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Entreacto.

 

 

 

 

I

 

Todos arrastramos nuestra historia o leyenda

amarilla, blanca, negra, rosa, el color que sea.

La mía ─roja─ nació al río muerto en su agua

cierta jornada gris, picada de tedio y entraña.

 

Grité sí; callé con enorme ilusión… y pues no

Mefisto ya no hace pactos con cualquier actor

peor todavía: el jugo prodigioso ya no le atañe.

 

Clamé a los dioses, indiferentes en su ataraxia

yugulé mi vacada para ellos; esperé… y nada

peor aún: agitaron las venas, bañaron de icor. 

 

Reclamé una puta barata con vientre zurcido

vertí mi sangre destilada, del cerebro… y no

 luego del vicio el coágulo se mueve, se licúa.

 

Allí seguía. Sin cuerpo, sin lucidez, por tablas

encaramado en el teatro, maquillado, pálido

mandíbula congelada, sin deshielo de lengua:

“Nunca he visto día tan hermoso y tan horrible”.

 

 

II

 

Cada vez se mueve menos el público sentado

exangüe, en las butacas, la mancha profunda

tragó cuatro actos sin ceder pizca de terreno

cinco… contraataca Macduff todopoderoso.

 

“No me rendiré ni besaré el suelo… embiste pues

y sea maldito el que primero grite ¡detén, basta!”

 

Vio entonces la oportunidad de alancearme

su espada iba arrancando, tras ella las tripas

junto a la punta, además, me extrajo el alma

descolló mi cabeza ─de Macbeth─ que rodó.

 

En el anfiteatro hubo un pequeño homenaje

ya nadie lo recuerda, ni el pedazo de hombre

su cabeza y la sanguaza; una fulgurante pupila

frente al incinerador escalofrío de mis huesos.

 

No depende que lo entienda ─por ejemplo

es mejor quemarse a oxidarse de superstición.

 

 

 

 

 

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