Fungi.
(¿1993?)
EL INCIDENTE
Trabajo como redactor de una revista científica. Mi labor es rutinaria y según los maliciosos, burocrática: sinónimo de inútil. No voy a contradecirlos, pues cuando menos he tenido los mismos anhelos de un burócrata cultivado: retirarme para publicar un libro en mi vejez.
Cada semana lidio con lenguajes crípticos y confusos, esperando que a mi tediosa labor le llegue algún respiro. Cuando los aficionados a la ciencia envían sus contribuciones yo me regocijo. No es la política de ninguna revista seria publicar tales textos, así que me limito a coleccionarlos. Un mes de junio, a principios de los ’90, mientras todo el mundo se distraía aún con los pormenores de la reunificación alemana, mientras se discutía la muerte del socialismo real y se glorificaba con peligrosa ingenuidad a la “moderna” sociedad del libre mercado, yo me dispuse a leer uno de esos textos despreciados por mi revista. El artículo guardaba sorpresas, la primera, que estaba escrito por un científico.
No caeré en la tentación de comentarlo, baste decir que luego de su lectura, mi ánimo sarcástico, mi escepticismo alrededor de la arrogancia occidental y su pretensión de representar a todas las opciones humanas, se convirtió en simple fatalismo. El texto, que ahora me dispongo a transcribir fielmente, se titulaba Physarum paradoxa.
EL TEXTO
«Pensé comenzar este escrito así: “Huyan de las ciudades, salven lo poco que aún queda de nuestro mundo, dense cuenta de que el progreso es la peor de las mentiras, el crimen arquetípico del que provienen todos los crímenes, !por favor, demos marcha atrás y retornemos a la Naturaleza!”.
Mala idea. Errónea, cursi y melodramática. Aunque esas líneas digan la verdad, son patéticamente ingenuas. Mi intención va más lejos de la necesidad de recuperar una naturaleza a la que por tantos siglos hemos agredido, excede al afán que anima a ciertos ecologistas (que no a todos, pues la vulgaridad urbana se esconde tras disfraces chapuceros y mal hechos). Lo que quiero decir es que la humanidad está en peligro de extinguirse, y no por los argumentos convencionales: nuestro cerebro está enfermo, y eso es algo que al mundo, que a la naturaleza, le tiene sin cuidado. Pero les pido un poco de paciencia; necesito ordenar mis recuerdos...
Todo comenzó hace 15 años, cuando hacía mi tesis doctoral en micología. En unas cavernas cercanas a la Ciudad de México descubrí una nueva especie de mixomiceto, a la que propuse llamar Physarum paradoxa, por su semejanza con el género y por lo extraño de sus estructuras reproductivas: más del 50% de los cuerpos fructíferos carecían de esporas, eran “vanos”. Un colega mío, el Dr. Cáceres, analizó esa singularidad, mientras yo trataba de definir su hábitat. Jamás lo hallé en el campo; en cambio, al recorrer las principales ciudades del mundo, siempre lo encontré viviendo en las alcantarillas y ocasionalmente, en oquedades naturales asociadas a las cloacas urbanas.
Hace cinco años recibí una carta del taxónomo Carl Crowther, donde sugería que mi “nueva” especie ya había sido descrita a principios de siglo por el italiano Pier Andrea Saccardo, habiendo aparecido una breve nota al respecto en el suplemento último de su obra principal: “Silloge fungorum”. El fallecimiento de Crowther me impidió discutir con él tal suposición, pero sembró en mí la duda. El último suplemento a la “Silloge fungorum” de Saccardo es un texto difícil de conseguir, sin embargo, conocía algunas personas que podrían ayudarme.
Alguna vez tuve la fortuna de colaborar con los curadores del Archivo de Indias, en Sevilla. Lidiaban entonces con unos hongos cuyas esporas ponían en riesgo tanto a legajos y documentos antiquísimos, como a los pulmones de los investigadores. Ese hecho, anecdótico en sí mismo, me aproximó a un notable historiador y paleógrafo andaluz, Don José Luis Blasco Cabal. De modo que recurrí a él para obtener la esquiva obra de Saccardo. “No tiene porqué cruzar un océano para conseguir la Silloge fungorum –me dijo— Le bastará con conducir un par de horas hacia el oriente de su casa en la Ciudad de México”. En efecto: el ingeniero Antonio Fabián, de Puebla, tenía la obra en su extraordinaria biblioteca.
Don Antonio pertenecía a la vieja aristocracia poblana, un ancestro suyo había sido gran amigo nada menos que del padre Athanasius Kircher. Fabián resultó ser tío de Humberto Cáceres, el genetista que colaboraba conmigo para determinar las afinidades filogenéticas del hongo. Gracias a este imprevisto lazo familiar, a los amigos sevillanos que teníamos en común y sobre todo, a que Don Antonio visitó a su sobrino en la ciudad de México, pude establecer un contacto muy personal con él. Cenamos en casa de Humberto. La sobremesa estuvo tapizada de anécdotas que, en otra persona, me habrían parecido chocantes, pero Don Antonio contaba con tal naturalidad los pormenores de su linaje, lleno de fatuidades divertidas y chismes irónicos que ridiculizaban a sus nobles parientes, que no pude sino quedar encantado y ,¿por que no decirlo?, impresionado con el viejo caballero. Ya casi al final de la velada le platiqué sobre mis investigaciones y sin más preámbulo le pregunté sobre la obra de Saccardo. “Un investigador meticuloso sin duda —me dijo y creí adivinar un dejo de desprecio en su rostro— pero, si me permite decirlo, algo insensible. No soy un experto como usted, pero supongo que me concederá que todo científico requiere, además de método y paciencia, cierta dosis de agudeza”. Luego pasó a platicarme sobre una de sus aficiones: la exploración subterránea. “Alguna ocasión, Don José Luis Blasco me guió, cual Virgilio redivivo, por las tenebrosas galerías que urden su trama en las ignotas catacumbas sevillanas. Conocí con él, no sólo el rostro deforme de los murciélagos, sino también el repelente espectáculo de viscosos plasmodios reptando con lentitud infinita, por las oscuras paredes de roca. De allí que mi curiosidad hacia los peculiares habitantes de las profundidades ctónicas, me condujera casualmente, a la Silloge Fungorum”.
El hombre era un experto espeléologo y ya que mi investigación se relacionaba con cavernas, insistió en llevarme a unas galerías naturales en el Cerro de La Estrella. “A lo mejor y allí encuentra también su dichoso hongo”, me dijo, y luego agregó “una vez que visitemos esos túneles me gustaría mostrarle un ensayo mío sobre el significado real de esa curiosa inclinación humana por todo lo subterráneo”.
II
Llegué al Cerro de la Estrella a tiempo; pero en lugar del Ingeniero Fabián vi a Cáceres.
-¿También nos vas a acompañar?—le pregunté.
-No Víctor, la verdad mi tío es demasiado viejo para esto y de hecho, me pidió que te guiara.
Cáceres jamás me había hablado de que conociera estas cuevas; pese a que trabajamos en el mismo sitio, pese a que somos amigos. Esto me extrañó mucho. Debo haber hecho algún gesto de sorpresa pues de inmediato comenzó a hablar.
-No te preocupes, conozco muy bien el sitio, y si no te había hablado antes de él es porque eres demasiado escéptico y algo dado a las burlas.
-No es cierto —repliqué— ¿cuando me he burlado de ti?
-Es mejor que ni hablemos del tema, mira, eso no tiene importancia, lo importante es lo que podremos ver aquí.
Fuimos hasta su auto, sacó de la cajuela una cantimplora y un par de lámparas de minero. Era indudable que Humberto había planeado muy bien este día.
Llegamos hasta la abertura. Estaba bloqueada. Una reja de acero y un letrero muy explícito prohibían la entrada. Sin inmutarse, Humberto me hizo una seña y me llevó hasta donde había una roca de casi un metro de diámetro, apoyada firmemente contra una pared del cerro.
-Ayúdame, vamos a moverla.
Era pesadísima. Con mucho esfuerzo pudimos retirarla lo suficiente como para poder dejar al descubierto una grieta oscura.
Ahora vamos a entrar. No te separes demasiado de mí. Sobre todo en esta primera parte. Hay muchos recovecos y la cueva parece un laberinto. Pero no te asustes, me los conozco al dedillo.
Comenzamos a caminar. La entrada era muy estrecha y por casi veinte metros tuve que andar a gatas. El suelo estaba cubierto de arena y piedras afiladas que lastimaban las manos. Al fin llegamos a una galería algo iluminada en donde logramos recuperar la posición bípeda. Pude ver que al fondo se veía la entrada “oficial”, con sus gruesos barrotes y cadenas. Me sentí más tranquilo, pues había suficiente claridad, pero conforme avanzamos, la luz del sol fue desvaneciéndose hasta desaparecer por completo. Ahora dependíamos únicamente de nuestras lámparas.
Me abandoné a un precario sentimiento de seguridad; confié por completo en Humberto. Con esta nueva calma, pude percatarme de algunos detalles. Por ejemplo, el constante flujo de aire que se mantenía a nuestro derredor. Era sorprendente que en tales profundidades la atmósfera no estuviera viciada; en todo caso, aquel viento tenía una procedencia inexplicable.
Caminamos por casi una hora. Humberto me dirigía sin titubeos en aquel laberinto de túneles estrechos que se bifurcaban constantemente.
Después, al llegar a lo que parecía una gran cámara, vi que se detenía, y esta vez me pareció notar que por primera vez, vacilaba. En ese momento comprendí la enormidad de nuestra situación. Había confiado ciegamente en sus palabras. De acuerdo, aceptaba que él conociera muy bien el lugar, pero hacía mucho que no lo visitaba. Humberto podía estar perdido; en todo caso la posibilidad no era descabellada. Antes de que pudiera comunicarle mi terror, comenzó a hablar.
-Hasta aquí conozco con seguridad estas cavernas. Mi tío siempre me incitaba a continuar, pero yo nunca me atreví. Ven conmigo. La bóveda que ves frente a nosotros no mide más de veinte metros cuadrados. Fíjate bien en ella.
Dirigí mi lámpara a la cavidad. El haz de luz apenas si penetraba aquella negrura.
-Al fondo se abren tres túneles —me dijo—. Sólo uno es de fácil acceso, los otros dos se encuentran casi en el techo de la cámara, como a seis u ocho metros del piso. No he explorado el túnel accesible, pero sí pude subir a los otros dos. Uno de ellos no es interesante, se cierra muy pronto, como a diez metros de su entrada. El otro se vuelve muy estrecho y es imposible penetrar a él... en cuanto al túnel de abajo, sí, parece el más fácil de explorar, pero ven conmigo, te voy a explicar porqué nunca me atreví a entrar.
Lo que acababa de decir Humberto me puso nervioso. Conforme avanzamos la bóveda se hizo mas aparente; también sus paredes.
Humberto dirigió su lámpara a un promontorio rocoso a nuestra izquierda. La luz iluminaba las paredes ásperas e irregulares de la cueva. Justo encima del montón de piedras se podía ver la oscura boca de un túnel amplio, como de dos metros de diámetro. Al llegar a la entrada iluminó la bóveda hacia un punto que estaba sobre nuestras cabezas.
Ahí se podían ver los otros dos túneles que me había mencionado. Uno al lado del otro. Ambos eran más pequeños que el anterior, como de un metro de diámetro. El conjunto de las tres aberturas, visto en la penumbra, producía una imagen desagradable.
-Ahí está el motivo de que no entrara al túnel —me dijo Humberto— : estás viendo al monstruo del Cerro de la Estrella.
En efecto, aquel rincón parecía ser el rostro deforme de una gárgola.
-La primera vez que me di cuenta de esa cara, salí huyendo despavorido y me perdí... pero gracias a ese error, que me pudo haber costado muy caro, aprendí de memoria todos los caminos ciegos de este laberinto. Aquella ocasión salí casi de milagro, pero luego, sistemáticamente, recordando la estratagema de Ariadna —que tantas veces me contara mi tío—, me di a la labor de explorar cada uno de los túneles que conducen hasta aquí. A pesar de todo, nunca me atreví a seguir adelante por ese túnel: la boca del monstruo —soltó una risa fingida, al menos eso me pareció—. Pero ahora estamos los dos...
Sin decir palabra, Humberto dio unos pasos dentro de la abertura. La impresión de que eran unas fauces se hacía repugnante y casi real. Las paredes estaban cubiertas de una viscosidad semejante a la baba, y una suave corriente de aire, traía un fuerte olor a humedad; como un aliento subterráneo y corrompido.
-¿Te has fijado en esa humedad de las paredes? —le dije.
-Sí. La he visto bien, pero no te emociones, ahí no hay ni rastro de hongos... a lo mejor si continuamos podríamos tener más suerte. ¿Aun quieres que sigamos?
Sólo contesté con un ambiguo movimiento de cabeza. Preferí no decir palabra pues de haberlo hecho habría decidido regresar. Humberto interpretó mi gesto como una afirmación y continuó caminando.
El túnel era muy recto y tenía una ligera pendiente.
Me detuve a revisar la sustancia gelatinosa que cubría las paredes y pude notar que en ciertas partes se adelgazaba hasta formar hilos muy ramificados y casi secos. Vi que en algunos lugares esa trama había perdido por completo su humedad, formando una tela costrosa que se abría como un abanico hacia los extremos. Me percaté de que el olor tan peculiar y molesto de esas cuevas provenía de aquella baba. Pese a todo, no pude ocultar mi regocijo. ¡Era el hongo!.
Humberto también lo había visto; como yo estaba alegre.
-Creo que lo hayamos. Me parece que debemos colectar un poco.
Así lo hicimos. El miedo casi se me había terminado, incluso yo fui el que insistí en que exploráramos un poco más aquel lugar.
Caminamos largo rato. En todo el trayecto no hubo un solo instante en que se perdiera de vista la viscosa sustancia que se adhería a la pared como un tapiz.
En cierto momento, el túnel que hasta ahora había sido recto, se torció a la izquierda. Mientras miraba hacia un lado para ver si las paredes seguían cubiertas por la costra ramificada, me pareció percibir, de reojo, una cierta luminosidad al fondo.
Humberto también se dio cuenta de la luz.
-Detente un poco —me dijo—. Apaga tu lámpara un momento y pon atención en el espacio que está frente a nosotros.
Luego de un rato, pudimos percibir una débil claridad.
-Creo que estamos llegando a una salida —me susurró Humberto—.
Acababa de prender mi lámpara, cuando un rumor quejumbroso me puso los nervios de punta.
-¿Oíste eso? —le dije espantado a Humberto.
-Si, creo que es el ruido de la ciudad. Debemos estar muy cerca de la salida de éste túnel.
Su calma era contagiosa. Seguimos caminando. Conforme avanzábamos, la penumbra era más notoria y el aire soplaba más fuerte, trayendo un aroma verdaderamente putrefacto.
Miré las paredes: estaban absolutamente cubiertas de aquella trama reseca. En algunos lugares, el tejido se compactaba formando grandes costras que brillaban de una manera muy curiosa al pasarles la luz por encima.
Me acerqué. Pude ver que el efecto luminoso se debía a una infinidad de pequeñas vesículas transparentes, unidas por un delgado tallo a la costra. De lejos daban el aspecto de una multitud de ojos vigilantes y brillosos. Aquellas vesículas transparentes, no eran sino estructuras reproductivas totalmente llenas de esporas. ¡Aquel sí que era un gran descubrimiento!, no sólo había encontrado al hongo, también estaba frente a los cuerpos fructíferos.
Iba a mencionar mi hallazgo a Humberto, pero un alarido aterrador nos envolvió.
Humberto me arrebató la lámpara y la apagó, al tiempo que me empujaba al suelo. Permanecimos un rato con el vientre en el piso.
Poco a poco, nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra. En realidad, había bastante luz. Los lamentos continuaban. Eran enervantes, rítmicos. Pasaban de un desesperante gimoteo a un clamor pánico. Nos arrastramos unos metros hasta un punto donde el túnel doblaba a la derecha.
Pese al horror nos levantamos muy despacio, asomando la cabeza por el codo de la cueva. Ahí se abría una cámara enorme, como de sesenta metros cuadrados, que seguramente daba al exterior, pues una luz insoportable penetraba desde el extremo que estaba frente a nosotros.
Era tal su intensidad que tuvimos que cerrar los ojos para luego, acostumbrada la vista a la falta de oscuridad, detectar la causa de aquellos gritos.
Como a diez metros, entre las piedras húmedas, una mujer harapienta estaba pariendo. Dos viejas le ayudaban en el trabajo.
Era un espectáculo terrible y deprimente. Mis ojos, más acostumbrados a la luz, pudieron ver el paisaje que se extendía al exterior de la cueva. Enormes montones de basura se apilaban, unos a otros, iluminados por el sol amarillo y enfermizo de la ciudad. Sin duda, aquellos eran los basureros clandestinos de Iztapalapa, y la pobre mujer sería entonces una pepenadora... ese era el mundo al que venía aquella criatura.
Permanecimos un rato inmóviles, hasta que Humberto me susurró al oído:
-Es mejor que nos retiremos... por favor ten cuidado y no hagas ruido.
Dimos algunos pasos hacia el interior del túnel cuando algo burbujeante y grotesco sonó encima de nosotros. Encendí la lámpara sin pensar, apuntando al lugar de donde venía el ruido. Un polvo oscuro semejante al humo flotaba y era arrastrado por la corriente de aire. Pude ver que provenía de los cuerpos fructíferos que recién había visto encima del hongo; el ruido se producía cuando éstos reventaban, soltando esporas al exterior. De inmediato le dije a Humberto que rociara con agua de su cantimplora un pañuelo y se cubriera la boca y la nariz, no podíamos saber si aquel hongo era dañino.
A pesar de tener la boca y la nariz cubiertos, un fuerte olor, todavía más pestilente que el ya propio de aquel lugar, se introdujo a nuestros pulmones; las esporas flotaban como niebla alrededor. A ninguno de los dos nos extrañó aquello. El 50% de los cuerpos fructíferos rebosaban de gas.
El ambiente se hizo casi irrespirable. Salir a los basureros me pareció algo lógico, pero Humberto me advirtió del peligro ya que desconocíamos la reacción que tendrían esas mujeres. Así pues, nos internamos rápido al túnel. Después de un rato me sentí mareado. Humberto se detuvo un momento. Me dijo que se sentía muy mal. La cantidad de esporas era tan grande que la luz apenas podía atravesar a la penumbra; el ambiente era ominoso y la claustrofobia se apoderó de nosotros.
Literalmente corrimos, durante casi dos horas, con muy breves descansos. Fue un milagro que en medio de aquella confusión y terror irracionales, Humberto haya encontrado la salida de esas cuevas espantosas.
III
Un día después de la visita a los túneles, Fabián me invitó a Puebla. Fue hasta mi hotel en su automóvil y de ahí nos dirigimos a una casona colonial en el centro de la ciudad. “Este es mi humilde refugio”, dijo, “acompáñeme, veremos mis libros”. Entré a una amplia estancia llena de antiguos muebles de encino. Sin prisa salimos de ahí, rumbo a la biblioteca. Atravesamos el largo corredor y llegamos hasta un patio bordeado en sus cuatro costados por una arquería doble. Al fondo se veía la escalera que llevaba al piso superior. Mientras caminábamos pude ver los prados, más bien descuidados, y la fuente de piedra que había en el centro casi cubierta con la maleza. Subimos los desgastados peldaños y llegamos al primer piso. Desde ahí uno observaba que la arquería gris alguna vez había tenido la blancura perfecta del mármol.
El viejo abrió las puertas de su biblioteca. Pese al intenso sol que había en el patio, adentro reinaba una oscuridad tal que fue necesario encender la luz eléctrica. “El sol daña mucho a los libros, sobre todo a los muy viejos”, me dijo. Y en efecto, aquella biblioteca se componía de multitud de joyas. Frente a mí estaba un estante con varias Biblias, entre ellas la de John Wiclif y una viejísima obra escrita en no sé que idioma cuyos símbolos me recordaron al hebreo. “Se bien que, como a mí, a usted le aficionan los libros. Pero no sé si convenga conmigo en que hoy día ya no se hacen libros, sino meros folletines. Parece que pocos han digerido la majestuosa ascensión del espíritu humano, insisten en escribir sin ton ni son. Para mí, los únicos libros que merecen el apelativo en esta decadente era, son, sin duda, los que versan sobre la ciencia. Pero basta ya de divagaciones, venga, por acá está lo que buscamos”.
Me acerqué. De inmediato mis ojos se posaron en un libro muy viejo, colocado como al descuido, sobre un antiquísimo secreter de caoba. Estaba abierto en la primera página. Pude leer: “Repertorio del mundo particular, de las spheras del cielo y orbes elementales”.
“Ese es uno de los rarísimos ejemplares de la obra de Bartolomé de la Hera. La edición es de 1584, y perteneció a la biblioteca original de mi ancestro, el insigne Don Alejandro Fabián. Y mire... aquí está el libro que Kircher le dedicó.”
En efecto, a un lado del “Repertorio” estaba un viejo libro empastado en una piel quebradiza y blanquecina. Don Antonio, lo abrió y pude darme cuenta de que era el “Magneticum Natura Regnum” de Athanasius Kircher, editado en Roma en 1667. Aparte de la dedicatoria impresa, a un lado tenía otra, del propio puño y letra del jesuita, donde agradecía el interés de Alejandro Fabián por sus obras, así como los “valiosos consejos” que le había brindado mientras escribía. “Víctor, acerque esa silla para acá. Voy a mostrarle el fragmento de mi ensayo. Estoy seguro de que lo va a encontrar interesante” . Entre las manos, Don Antonio sostenía dos folders llenos con multitud de hojas. “Mire, traigo aquí el original, con todas las anotaciones. No tiene ninguna corrección, y por lo tanto tampoco está mutilado. En este otro folder tengo la versión que pensaba enviar a la imprenta; desgraciadamente tuve que desengargolarla, pero aún así, creo que es la más legible, así que tómela para que más o menos vaya siguiéndome mientras leo... además le servirá para notar claramente qué pasajes decidí omitir”.
Leí la cabeza del ensayo: “Aspectos místicos de la minería ó la metáfora de la exploración subterránea”. El texto era tan ambiguo y desconcertante como el título, estaba plagado de especulaciones irresponsables que hacían evidente la estrecha formación técnica de Don Antonio, pues en medio de razonamientos que aludían a su indudable competencia como ingeniero, abundaba en las más disparatadas ideas.
Según él, la exploración de las minas no respondía tan solo al deseo de extraer minerales del subsuelo, sino también a una inclinación innata del género humano a regresar a su origen. A partir de este momento, Don Antonio Fabián daba la impresión de ser uno de esos antropólogos de mediados de siglo XX: el hombre habría desarrollado sus facultades intelectuales en el interior de las cavernas; allí habría evolucionado “...desde la más atroz antropofagia hasta las sublimes alturas del arte Magdaleniense del paleolítico”. Para Fabián, “la inteligencia humana se desató de las opresivas lianas de su pasado arbóreo en el momento de aventurarse al protector e incógnito mundo de las tinieblas”. Curiosamente, estas citas literales, tan cargadas de adjetivos, no fueron sintetizadas en el escrito definitivo que me leía, sino que Don Antonio todavía tuvo la suficiente inventiva como para recargarlas más de su anticuada retórica.
La tesis del ingeniero Fabián era que el hombre exploraba el interior de la tierra en respuesta a un impulso inconsciente, cuya raíz estaba en los orígenes de la civilización, la inteligencia y la religión. Para sustentar su teoría procedía a relatar una copiosa historia de las actividades humanas en el interior de las cuevas, desde los ritos que originarían el arte de Altamira y la celebración de los misterios eleusinos, hasta el moderno proyecto de ciudades subterráneas en Japón.
Algo notable de esta cansada enumeración fue que según él, las extensas galerías cavadas en el subsuelo de todas las ciudades humanas ya fuera con objetivos de higiene o de protección, implicaban un gasto y un despliegue de excesivo ingenio. Uno de sus ejemplos era el de la Ciudad de México, que ya desde la época colonial fue sujeto de enormes obras hidráulicas, todas ellas tendientes a prevenir las inundaciones: “...notamos pues, que el número de túneles y galerías que se perforaron en lugares a todas luces ineficientes para el desagüe fue enorme y lo más curioso es que pese a que las autoridades virreinales tenían que hacer cuantiosos gastos en obras demostradamente inútiles, nunca hubo un solo obstáculo para su financiamiento.” Don Antonio, citaba aparte del caso de México, el de París, Toledo, Sevilla y una lista que llenaba casi dos cuartillas con las ciudades y pueblos donde se repetía la misma historia. Datos curiosos. Eso pensé hasta que me leyó esto:
“Por último daré mis conclusiones, no sin antes manifestar que es una desgracia que las pruebas contundentes de mi teoría se encuentren reposando en el mutable fondo del océano. Mi ascendiente, el insigne físico poblano Don Alejandro Fabián, es con honor a la justicia, a quien debo la parte medular de la información que me permite aseverar lo anterior. Poseo el incalculable tesoro de sus libros, así como de su correspondencia con el sabio jesuita Athanasius Kircher, quien tuvo a bien dedicarle una de sus obras. En varias cartas, los dos genios hacen referencia al perdido continente de Mü. Una de ellas indica claramente su ubicación, lograda gracias al profundo conocimiento que tenía el padre Kircher de los jeroglíficos egipcios (¡cientos de años antes del farsante Champolion!). En otra, mi ilustre ancestro dice claramente que comparando lo descubierto por Kircher en antiguos papiros egipcios y vetustos textos tanto sarracenos como cristianos, no hay razón para negar que los indios de América sean los descendientes directos de la gran raza de Mü, desparecida por tremendo cataclismo bajo las aguas del océano pacífico. Que yo sepa, esta es la primera referencia directa que se conoce en occidente hacia ese mítico continente desaparecido.
Siguiendo el ahora tenue hilo de mi disertación, paso a aseverar categóricamente, primero, que la exploración de las entrañas terrestres es el eco de la búsqueda natural del propio origen, pues el hombre surgió a la civilización en ellas. Segundo, que el primer punto de desarrollo de la civilización fue el legendario continente de Mü, pues en el epistolario Kircher-Fabián que tengo en mi poder, consta que tal continente estaba recorrido en el subsuelo por un laberíntico mundo de túneles. Tercero, que es en los túneles donde los primigenios antecesores de la humanidad racional pudieron escapar al cataclismo, para que una vez aplacadas Las Furias y serenada Natura, se dieran a la colosal tarea de reconstruir la humanidad viajando a los continentes que subsistieron a la catástrofe. Cuarto...”
Y así continuó con un total de veinticinco conclusiones. Era evidente que Antonio Fabián carecía de rigor en sus razonamientos. El continente de Mü era lugar común entre esotéricos, místicos e iluminados; no podía ser más ridícula su pretensión de cientificidad… sin embargo, sus palabras me hicieron enlazar tortuosamente las anomalías reproductivas del mixomiceto que yo había descubierto, con los descabellados argumentos que estaba escuchando. La conclusión número quince de su ensayo, en medio de una ampulosa redacción fue, más que ninguna otra, la que me condujo a mis deducciones más morbosas:
“Quince, que en el interior de las cavernas, del mismo modo que el hombre extrae la materia mineral en su estado bruto para luego convertirla en preciadas joyas o en robusto acero, los antiguos habitantes de Mü lograron la transformación del cerebro animal del hombre en la preciada intuición y el robusto raciocinio que ahora caracterizan a nuestra mente. NOTA.— Mi ascendiente y Kircher coinciden en una de sus sabrosísimas y eruditas cartas, en que el lugar del paraíso perdido fue Mü, pues en un enigmático manuscrito recibido por éste último de manos del rector de la Universidad de Praga, Johannes Marcus Marci, se hace referencia al multicitado continente, diciendo además que ahí, seres angélicos venidos de las estrellas a traves de túneles o cavernas en el cielo, crearon al hombre. Esta extraña idea es tomada por Kircher y Alejandro Fabián como una alegoría imperfecta de la Creación...”
Esa nota era una clara referencia al Manuscrito Voynich, que tanto inspirara a muchos escritores de la escuela lovecraftiana. Incluso, el tono general del ensayo de Fabián me recordó a un curioso cuento de Colin Wilson. Así que le pregunté, como si se tratara de un comentario al margen, si le interesaba la literatura.
“Mire Víctor, si me permite ser franco con usted, he de hablar en un tono algo intolerante. Aunque sé que usted, como científico, como colega, ha de coincidir al menos en parte conmigo. En efecto me interesan los libros y por eso tengo que soportar la insufrible plática de supuestos escritores. Pero no, no, rectifico: escritores eran Kircher, Shakespeare, Mill; aquí sólo prosperan los farsantes. Debe saber Víctor, que este ya no es un tiempo para la literatura. El progreso y la ciencia le han arrinconado. Escribir es asunto serio, pero ¿hacer literatura? México está plagado de literatos y ¿sabe usted que son todos ellos? Unos parásitos. Eso. Creen que escribir fantasías es un trabajo honesto pero no, cualquier hombre con sentido común sabe que no. Para empezar todos ellos son ateos, ninguno conoce La Biblia, y si alguna vez la abren es para mofarse de sus supuestas contradicciones. ¡Claro, como que no ven mas allá de sus narices!. Debo decirle de una vez por todas que la literatura es para mí no sólo una pérdida de tiempo, sino también una actividad reprobable que fomenta el ocio y la vagancia. ¡Por supuesto que no me interesa la literatura!. Los únicos libros que leo son los que puede ver aquí: por un lado los vetustos textos de mis ancestros, obras que como ve son de interés histórico; por otro los modernos libros de las ciencias aplicadas, como la ingeniería, la electrónica, la planeación empresarial, la psicología...” Y así continuó. Era obvio que no conocía a Lovecraft, aunque de haber vivido en su época estoy seguro de que habrían sido grandes amigos.
Mientras seguía hablando tuve que contenerme para no reventar ante lo contradictorio de su argumentación. “Muchos piensan que escribo literatura —me dijo— pero eso es una muestra de lo decadente que es éste mundo. Yo escribo ciencia, nada menos y nada más”. Fabián se me figuró un personaje lovecraftiano. De hecho, todo lo que acababa de decirme se parecía a esa literatura. Me sentí como introducido por la fuerza en una ficción. Era curioso cómo la debilidad de sus pretendidas reflexiones “científicas”, hacían aún más fuerte la molesta sensación de verosimilitud que habían provocado en mí. Necesitaba salir de ese recinto oscuro que cada vez me causaba más claustrofobia. Fingí ver mi reloj al descuido. “!Es tardísimo, su plática ha sido tan extraordinaria que casi olvidé que tenía que revisar unos documentos antes de mi regreso a México”, le dije sin convicción. El ingeniero me acompañó hasta la puerta y dijo: “Aquí tengo una copia de la “Silloge Fungorum”, después de todo por eso vino a mi casa ¿no es cierto?”.
IV
Pese a que trabajábamos en el mismo proyecto de investigación, Cáceres tenía su laboratorio en el sótano del edificio mientras que el mío estaba en el segundo piso. Tal vez por eso, desde nuestra inquietante visita a las cuevas del Cerro de la Estrella no lo veía. El hecho es que el “ensayo” de su tío me había perturbado. Tenía una exagerada sensación de incomodidad: no podía evitar conexiones entre sus extravagancias especulativas y las singularidades en la reproducción de mi hongo. Hojeé la “Silloge fungorum”. Cierto párrafo parecía corroborar lo que hacía años me hubiera advertido Crowther: “...he notado que este hongo presenta un alto porcentaje de cuerpos fructíferos vanos con un anormal desarrollo del peridio, caracterizados por la total ausencia de esporas y la presencia, en su lugar, de una vacuola de gas pestilente.” En efecto, al leer la descripción general del hongo hecha por Saccardo, me di cuenta de que él también lo había descubierto. Sus principales colectas fueron en túneles de los alrededores de Roma. Mencionaba su gran abundancia en las cloacas que pasaban por el centro de la Ciudad. Saccardo enfatizaba que jamás pudo hallar un solo hongo fuera de las áreas urbanas. Como cualquier otro botánico, yo conocía bien la metodicidad tenaz de este micólogo, así que encontré muy lógico que yo hubiera encontrado exactamente la misma particularidad en la distribución del que antes consideraba mi hongo: la misma sospechosa asociación a los túneles y cloacas construidos por el hombre. Poco me importó que mi especie cayera en sinonimia; después de todo el descubrir una especie no es cuestión de talento sino de suerte, además había muchas preguntas por responder. ¿Acaso ese mixomiceto se asociaba a subterráneos construidos o interferidos por los hombres debido a una simbiosis? aún más ¿existía alguna relación causal entre el ciclo de vida del hongo y la aparición de los primeros asentamientos urbanos?. El reciente análisis palinológico de las ruinas de los Valles de Uknu y Ulai, mostraba la presencia de esporas morfológicamente iguales a las del mixomiceto. Hace miles de años esa zona pertenecía a la costa del golfo Pérsico asociándose a los orígenes de la civilización. Si tales enlaces eran ciertos ¿de qué manera se realizaba la simbiosis? ¿o acaso no sería una simbiosis?... para salir de dudas, fui a ver los avances de Cáceres.
Trabajando con las muestras que colectamos en las cuevas del Cerro de la Estrella, él había descubierto que tanto bioquímicamente como a nivel cromosómico el hongo no tenía afinidades con ningún otro mixomiceto; es más, algunas proteínas de la pared celular eran casi idénticas a las de ciertas algas cianofíceas. No quisiera entrar en más tecnicismos, pero vale insistir en que ese hongo no parecía tener lazos que lo emparentaran directamente con nada: a nivel bioquímico, por el tipo de sustancias que lo conformaban, era una mezcla abigarrada de plantas inferiores y vertebrados superiores, sin embargo, morfológicamente y aún fisiológicamente, no cabía duda que se trataba de un mixomiceto. Estábamos ante un enigma y sin embargo había una cosa aun más extraña.
“Analicé el gas de los cuerpos fructíferos “vanos” —me dijo Cáceres— “lo primero que descubrí fue algo casi obvio: el mal olor se debía a una elevada proporción de ácido sulfhídrico, pero ¿a qué se debía su presencia?. Imaginé una posible descomposición de las proteínas en el interior del cuerpo fructífero debido a la acción de algún parásito. Ciertamente, esta idea explicaba muy poco la gran cantidad de gas que había en casi el 50% de las estructuras reproductivas, aunque tal vez fuera un producto metabólico del supuesto parásito. De inmediato lo busqué. En el interior de los cuerpos fructíferos “vanos”, aparte del gas, detecté un número elevadísimo de virus. Mi primera impresión fue que había dado con el parásito, pero cuando quise infectar al plasmodio con el virus, jamás logré un cuerpo fructífero “vano”. Al fin, me decidí a trasladar mi laboratorio a los sótanos y realicé el experimento crucial. Es increíble Víctor, este mixomiceto es una endemoniada paradoja. He replicado al máximo su hábitat; a partir de una espora seguí todo su ciclo reproductivo; marqué los ácidos nucleicos y ¿sabes de donde provienen los virus?: son creados por el mismo hongo. Al momento de la meiosis, por un lado se producen esporas y por otro células haploides a las que bauticé como “células virogénicas”, porque ellas dan lugar tanto al genoma del virus como a su cápsula.”
Como han de suponer traté de refutarlo, pero él me interrumpió en seco: “No, no. Hay algo definitivo: la cápsula del virus está hecha con las mismas proteínas que la pared celular del mixomiceto; es más, todos los genes del virión están presentes en una sección del cromosoma número 23 del hongo, por cierto, la poliploidía es otra de sus singularidades, cosa que hace difícil el trabajo. Es un hecho que “tu” mixomiceto no es parasitado por el virus; el virus es “hijo legítimo” del hongo... y bueno, morfológicamente es un virus, pero creo que deberíamos buscarle otro nombre... nada más queda una cuestión: ¿a quién parasita ese 'virus'?”.
Una creciente incomodidad me preocupó. Fui a mi casa y traté de dormir. Recordé el disparatado ensayo de Fabián; de nuevo hice tortuosas conexiones y se me ocurrió una idea: ¿y si el virus parasitara al hombre?, ¿acaso esto no explicaría la asociación del hongo con los grandes asentamientos humanos?. Un telefonema y una terrible noticia interrumpieron mis preguntas: “¿Víctor Béjar?”, dijo una voz en el teléfono. “Sí, ¿diga?”, contesté. “Habla el oficial Uribe. Señor, es necesario que se presente de inmediato a la Universidad. Acaba de sucederle un accidente al doctor Cáceres y tengo entendido que usted trabajaba con él. Es importante que venga y conteste unas preguntas.”
Por haber sido la última persona en verlo resultaba sospechoso; pasé dos días incomunicado. Cáceres se había quedado dormido en el laboratorio y una fuga de gas lo había matado por intoxicación. Al aclararse todo, me dejaron. En medio de la depresión y del pésimo trato que recibí en los separos judiciales, tuve la suficiente presencia de ánimo como para platicar con el médico forense y saber su veredicto: “Pues sí, ya le digo, aunque su amigo falleció por intoxicación con gas butano, de cualquier modo habría muerto muy pronto... su cerebro estaba infestado con virus.” Le pregunté al médico por la naturaleza del virus. “Es curioso”, me dijo, “pero no lo sé, ahora aparecen tantas enfermedades raras… y no me mire así, tengo mucho trabajo que hacer y ni piense en que me voy a poner a investigar de qué bicho se trata, aquí no estamos en la Universidad.” Le pedí si me podía dar una copia de su informe, después de un 'arreglo', accedió.
En cuanto quedé libre fui a la Universidad. Soporté el pésame que me dieron mis compañeros y ya en el laboratorio, comparé el informe del forense con los datos de Cáceres; no me sorprendí: aquel virus era el mismo producido por el hongo. Durante el funeral hablé largamente con su tío, llegamos a conclusiones tan increíbles que he dudado más de una vez en escribirlas.
Desde hace seis meses he ido haciendo pruebas antigénicas entre la población urbana y siempre encontré la presencia del virus. Con algún pretexto, logré que un colega mío que trabaja con ciertas tribus perdidas de Mindanao les hiciera la prueba. Hasta ahora parece que son los únicos humanos que no están infectados; no me extraña: ellos desconocen las ciudades y el progreso. Tengo información como para escribir un artículo y dar a conocer mis resultados a la comunidad científica, pero no me atrevo. En todo caso ahora mismo escribo sin saber quien será mi lector y eso me basta; vayan pues mis conclusiones.
El virus parasita a los lóbulos frontales del hombre, pero sin ningún efecto físico o degenerativo. Una vez dentro de las neuronas su acción se limita a provocar exhaustivas conexiones entre ellas. Esto lo supe gracias a un reporte médico que me envió mi colega de Mindanao (“The Tasaday: a medical approach”. University of Philipines, 1989 in “The Diliman review”; v.56, N. 2) donde se describe la infección de un indígena que “adquirió el virus durante su estancia en la ciudad de Manila”. Según el artículo “hasta el momento las pruebas antigénicas indican que toda la población muestreada en el país tiene el virus, con la excepción de los Tasaday de las montañas de Mindanao. Sin embargo, el virus íntegro no se ha detectado aún. Su existencia se infirió por la síntesis de “paraneurotransmisores” en cerebros infectados. El virión ha sido aislado. Esperamos lograr muy pronto en el laboratorio, la lisis de células infectadas para analizar el proceso de replicación viral. Las observaciones muestran que al parecer, este virus es inocuo.”
Como se pueden imaginar el artículo despertó innumerables críticas… a mí, en cambio me pareció perfectamente (¿o debería decir atrozmente?) razonable. Mañana por la tarde salgo a Filipinas, tengo que hablar con los médicos que hicieron ese reporte: nunca lograrán la lisis de las células enfermas por la sencilla razón de que es el hongo quien genera a los 'virus', no las neuronas infectadas. Claro que esto crea más preguntas: ¿que función tienen los virus en el ciclo de vida de hongo? ¿para qué se establecen tal número de conexiones nuevas en los cerebros infectados?, y sobre todo: ¿por qué se asocia el hongo a las ciudades? Muy a mi pesar, parece que Fabián, con sus aventuradas especulaciones, tiene las respuestas.
“Todo es muy claro Víctor”, me dijo, “¿se acuerda que mi ilustre ancestro y Kircher hablaban de que el hombre había sido creado por seres angélicos que viajaban por túneles o cavernas en el cielo?, pues ellos se referían metafóricamente, no a la creación del hombre, sino a la aparición de la humanidad civilizada. Me parece que el Ser que atraviesa “cavernas en el cielo” es, en este universo, su hongo. Esas cavernas podrían ser puertas inducidas hacia universos paralelos. Hay una carta que no le he mostrado y a la cual había considerado irrelevante, pero que a la luz de los últimos y lamentabilísimos sucesos, cobra una actualidad inusitada. Me he tomado la libertad de integrar esta información y he llegado a la conclusión de que el virus no hace sino aprovecharse del cerebro humano para permitirle a La Criatura — que así llamaré a ese ser intercósmico— continuar con su ciclo de vida en otros universos. Según la escuela parapsicológica soviética… o bueno, con todos los relajitos políticos de ahora, según la heterodoxa escuela parapsicológica rusa, los fenómenos de telepatía se pueden explicar físicamente porque el cerebro humano posee la cualidad de producir efectos desconocidos en universos paralelos, que por definición, son inobservables, pero que no obstante sirven de medio transmisor a los pensamientos. Así pues, las actividades de nuestros antepasados cavernícolas (éxtasis, uso de alucinógenos con finalidades religiosas, etc.) guiaron involuntariamente, a través de sus perturbaciones psíquicas en universos no observables, a La Criatura hasta el nuestro. Este Ser se vale de las especies que generan pensamientos obsesivos para seguir su camino en diferentes cosmos. Si es que entendí bien su explicación acerca de los ciclos de vida de numerosos organismos, yo creo que este Ser pasa por diferentes etapas larvarias, una en cada universo. Usted perdonará, pero creo que mi extrapolación se cumple con bastante elegancia en este caso. Pero sigamos; por algún motivo le fue difícil parasitar directamente al cerebro humano, así que logró penetrar mejor a otro organismo de la caverna: su hongo; un organismo simple que sin duda, no ofreció resistencia a la “posesión”. La historia que sigue usted la conoce. Los trastornos causados por el virus en el cerebro del hombre provocaron, por un lado, esa obsesiva tendencia al crecimiento desmesurado de nuestras poblaciones, y gracias al mayor número de conexiones neuronales, una cierta habilidad creativa que conduciría a los inventos, al progreso, a las ciudades y por supuesto, a hacer de nuestra mente un compás, un faro, para guiar a La Criatura en su ingreso al siguiente universo. La otra interferencia de La Criatura, es la obsesiva y ahora ya explicable tendencia del Homo urbanus, a crear túneles: el hogar de La Larva en nuestro Universo. ¿No le parece extraordinario?, de un plumazo he reducido el progreso del hombre civilizado a un simple efecto metabólico en la vida de un parásito intercósmico. No crea Víctor, esa conclusión ha cimbrado mi confianza en la ciencia, es más, me ha reconciliado con la literatura, con la misteriosa capacidad de explicar que subyace en la imaginación. Pero también, curiosamente, ha fortalecido mis inclinaciones religiosas, haciendo renacer una nueva perspectiva que plantea el papel aún más trascendente de la ciencia en el Gran Plan de la Creación...”
No recuerdo de qué más habló Fabián. No me interesaba ya. Había dicho más que suficiente. ¿Ahora comprenden por qué no me he atrevido a publicar esto de una manera formal? Sin embargo soy optimista, espero que mi contacto con los médicos Filipinos desemboque al fin, en un artículo sólido que atraiga la atención de la comunidad científica.»
EL FATALISMO
Al final del texto una nota indicaba que Víctor Béjar, el botánico autor del artículo, había muerto en los sismos de Filipinas durante el mes de mayo de 1990. He corroborado esta información y otras más. Visité los túneles del Cerro de la Estrella y la descripción es exacta. Luego de varios años me decidí y por fin he localizado a Don Antonio Fabián. Pese a lo que de él dice Béjar, me parece un anciano inteligente y simpático. Siguiendo sus consejos mañana mismo renunciaré a mi puesto en la revista. De cualquier manera, en este nuevo milenio la vejez nos vuelve obsoletos, y no tardarían en despedirme.
Las cosas en mi vida han cambiado. Ya no anhelo escribir un libro. Ya no creo en la humanidad. No sé que significan la salvación ni la muerte.
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