñaba la ostentosa joya. Leander cerró la caja y su madre colocó sus manos sobre las del príncipe, envolviendo la caja dentro de ellas—. Mi consejo es el mismo: entrégaselo a la mujer a la que realmente ames, Leander. Únicamente a la mujer a la que ames —concluyó la reina, pronunciando aquella palabra con particular énfasis. El príncipe asintió, y su madre lo envolvió en un maternal abrazo.

    En el castillo de Nell, el salón donde se llevaría a cabo la celebración fue lujosamente ornamentado con gran entusiasmo: el techo estaba adornado con los más hermosos candelabros; las escaleras que llevaban al salón estaban cubiertas por una enorme alfombra roja con complicados diseños bordados en oro. El techo estaba decorado con atrayentes figuras celestiales, como arcángeles sonando triunfales sus trompetas, nubes blancas de aspecto suave sobre las cuales dormían los ángeles y justamente al centro, se podía admirar un sol dorado cuyas brasas pintadas, parecían irradiar calor; era una pintura fantástica.

    Había una extensa  mesa de caoba, decorada con un elegante mantel de brocado dorado sobre un fondo rojo. Sobre ésta, se encontraba la más exquisita comida que podrías imaginar. Había una gran variedad de frutas de temporada; pastelillos de diferentes tamaños y sabores: tartas de fresas, zarzamoras y bayas; dulces de leche y otros postres. También había pollo, pichones y terneras. Justo al centro de la mesa, había un extravagante pavo real servido con su plumaje y para beber había una vasta selección de los más finos vinos provenientes del reino de Jeno. Los invitados tendrían un gran festín.

    En el centro del salón se encontraba una enorme pista de baile, donde ya se encontraban llevándose a cabo las danzas, con tanta gracia que parecía que habían ensayado horas antes. Alrededor de la pista había juglares, músicos de hermosas voces que armonizaban los bailes. Acompañaban además, dos bardos con sus laudes y un flautista, que en conjunto componían una melodía rítmica, que hacía bailar a todos los invitados. Las damas de la realeza lucían ostentosos vestidos de delicadas telas como seda y satín, como las que usaban en el reino de Megan, que las hacían parecer muñecas de porcelana y llevaban además joyas en toda su vestimenta. Sus cabellos eran recogidos con broches en hermosos peinados abultados, y en sus pies llevaban zapatos con tacones no muy altos. Por su parte los nobles caballeros vestían con elegantes camisas de seda ajustadas con cinturones, bajo las cuales algunos llevaban mallas, otros usaban pantalones de telas más gruesas. Todos ellos, a excepción del príncipe Leander que llevaba botas, usaban zapatos de vestir, con hebillas de oro y plata.

    La princesa Stacia, por su parte, lucía un largo vestido de terciopelo en tonos dorados y verde olivo con dibujos florales. Un fino aro de oro simulaba hojas de laurel adornando su cabeza, llevaba el cabello recogido en una alta coleta de caballo, mientras que unos oscuros caireles enmarcaban su fino rostro.

     El príncipe Leander, nervioso, caminaba en línea recta de un lado hacia otro en su balcón. Si algo no había cambiado en él, era la aversión a presentarse frente a cientos de personas y ser ovacionado. No era que tuviera miedo, más bien le era incómodo. Sin embargo, tarde o temprano tendría que bajar las escaleras, ¿verdad?

    —¿Leander? —llamó su madre desde la habitación—. Sé que estás nervioso pero ahora debes bajar. Stacia ha estado preguntando por ti.

     —Lo sé, lo sé, madre —respondió con voz ahogada.

     —Bien. Entonces regresa con tus invitados, te lo suplico. Todos están ansiosos por un brindis.

     El príncipe bajó a formar parte de la fiesta, sentándose a la mesa junto a su  padre y Stacia. Después de cenar un delicioso banquete y charlar efusivamente con algunos  nobles de los reinos hermanos, Leander comenzó a sentirse cada vez más cómodo, especialmente con Stacia a su lado, quien siempre encontraba el momento adecuado de sacarlo de alguna conversación incómoda y con la certeza de que después de esa noche, pasarían el resto de sus vidas juntos.

     Todo estaba yendo a la perfección: los invitados disfrutaron del banquete, y todos se deleitaban con la música que provenía de la pista de baile. Era el tipo de música que, si estuvieras allí, se habría apoderado de todo tu cuerpo haciendo que tus pies se movieran a su ritmo casi involuntariamente.

     El príncipe Leander, que se encontraba sentado al centro de la mesa, se puso de pie y tintineó su copa con un cubierto, acto al cual los nobles respondieron bajando su tono de voz y poniendo toda su atención a lo que el joven príncipe tuviera que anunciar.

     —Queridos hermanos de los nueve reinos, quiero agradecerles a todos su presencia,  propongo un brindis por la princesa Stacia, en su cumpleaños número veintiuno —los presentes estallaron en aplausos mientras dedicaban sonrisas sutiles a la cumpleañera—, ahora que tengo la atención de todos —continuó—, quisiera aprovechar la oportunidad para pedirte el honor de esta pieza, Stacia —dijo, dirigiéndose a ella.

   Antes de que respondiera, todos los nobles se mantuvieron a la expectativa, mirándola insistentemente, mientras que ésta se ponía de pie, tomándole la mano y sonriendo mientras caminaban a la pista de baile. Una vez ahí, los músicos comenzaron a tocar un vals muy suave. Por todos lados se escuchaban comentarios por parte de los invitados: «¡qué hermosa pareja!» o «me pregunto cuánto tardarán antes de casarse». Sin embargo, ni Leander, ni Stacia escuchaban nada además del agresivo palpitar de sus corazones y la música tenue que ambientaba el momento. Mientras giraban con movimientos gráciles y fluidos, el príncipe sintió que era hora de hacer aquella pregunta que no lo había dejado estar completamente tranquilo durante toda la noche. Escuchando su propia respiración amplificada en sus oídos, tragó saliva y respiró tanto aire como pudieron guardar sus pulmones, mientras reunía todo el valor que poseía.

   —Stacia —comenzó el príncipe—, nos conocimos hace dieciséis años y nos hicimos amigos casi por accidente. Hemos pasado momentos inolvidables juntos, eres mi mejor amiga y quisiera que pudiéramos seguirlo siendo, viviendo en el mismo castillo —con aquella última frase, el rostro de Stacia se congestionó y sintió su corazón latir con más fuerza que nunca, pues sabía adónde iba Leander con aquello y la tomaba completamente por sorpresa—. Así que Stacia, aquí está la pregunta más importante que haré en toda mi vida: ¿quieres convertirte en mi esposa?

     Durante unos segundos, la princesa esbozó la más sincera sonrisa, pero fue momentánea, ya que antes de que pudiera contestar, varias cosas sucedieron al mismo tiempo: la mirada de la princesa Stacia se hizo ausente, como si alguien le hubiera sacado el alma de un momento a otro; su frente y sus manos estaban sudorosas; no parpadeaba y parecía que su mirada se había quedado perdida en el vacío. La piel de su rostro se notaba pálida y, de manera drástica, antes de que pudiera darle a Leander cualquier respuesta, cayó inconsciente en sus brazos.

     Leander se quedó atónito, no sabía qué hacer. Los invitados, los reyes y los guardias los miraban de lejos, sin comprender del todo lo que pasaba, pero a sabiendas de que algo andaba mal.

  —¿Stacia? —llamó sosteniéndola firmemente—. ¡Ayuda! ¡Ayúdenme, por favor! —exclamó Leander, aterrorizado al verla desfallecida. Los músicos, confundidos, dejaron de tocar, llamando así la atención del resto de los invitados. Inmediatamente, tres de los guardias del castillo, corrieron a auxiliarlo, parecía estar a punto de perder los estribos en cualquier momento. Todos se quedaron inmóviles; no sabían a ciencia cierta qué sucedía, así que tan pronto como los cuchicheos y lamentos de mortificación comenzaron, los guardias los exhortaron a pasar discretamente al salón contiguo, mientras que se encargaban de llevar a una habitación del castillo a la princesa.

    Karsten era conocido como el mejor médico de todo el reino, se encontraba en esos momentos compartiendo la cena con su humilde familia y tranquilo como estaba en su casa, no pudo haber anticipado lo que aquella trágica noche traería consigo; nadie pudo haberlo, de hecho.

     Dos heraldos fueron quienes tocaron a su puerta, mientras que su esposa acostaba a sus niños a dormir; tres golpes en la puerta por la noche sólo podían traer malas noticias, todos lo saben. El doctor abrió nervioso. Los heraldos  le informaron que debía presentarse de inmediato en el castillo de Nell, ya que la princesa Stacia había sufrido un desmayo por razones que aun ignoraban. Fue llevado a la mitad de la noche hasta la habitación donde se encontraba todavía inconsciente la princesa Stacia, el doctor, tan pronto la vio, supo al instante de qué se trataba. 

 

 

 

Volver a Hechiceros I: Camino a Siomara

bottom of page