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En tanto la luz.

 

Es otoño y hace frío. A las seis el sol se va. Faltan pocos minutos, lo anuncia esta luz violeta. Las vías del crucero me parecen enormemente anchas, son capaces de albergar ocho carriles cada una; los autos corren velozmente y yo intento cruzar de norte a sur. Me detengo en la esquina para que el semáforo me diga, alto o siga; miro la luz roja encendida conteniendo la silueta de un hombre en señal de detenerse. Una mujer se encuentra parada junto a mí. La miro de reojo y me doy cuenta de que es el exceso de maquillaje lo que la hace verse más vieja; da la impresión de que sus mejillas están caídas no tanto por los años, sino por el peso de la máscara. El cabello teñido de un negro, casi azul, provoca dureza en sus facciones. Pero lo que es insoportable de esta mujer, no es que constantemente pase la mano por sobre su tieso peinado, ni esas uñas que de tan largas se muestran curvas. No. Lo insoportable es su olor: una mezcla de perfume dulzón y grasa rancia, que me invade el gusto; quiero escupir, no me atrevo, siento asco. Me volteo hacia el otro lado y me encuentro junto a un enorme roble. Palpo su tronco grisáceo cubierto de múltiples y finísimas capas de piel, que crujen al recibir mi mano; se le ve descolorido, casi triste con esas dos o tres hojas que tiemblan en sus ramas. Observo el semáforo y la figura de ese hombre rojo permanece. Miro de nuevo a la mujer, ella ni siquiera me nota. A veces pienso que soy tonta y, así en el autobús como ahora, no me atrevo a cambiarme de sitio. Si por fin, después de un esfuerzo logro moverme, empiezo a tratar de justificar esos movimientos con actos estúpidos.

        Mientras espero para cruzar, miro hacia el oriente que es la dirección de donde vienen los autos en este lado de la avenida y, a pesar de que aún el final de la tarde conserva algo de claridad, un espeso telón negro comienza a posarse frente a mí. Varias veces aprieto y abro los ojos buscando la luz, pero sólo consigo darme cuenta de que en la esquina donde estoy, el semáforo ya no lo distingo y mucho menos la esquina opuesta. Tengo que atravesar los ocho primeros carriles y sólo alcanzo a notar que en el medio de la avenida se forma un estrecho espacio entre los sentidos de circulación, en el cual podré resguardarme antes de cruzar hacia el otro lado de la vía. Los autos corren, unos de ida, otros de vuelta. No sé de dónde vienen ni hacia adónde van. Todo me resulta confuso; el horizonte, oscuro.

        Llevo una mochila de plástico en color celeste, de esas con forma de salchicha atravesadas de punta a punta por un cierre plástico. A pesar de que no es grande, la siento tremendamente pesada, tanto que no puedo levantarla y mucho menos cargarla en los hombros. Por eso la arrastro, sirviendo de tiro una de las asas; esto es realmente incómodo, porque las asas son cortas y me obligan a avanzar agachada. Sin embargo, no hay otra manera de llevarla conmigo y es, además, mi única pertenencia, es todo lo que me queda.

        Antes de lanzarme a cruzar la avenida, me aseguro de que los autos estén bien lejos. Aunque trabajosamente, los veo y compruebo que todos permanecen extrañamente enfilados de manera pareja, como si fueran a iniciar una competencia. A medida que avanza la noche, el horizonte se torna más negro y ahora sólo puedo distinguir algunos autos por sus colores brillantes. Me inclino entonces para asir la mochila y empiezo a caminar; su amargo y monótono sonido al rozar contra el oscuro pavimento me atormenta, pero no tengo otro remedio que seguir arrastrándola. Apenas a unos veinte pasos de iniciada la marcha, un ataque convulsivo me tira al piso. No pierdo el sentido, pero me impide abrir los ojos. Aún en medio del estremecimiento y las convulsiones, logro discernir y decido que lo primero que necesito es ver y, después de enormes esfuerzos, consigo levantar unos milímetros los párpados que parecieran cegados por una luz intensa, aunque aparentemente inexistente. Atisbo mínimamente la negrura del pavimento y comienzo una lucha interior contra la fuerza que me mantiene. No sudo, ni sufro. El peligro físico no me atormenta. La extraña consciencia de que, para dominar las convulsiones, el esfuerzo que debo experimentar se refiere exclusivamente a la mente, me abstrae. En medio de esa lucha descubro por el hedor que ahora la mujer de la esquina está nuevamente cerca de mí y sufre también convulsiones. Es grotesco el espectáculo de un cuerpo, como mi cuerpo, sacudiéndose y provocando contorsiones. Vuelvo a concentrarme; es imperativo tomar el control. Aprieto fuertemente los ojos y construyo un cuadro fotográfico en el que estoy incorporándome, y esa imagen pasa por mi cabeza mil veces, como si fuera la única de todo el rollo de un film. Poco a poco las convulsiones cesan; temblorosa me levanto e instintivamente con el brazo derecho retiro la baba espesa que me escurre de la boca. Pienso en que debería ayudar a esa mujer. Trato de acercarme, pero cientos de insectos de un tono oscuro entre azul y gris, y del tamaño de un dedo pulgar están encima de ella; otros más amenazan con acercarse hacia mí. Me paralizo al ver que algunos de estos insectos han empezado a devorar a la mujer a base de minúsculas e incesantes mordidas. La mujer llora y sus lamentos son lastimosos, teñidos con una resignación incomprensible para mí; no hace nada por defenderse. No hay sangre. El trabajo de estos insectos engullidores es limpio y rápido; su voracidad comienza ya a evidenciar parte del hueso de una de las piernas. La visión de esta escena me provoca estremecimientos; también repulsión y náuseas. Con remordimiento y culpas retrocedo; doy un paso hacia atrás, luego dos, siguen tres pasos más, y decididamente la abandono. Me siento un ser vil y despreciable.  

 

La luz verde muestra la silueta de un hombre que avanza y esa imagen me hace sacudir de pronto la cabeza y recordar que he de atravesar los ocho primeros carriles. 

 

 

 

 

 

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