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En la galería

 

     

 

 

   –Por aquí, por favor –invitó el guía, pareciendo terriblemente apresurado. ¿Prisa en una galería de arte? ¿Qué clase de persona haría prioridad el apremio en un lugar donde hay tanto que apreciar? Hice caso omiso de su indicación y dejé que el grupo se adelantara con su atmósfera de esnobismo hacia el siguiente salón, hasta desaparecer de mi vista.

Me tomé mi tiempo para elegir desde lejos una obra para mirar, para dejar que mis ojos se fundieran en el lienzo hasta que mi cuerpo comenzara a ser parte de ella. Era una galería relativamente pequeña, armada ye ideada por el viejo rico del diminuto pueblo en el que yo vivía. Había de todo un poco, y desde luego nada era original. No muchas de las obras llamaban mi atención, así que continué caminando junto al muro, manteniendo siempre una mano pegada a él. Podía sentir el arte que latía desde el posterior de las paredes debajo de las yemas de mis dedos, y se infiltraba en cada poro de mi piel.

    Miré de reojo hacia el marco de madera que se encontraba a unos cuantos pasos delante de mí. Fue el aspecto desgastado que tenía lo que llamó mi atención. El grupo ya no estaba en el mismo lugar que yo, así que me permití permanecer allí, inmóvil, mirando: Un rostro de mujer de aspecto maduro, aunque fresco; su cabello oscuro enmarcaba las facciones redondeadas y suaves, una sonrisa se escondía en su expresión. “La Gioconda”, leí en la inscripción. Seguí avanzando y me detuve frente a otro cuadro. El marco era dorado y tenía figuras talladas en él.

    Aquella obra me parecía diferente a las demás. También era una mujer, pero había algo un poco más tangible en su mirada. Sus ojos encerraban un secreto; me miraban fijamente mientras me obligaban a intentar descifrarlo. Podía encontrar un atisbo de sufrimiento en ellos; era una mezcla de cansancio y frustración. Casi podía adivinar que había estado llorando momentos antes de ser retratada; lo podía notar en la sutil hinchazón y en la casi imperceptible curva descendente de sus comisuras. Me entraron unas ganas tremendas de hablar con ella, de preguntarle qué la entristecía. Luego miré su boca; era apenas una línea inexpresiva que, irónicamente, transmitía su necesidad de hablar. Pero no se atrevía. No parecía querer que nadie supiera qué era lo que la acongojaba. Pero yo lo supe casi de inmediato: era la soledad. Una soledad ostensible y transparente. ¿Y cómo lo supe? Porque la soledad es la línea de expresión que no miente: se nota en los ojos, en la boca, en las cejas, pero más importantemente, en las marcas aun negruzcas de las lágrimas que han sido derramadas sin que nadie pregunte o le importe de dónde vienen. Sin que nadie las note; sin que nadie las seque. 

    Mientras escrutaba cada milímetro de su rostro, ella parecía hacer lo mismo conmigo. Por un momento me pregunté si los cuadros nos miran a nosotros cuando los admiramos a detalle. ¿Qué pensaría aquella mujer de mí? ¿Encontraría también algún secreto encerrado en mis ojos? ¿Se daría cuenta de que mis labios querían pronunciar también tantas cosas que callaba? Aquél pensamiento me asustó y lejos de seguir mirando, aparté los ojos de aquella aterradora tortura y me encontré a lo lejos con uno de los conserjes del lugar.

    –Disculpe –le dije. El anciano levantó apenas la mirada y me observó con indiferencia–. Esta pintura no tiene ninguna inscripción, ¿sabe cómo se llama?

    –¿Cuál? –Inquirió el hombre, pareciendo desconcertado.

    –Ésta –repetí, señalándola. Él llevó sus ojos hasta el marco frente al que había estado parada y luego de estudiarlo unos momentos, se volvió de nuevo hacia mí. Y mirándome casi con lástima, se acercó lentamente hasta donde yo estaba, sosteniendo con una mano el trapeador.

    –Ese, señorita –habló firme y claramente el conserje–, es un espejo.    

 

 

 

 

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