Espalda en penumbra
Hay un momento después del atardecer en el que el Luna Nueva se queda vacío. Yo aprovecho para limpiar las mesas, me preparo una michelada y me recuesto en la hamaca de la terraza. Me quedo así una media hora. A veces leo. Luego llega Pablo y se queda en la barra a preparar todo lo que haga falta para cuando llegue la gente otra vez. Desde la hamaca lo alcanzo a ver, siempre empieza por partir limones; rellenar los envases de sal y chile medio vacíos. Se acerca algunas veces a decirme algo, casi siempre silencioso para no interrumpir mi intimidad con el sonido de las olas. Ayer llegó Pablo a decirme que si alguna vez me había hablado de Graciela. No, ¿quién es?, le dije con un fingido interés para que no se sintiera mal, porque luego ni quién lo aguante. Graciela es una prima lejana que sólo he visto como tres veces, la primera vez me enamoré de ella pero rápidamente se encargó de ponerme un alto. Ayer me pareció verla entre los clientes, no sé si ella me vio. Pablo entornó la mirada y luego se fue a escarchar los vasos. Estaba en la barra, yo lo alcanzaba a ver, fue por eso que me extrañó un poco escuchar un ruido en el almacén. Bajé las piernas de la hamaca con intenciones de ir a ver, pero Pablo ponía hielos a los vasos sin ninguna señal de que hubiera escuchado algo. La música no estaba tan fuerte y justamente el ruido se oyó en el final de una salsa. Subí los pies otra vez y jalé con el popote los últimos restos de chile y cerveza que quedaban al fondo. En ese momento se escuchó en el almacén el sonido nítido de un vaso caer al suelo, expandiendo miles de trocitos de vidrio alrededor. Esta vez la música estaba muy fuerte y Pablo no había escuchado nada. Me dirigí de inmediato al almacén y todo estaba en orden, ninguna cosa fuera de su lugar, todo perfectamente limpio a excepción de un vaso para ron reventado en el suelo. La escoba lanzó los últimos brillos sobre el recogedor cuando la presencia de Pablo me hizo sentir observada y volteé a verlo. Tenía un brazo recargado sobre el marco de la puerta. ¿Te dije que Graciela era cubana? No. El afro de su cabello contrastaba con el brillo de su piel y su cuerpo fuerte se moldeaba bajo la poca ropa; tenía ojos de adivina. Con razón te obsesionó tanto. No te pongas celosa, tú siempre serás la única. Me molestaba cuando hacía comentarios referentes a nuestra relación, como si todavía tuviera importancia ese primer verano que pasamos juntos. No te preocupes, pintas tan guapa a Graciela que yo misma quisiera conocer sus dotes. Salí del almacén, la gente había empezado a llegar y era hora de poner el reggae a todo lo que daba para empezar el ambiente. Al otro día llegó Pablo directo a saludarme a la hamaca. Ayer vino Graciela otra vez, ¿la viste? No, yo estuve todo el tiempo en la barra. Bueno, primero la vi de lejos jugando carambola con unos argentinos. Le cambié la mesa a Rodrigo para atenderlos y poder hablar con ella. Nos vimos desde los extremos de la mesa. Me sonrió fugazmente y abrió la boca al bajar la vista, como les gusta hacerle a las mujeres para establecer el primer contacto. Primero pensé que no me había reconocido, pero después preferí pensar que todos estos años la habían hecho cambiar de opinión y tal vez ahora podría dejar de lado nuestro parentesco. Me dio la espalda mientras me aproximaba a ella para mostrarme su tatuaje de sol y luna en el huesito de arriba de su cóccix. Estiré la mano para tocar su hombro duro, pero en eso un borracho me tomó por el brazo y me dijo que en su mesa habían tirado una bebida y que si podía ir a limpiarla. Tuve que ir. Los argentinos siguieron jugando hasta casi la media noche pero siempre, por alguna razón, tenía que atender otros asuntos y ya no pude ir con Graciela. Cuando volvía con los argentinos ella había ido al baño, salido a la terraza o no sé dónde andaba. Aún así, la veía desde lejos, sobre todo cuando se agachaba para tirar y su vestido se estiraba increíblemente mostrando la redondez de sus nalgas. Bueno, ¿pudiste hablar con ella o no? Aún no, tal vez esta noche. Tal vez esta noche no vuelva. Volverá.
Ese sábado antes de que llegara Pablo, me tomé mi michelada un poco más temprano y fui a hacerme otra. Me agaché para ponerle hielos al vaso y cuando me enderecé vi una espalda larga fundida detrás de la mesa de billar. Pensándolo bien, se me antojó un mojito; cambié de vaso, lo preparé y fui hacia la espalda. Desde el sillón de mimbre en el que me instalé, escuché detrás de mí los pasos de sus tacones. Debe ser ella, pensé. Pero, ¿quién ella?, si ni la conozco. De cualquier forma es ella. Cerré los ojos, sus tacones se acercaron hasta quedar justo en el respaldo de mi sillón. Claramente sentí dos respiraciones tibias en mi nuca un milímetro antes de convertirse en contacto. Sentí unos labios rozar los bellos de mi nuca y recorrer camino hasta mi oreja, al llegar ahí se abrieron para decir algo, pero no salió la voz, sólo un aliento a hierbabuena que me erizó la piel. En eso, vi a Pablo en la entrada, ¿qué haces ahí?, me dijo. Estuve a punto de decirle que conociendo a Graciela pero me detuve. Descubrí en sus ojos un aire de angustia y le pregunté si la había vuelto a ver. No, me dijo, pero me llegó su olor toda la noche, entre hierbabuena y almizcle. Le dije que no me extrañaba y me miró extrañado. Es que estás tan obsesionado con ella que es normal que la huelas en todas partes. Ayer la soñé desnuda, me dijo sin tiempo a prepararme y entonces me llegó la imagen de su cuerpo incómodo por mi mirada. ¿Y luego? Siento que si hoy no logro hacer contacto con ella me voy a empezar a trastornar.
El martes, cuando llegó Pablo, me levanté en seguida y le pregunté si pudo platicar con ella. No quiero hablar de eso, me dijo, creo que le estoy dando demasiada importancia. Se me desamarró la blusa, Pablo, ¿me ayudas? Me pasó la mirada de arriba a abajo como si descubriera mi cuerpo por primera vez. Cuando terminó de hacer el nudo bajo mi nuca y quise voltearme, me detuvo por la cintura. ¿Y este tatuaje? Te dije que no quería quedarme con las ganas y pasé el domingo en la mañana con el Chilango. Se te ve muy bien. Gracias. Cuando ya habíamos cerrado, fui por la escoba al almacén y al volver, vi a Pablo hablando sólo y moviendo los brazos como si abrazara a alguien por la cintura. ¿Quieres un mojito?, le dije. ¿Quieres seguir la fiesta?, no sabía que te gustaran los mojitos. Me encantan, además hace mucho que no nos quedamos después de cerrar y todavía no tengo ganas de llegar a la casa. Bueno pues échame uno. Yo no toqué el tema de Graciela hasta que él me dijo: pienso en ella todo el tiempo, no sé qué me pasa; podría jurar que le estás agarrando un parecido, ¿te hiciste chinos? No, creo que es el agua de la costa. Puede ser. Nos tomamos otros tres mojitos cada quien. Pablo estaba en el baño cuando escuché el golpe vacío del taco en la bola que se deslizó desnuda por la alfombra verde y rodó hasta ser atrapada por un agujero negro. Ella estaba ahí, puso un dedo sobre sus labios y me dio la espalda. En la penumbra, se veía el movimiento de sus omóplatos al bajarse el sierre de su vestido celeste. Se volvió a poner frente a mí y se bajó los tirantes mostrando sus senos de pezones grandes y erectos. El vestido se deslizó hasta el suelo en un solo movimiento y sus pantorrillas se endurecieron aún más al levantar los enormes tacones, primero uno, después el otro, hasta quedar fuera del perímetro del vestido. Graciela me miró un poco incómoda, no le pude quitar la vista de encima y sentí que mi respiración se volvió más profunda. Ella se agachó a tomar el vestido y estiró su brazo para entregármelo. Yo no me animé a acercarme a ella, así que avanzó al ritmo de sus tacones, mientras sus senos saltaban ligeramente. Me dio el vestido y abrió sus labios para decirme algo. ¿Qué música quieres oír?, gritó Pablo desde la barra. Lo que quieras, le dije y al voltear otra vez hacia Graciela ya no estaba. Fui al baño y al verme el vestido en el espejo, me pareció que tenía el pelo más chino que nunca y la piel más morena. Me puse un poco de brillo en los labios y volví con Pablo. ¡Te ves muy bien! Me recuerdas a… ¿y ese vestido? Esta noche me siento sexy y me dieron ganas de ponérmelo. Terminamos por llevar una cubeta con hielos, la botella de ron, el azúcar y la hierbabuena al pie de las hamacas. Cuando se acabó la botella, Pablo se pasó a mi hamaca y volvimos al primer verano: hicimos el amor, hipnotizados, hasta que empezó a clarear.
Ayer estábamos los dos en la barra, preparando las bebidas para los clientes que llegarían en cualquier momento. Al terminarse la voz de Manu, un silencio nos obligó a mirarnos. Entonces oímos una bola rodar sobre el tapiz verde y caer al agujero, volvimos la vista hacia la mesa de billar: Graciela nos observaba con la mano apoyada en el taco que lo había puesto sobre el suelo como un bastón; el brazo colgando y la cadera ligeramente ladeada. Después se dio la vuelta y la vimos caminar hacia el almacén, hasta que se volvió penumbra y luego oscuridad. Pablo me rodeó el cuello con sus dos manos y me besó de una manera que ya había olvidado. Le seguí el beso esperando que no terminara.