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Elías.

 

 

Cuando hablaba de él con los lancheros, se les ponían los ojos de canica, la verdad es que me molestaba un poco las veces que me decían: “Brody, recomiéndame con tu siquiatra”

         Su cuerpo era verde y siempre lo miraba en cuclillas con sus manos deteniendo su mandíbula.  Miraba el mar ignorando mi presencia, y sus tremendos pies me hacían pensar que si algún día se ponía de pie, nunca se caería. No puedo asegurarlo, pero si lo imagino erguido, estoy seguro que no alcanza el metro de altura.

         Acostumbraba aparecerse cuando el sol se perdía lentamente en la raya que se mira muy lejos de la terraza de la casa. Cuando las nubes formaban figuras de animales en el cielo, no lo veía. Muchas veces llegué a pensar que no regresaría, pero regresaba cuando el cielo estaba abierto. Con cuidado bajaba por las escaleras de piedra, y lo observaba con sus pies pegados a las rocas, donde el mar golpea todos los días, y en las noches refresca las recámaras con una brisa salada que se pega en las paredes y deshace el barniz de las ventanas.

        Decía Elías, bueno, todos lo conocen como Elías, pero su nombre es Eleazar. No sé por qué permite que le digan Elías, a mí me gusta más el nombre de Eleazar, pero yo no se lo digo. Aunque no me gusta el nombre, yo también le digo Elías, tal vez para no hacerlo enojar o, a lo mejor, porque se me hace más cómodo decirle Elías porque tiene menos letras, no sé, a lo mejor es por eso, porque tiene menos letras.  Bueno, decía Elías, que aunque él no conoció Francia, se imaginaba al mono como una de las gárgolas de la catedral de Notre Dame, me platicaba que vio una figura parecida en una película de Disney y que la figura era de piedra, pero estaba viva.

       Yo sí conozco la catedral de Notre Dame, pero Elías no, y no la conoció porque nunca fue a París, pero tiene razón, el mono de las rocas es igual a las gárgolas de Francia.     A mí también me gusta ver el mar, como al mono verde de las rocas, pero yo lo miro todo el día, y él lo ve nada más cuando el sol se duerme atrás de todo ese montón de agua salada.

         Una vez traté de hablar con el mono verde de las rocas, pero no me hizo caso. Dejó sus ojos fijos en el océano y no volteó a verme. Yo creo que se enojó porque ni siquiera se movió, a lo mejor porque le hable quedito, o porque no me acerqué lo suficiente. No sé, puede ser que se molestó porque no supe su nombre. ¡Pero cómo voy a saber su nombre, si no quiso hablar conmigo!

         La vez que quise hablar con él me ganó el llanto, pero no sé si me ganó porque no me contestó, o porque nadie me creía. Bueno, ni siquiera Elías me creía, decía que eran figuraciones mías. Según él, me debería buscar una mujer, o meterme a trabajar en algo. Decía Elías que de tragones están llenos los panteones, y los manicomios están atiborrados de aferrados. A mí me daba coraje que Elías me hablara así, pero no le decía nada. Estoy seguro que si le hubiera reclamado no regresaría, y si Elías no regresaba, el jardín se llenaría de hierba, y capaz que hasta las iguanas y los alacranes se meterían a vivir en las recamaras.

         Pero un día Elías no regresó. Los lancheros decían que se casó con una mesera de Caleta, y los changuitos, (así les dice Elías los coqueros), aseguran que lo mataron en El Coloso. Yo no les creo nada, porque los que han visitado la casa dicen que lo han visto, pero nadie ha visto al mono verde de las rocas; sólo yo lo veía.

        A partir que Elías se fue, la hierba mala se metió en el jardín; el pasto y las flores se secaron. Las iguanas se paseaban junto a mí y los alacranes me picaron en los pies. Esto no era tan malo, lo peor es que el mono verde de las rocas no regresó, y yo estaba triste, pensando que el mono verde de las rocas creía que el día estaba nublado, y no podría ver el sol meterse atrás del mar.

         En una bolsa, metí un pantalón y dos camisas, y caminé a la puerta de la salida de la casa, volteé a ver las rocas; vi al mono con sus ojos fijos en el mar y sus tremendos pies pegados a las piedras. Su color verde me daba la impresión de una iguana dejando pasar el tiempo con los rayos del sol sobre su lomo. Quise regresar, pero me acordé que estaba enojado y ya no le pregunté qué tanto le miraba al sol metiéndose en el mar.

         Me vine caminando a Querétaro. No sé cuántos días caminaría, y no recuerdo haber cerrado la reja de la casa. Dice mamá que Elías sigue penando en el jardín, y que al marrano lo dejé encendido (Elías le decía marrano al carro) A mí me gustaba que Elías le dijera marrano al carro, y también me gustaba oírlo cuando decía que el marrano estaba bien manteca. 

         Aunque ya hace varios años que no lo veo, estoy seguro que sigue sentado sobre los talones de sus pies, con su mirada clavada al final del mar dando la apariencia de que está pegado a las rocas de la parte más baja de la casa “De la Aguada 79”, en Acapulco.

 

 

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